Jesucristo en la espiritualidad agustiniana
Vamos a presentar, en este apartado,
el cristocentrismo vital de Agustín. Es decir, su cristianismo en el sentido
auténtico de estar centrado en Cristo o, lo que es lo mismo, contemplar lo que
Cristo ha sido para la persona de Agustín.
Se ha dicho, y posiblemente con toda
razón, que lo más típico del agustinismo se reduce a una triple conexión de la
humanidad con Cristo: como Verbo eterno e iluminante de la vida – el Verbo de
Dios-, como el único y verdadero mediador entre Dios y los hombres,- el Verbo
de Dios hecho carne en Cristo-, como el Cristo místico y total, prolongación y
vida de la humanidad en y por la Iglesia, que es el Cuerpo Místico de Cristo.
Agustín es un hombre inquieto por
relacionarse con Cristo, porque esta convencido de que “en el Verbo el Padre ha
dicho todo de manera inefable” (Io.ev.tr.106,7), pero es también sacerdote y
obispo y, como tal, tiene sus tareas que realizar; todo lo que hace es movido
por el mismo Cristo al que ansía contemplar.
Además de pastor y predicador,
Agustín es teólogo, y filósofo, escriturista, asceta y místico, y lo es todo en
su plenitud y cuando comenta la Escritura, lo hace de un modo sabroso desde el
hondón de su ser espiritual todo él empapado en Cristo. Agustín ha vivido la
verdad, en extremo vital, de nuestra identificación con Cristo, como miembro de
su Cuerpo Místico, por eso cada día se asimilaba mejor el sentido de Cristo y
el amor de Cristo, que hacía extensivo al Cristo total; y trata de edificar a
su pueblo, y a través de sus escritos a todos los pueblos de la posteridad, en
la caridad, con la verdad de Cristo. El sabe que tiene que ser una fuente que
mana y no un depósito que acumula: “¿Qué
significa no llevéis bolsa? No seáis
sabios para vosotros solos. Recibe el Espíritu. En ti debe haber una fuente,
nunca un depósito; de donde se puede dar algo, no donde se acumule. Dígase lo
mismo de la alforja” (S. 101,6).
1 Cristo en la vida de Agustín.
Posiblemente nadie como Agustín ha sido capaz de interiorizar en
experiencia, pensar en conceptos y expresar en palabras la realidad cristiana.
Agustín ha
buscado la verdad con toda su alma, es el buscador de la verdad: una verdad de
vida y de pensamiento, que sea capaz de enseñarnos como vivir y cómo morir, qué
esperar y qué amar. Pero una verdad que no termine descubriendo plenamente el
amor no puede ser suficiente ni digna del hombre. Agustín se ha convertido a
Cristo porque descubrió que él era la Verdad en persona. Que Cristo es el
centro de la vida de san Agustín no es una frase retórica; él mismo, en sus
escritos antidonatistas, nos presenta a Cristo como el todo de su vida: “Es siempre Cristo quien justifica
al impío haciendo de él un cristiano, y siempre es de Cristo de quien se recibe
la fe, y siempre es Cristo el origen de regenerados y la cabeza de la Iglesia…
Cuando oiga: Todo ser tiene su fundamento en su origen y en su raíz, y si hay
algo que no tiene cabeza es nada, contestará: Cristo es mi origen, Cristo mi
raíz, Cristo mi cabeza” ( C. litt.Pet.1,7,8).
Por otra parte, parece ser que su
adhesión al maniqueísmo se debe no poco a la utilización, por parte de los
maniqueos, de este nombre de Cristo que continuamente pronunciaban, aunque como
Agustín reconoce más tarde, eran sólo palabras vacías de charlatán.
Cuando Agustín descubre esta
falsedad, que comenzó a sospechar y pedir aclaraciones desde muy poco después
de la adhesión, enferma en el alma, pierde el entusiasmo que el mantenía en
vida, no sabe a donde dirigir sus pasos y duda de todo; no sabe ni encuentra a
quien encomendar la cura de su corazón profundamente desfondado.
La idea que Agustín tiene de Cristo en este momento deja mucho que
desear y está bastante distante de lo que lo que creen los cristianos. Pensaba
que Cristo estaba unido a la sabiduría, pero no que fuese de la misma
Sabiduría. Para él, en estos momentos, Jesucristo no es más que un hombre, “el hombre mismo”, prototipo del hombre,
pero sin dar el paso trascendental, por lo demás natural, de que fuera Dios.
