viernes, 31 de julio de 2015

8 LA LITURGIA DE LAS HORAS

TEMA 8  LA LITURGIA DE LAS HORAS



1. De la oración judía a la oración cristiana

Cuando la primitiva comunidad eclesial inició su camino en la historia, no poseía ninguna estructura propia de oración ni ningún patrimonio de textos que pudiese considerarse como una expresión específica de la predicación y de la enseñanza de Jesús. Fueron las primeras generaciones cristianas las que cubrieron este vacío profundizando en la enseñanza el ejemplo de Jesucristo en el contexto de la tradición judía en la que el mismo Señor había vivido su relación con el Padre a través de la oración; En efecto, muchos elementos formales y de contenido de la oración de Jesús y de los primeros cristianos proceden del ambiente humano y religioso del pueblo judío al que pertenecían, un pueblo que tenía una larga y profunda experiencia de oración.

Los evangelios son conscientes de este injerto judío de la oración cristiana. El gran maestro de la oración, san Lucas, comienza su evangelio con la descripción de una liturgia de oración que se desarrolla en el templo de Jerusalén, durante la cual tiene lugar la aparición del ángel del Señor Zacarías (cf. Lc 1,8-23), y termina con una preciosa referencia a los discípulos de Jesús que, después de la ascensión del Señor, seguían frecuentando el templo para orar: "Ellos se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y esta­ban siempre en el templo bendiciendo a Dios" (Le 24,52-53). En los Hechos de los Apóstoles Lucas recuerda que Pedro y Juan, mientras se dirigían al templo para la oración de la hora nona, encontraron a un lisiado que estaba sentado a la puerta del templo y lo curaron (cf. Hch 3,1-11). Sin embargo, luego los testimonios acerca de la frecuencia de los primeros cristianos en la oración del templo se hacen más raros y genéricos hasta desaparece: totalmente (cf. Hch 2,46).

En la Biblia, las horas del culto y de la oración a lo largo del día son establecidas por el calendario religioso y por la costumbre. Por otra parte, en los libros del Nuevo Testamento hallamos formulado un auténtico precepto sobre la oración ininterrumpida (cf. Le 18,1; 21,36). El tema de la continuidad de la oración sin interrupción, con expresiones como "siempre", "asiduamente", "sin interrupción", "en todo momento", "día y noche", son f abundantes hasta el punto de convertirse en un tópico en el lenguaje de san Pablo y de su discípulo san Lucas (cf. Hch 1,14; 2,42; 6,4; 10,2; 12,5; Rm l,9ss;; 12,12; ICo 1,4; Ef 1,16; 5,20; 6,18; Flp l,3ss; Col 4,2; ITs l,2ss; 2,13; 5,17; 2T1 1,11; 2,13; 2Tm 1,3; Flm 4).
               
Todos estos términos quieren sencillamente expresar la constancia, no tanto en la repetición de actos cuanto más bien en la perseverancia de la Actitud orante. La antigua tradición cristiana prestó una atención especial a esta  doctrina. En concreto, el precepto de la oración ininterrumpida tuvo un papel importante en la formación de los tiempos y de los ritmos de plegaria y las primeras comunidades cristianas. Jesús y los primeros cristianos observaron la práctica judía de orar en determinados momentos del día. la tradición judía conocía tres tiempos de oración a lo largo del día, como se atestigua en Dn 6,11; Jdt 9,1; 12,5-6; 13,13; y probablemente también en el salmo 55[54],18. Pero hay que observar que acerca de los horarios de la oración hebrea en tiempo de Cristo, no hay consenso entre los estudiosos. En todo caso, parece que las plegarias de la mañana y de la tarde eran las más constantes e importantes.

A los comienzos de su historia, la oración cristiana se expresó con gran libertad creativa, fecundada por la fuerza del Espíritu, en contraste con el juridicismo de la Roma pagana según el cual la oración debía expresarse no sólo "sollemnibus verbis", sino también "conceptis, certis verbis", y con un rigor de fórmulas que evocaba el adagio jurídico "vel qui minimum errasset, litem perderet" (el que comete el mínimo error, pierde la causa), principio que se aplicaba escrupulosamente también en la oración cultual, hasta el punto de exigir que el celebrante del sacrificio tuviese que ser asistido por un "apuntador", el cual "de scripto prasiret". Tertuliano, que conocía bien la cultura pagana, afirma que los cristianos no tienen necesidad del "apuntador" porque su oración brota de lo más íntimo. Sin embargo, poco a poco aparecen, a partir del siglo III, las fórmulas de oración, cuyos textos adquirirán más tarde carácter oficial en el ámbito del culto cristiano.

Así se fueron paulatinamente poniendo las bases del desarrollo posterior de la oración cristiana como estructura de textos propios y como experiencia capaz de sintonizar con la enseñanza y el ejemplo de Jesús. Naturalmente, los primeros cristianos no renunciaron a los elementos más significativos del rico patrimonio representado por los textos bíblicos de la antigua alianza, porque se trataba de textos que poseían un valor permanente en orden a la plena comprensión del misterio de Cristo como punto culminante de la historia salvífica.