Cuando Agustín descubre y llega a
conocer la verdad acerca de la encarnación, todo adquiere un nuevo color, todo
cambia para él. Esta fe en la encarnación será una experiencia fundamental que
le transforma. Podemos decir que este hecho concreto representará la esencia de
la espiritualidad agustiniana. Supone un conocimiento exacto de la divinidad de
Cristo, una penetración de lo que ha sido su humillación, y, a la vez, un
conocimiento de la acción de la gracia elevando la humanidad con las mismas
humillaciones de Jesús.
Este abrazo con le Verbo, del que
nos habla san Agustín, se realiza de una manera más profunda a través de un
texto de san Pablo que invita a Agustín a revestirse del Señor Jesús, y a
ensayar un nuevo estilo de vida. Aunque, a decir verdad, ya antes Agustín
estaba abrazo a Cristo. La invitación que recibe ahora, en este momento
trascendental del Jardín de Milán es a revestirse de Cristo, es decir a, a
adherirse y transformarse totalmente en él. Esto en san Agustín, ciertamente
una experiencia, pero no menos un programa a realizar en su vida. Ante la obra
que Cristo ha hecho en él, no puede menos de ser agradecido y da prueba de ello
toda la vida. En esta época descubre que Cristo es el camino para ir al Padre,
y por tanto es inútil quemar energías en búsquedas que no estén centradas en
Cristo. También descubre que Cristo es el camino para ir al Padre, y por tanto,
que es inútil quemar energías en búsquedas que no estén centradas en Cristo.
También descubre que Cristo es el revelador del amor paterno de Dios. Por otra
parte descubre que Cristo es el mediador verdadero, el único paso válido y con
garantías de éxito entre el hombre y Dios.
El misterio de Cristo nos lo presenta san Agustín de forma resumida
así: “Si el Hijo único es igual al Padre;
si es Hijo único tiene la misma omnipotencia que el Padre; si es Hijo único es
coeterno con el Padre. Todo ello en sí, junto a sí y junto al Padre. ¿Qué hizo
por nosotros? ¿Qué tiene que ver con nosotros? Considera por qué medio, quien y
a quienes vino: vino por la virgen María, sobre la que actuó no un marido
humano, sino el Espíritu Santo, quien fecundó a la casta y la dejó intacta. Así
se revistió de carne Cristo el Señor, así se hizo hombre quien hizo al hombre:
asumió lo que no era sin perder lo que era. Pues la Palabra se hizo carne y
habitó entre nosotros. No se convirtió en carne la Palabra, sino que,
permaneciendo como Palabra, recibió la carne, pero permaneció siendo invisible,
se hizo visible cuando quiso y habitó entre nosotros. ¿Qué significa entre
nosotros?. Entre los hombres, haciéndose numéricamente uno de ellos, uno y
único, el único respeto al Padre. Y respecto a nosotros, ¿qué? Respecto a
nosotros único salvador, pues nadie, fuera de él, es nuestro Salvador; y
nuestro redentor, pues nadie, fuera de él, es nuestro redentor; no aprecio de
oro y plata, sino a costa de su sangre” (S 213,3).
Agustín, el contemplativo de Cristo.
Cristo es para Agustín la gran
obsesión, el único medio que tenemos a nuestra disposición para llegar a la vida
íntima de Dios. Agustín pinta al Dios-hombre con rasgos de una amabilidad
sumamente atractiva.
Agustín tiene pasión por contemplar
el misterio de Cristo, Dios-Hombre. El misterio de Cristo es la unión en una
persona de la humanidad y la divinidad. Esta unión es la fuente de la salud
para los hombres; si fuese sólo Dios no podríamos acercarnos, si fuese sólo
hombre no nos llevaría a Dios. Jesús es el camino por su humanidad y divinidad.
Esta unión es la fuente de la salud para los hombres; si fuese sólo Dios no
podríamos acercarnos, si fuese solo hombre no nos llevaría a Dios. Jesús es el
camino por su humanidad, por su divinidad es el fin prometido (Cf Io. Ev. Tr.
13,4). Por tanto, “que te saque Cristo de
tu postración por su ser de hombre, y te guíe por su ser Dios-hombre, y te
eleve hasta su ser Dios”. (Io. Ev. Tr. 23,6).
Para Agustín ser auténticos cristianos es unirnos a Cristo en su
humanidad, así podremos cumplir el proyecto de divinización que pesa sobre
nosotros y comprender al Dios hecho hombre: “Si queréis vivir vida cristiana y piadosa, es una necesidad la unión
con Cristo en lo que se hizo por nosotros, ya que esta es la manera de llegar a
El en lo es y ha sido siempre” (Io. Ev. Tr. 2,3).
Agustín nos invita a seguir este
camino, que es Cristo mismo sin distraernos con ninguna otra cosa; si somos
fieles al camino no hay temor de que nos perdamos: “no obstante, en su gran poder, tuvo hambre, tuvo sed, tuvo cansancio,
tuvo sueño, fue aprisionado, fue azotado, fue crucificado, fue muerto. Tal es
el camino: camina por la humildad para llegar a la eternidad. Dios-Cristo es la
patria adonde vamos; Cristo hombre, el camino por donde vamos; vamos a él,
vamos por él; ¿Cómo temer extraviarnos? Sin alejarse del Padre vino a nosotros;
tomaba el pecho, y conservaba el mundo; nacía en un pesebre, y era el alimento
de los ángeles. Dios y hombre, Dios hombre, hombre y Dios en una sóla pieza…
Siguiendo, pues, su camino de humildad, él ya ahora ya padeció, ya murió, ya
fue sepultado, ya subió a los cielos, donde se haya sentado a la diestra del
Padre; mas todavía es indigente aquí, en la persona de sus pobres” (S
123,3).
Ver, conocer, contemplar la grandeza
de Cristo, empuja a Agustín a una tarea nunca terminada, él quiere unirse a
Cristo: “Mira a Dios y contempla al Verbo
y únete íntimamente con este Verbo que habla, su hablar no es cosa de sílabas,
su hablar es el refulgente resplandor de la sabiduría. De su sabiduría se dice
que es el resplandor de la Luz eterna” (Io.ev. tr. 20,13). Será Cristo
mismo el que nos tiene que instruir y enseñar todo sobre El: “miremos con atención quienes somos y a
quienes debemos escuchar. Cristo es Dios y habla con los hombres. ¿Quiere El
que se le entienda? Que nos de Él capacidad. ¿Quiere que le veamos, que nos
abra los ojos. No nos habla Èl sin razón: es verdad lo que nos promete”
(Io. Ev. Tr.22,2).
Para Agustín el punto de
partida es la humildad: “Hay que partir
de la humildad para elevarse a aquella altura. Si, por el contrario, nos
persuadimos de que somos algo, cuando en realidad no somos nada, corremos el
peligro no sólo de no recibir lo que nos falta, sino de perder lo que somos”
(Io. Ev. Tr. 1,4).
La humildad de Cristo es una lección
permanente para que el hombre aprenda a vivir desde dentro, a estar en sí mismo
y vivir lo mejor de sí mismo, que, en el fondo, no es otra cosa que estar en
Dios: “Dios se humilló por ti. Tal vez te
ruboriza imitar a un hombre humilde; imita, al menos, al humilde Dios. Oculta
el Hijo de Dios su venida en el hombre y se hace hombre. Se te manda a ti que
seas humilde, no se te manda que de hombre te hagas bestia. El que era Dios se
hace hombre; tú hombre, reconoce que eres hombre. Toda tu humildad consiste en
que te conozcas… la soberbia hace su voluntad, la humildad hace la voluntad de
Dios. Por eso al que se llegue a mí no lo arrojaré fuera. ¿Por qué? No he
venido a hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió. Yo he venido
humilde, yo he venido a enseñar la humildad, y yo soy el maestro de la
humildad. El que llega a mí se incorpora a mí; el que llega a mí se hace
humilde, y el que se adhiere a mí, será humilde ,porque no hace su voluntad,
sino la de Dios. Esa es la causa de que no se le arroje fuera: estaba fuera
cuando era soberbio… El Maestro, pues, de la humildad ha venido, no ha hacer su
voluntad, sino la voluntad del que le envió. Lleguemos a él, introduzcámonos en
él e incorporémonos a Èl para que tampoco hagamos nosotros nuestra voluntad,
sino la voluntad de Dios “ (Io. Ev. Tr. 25, 15-18).
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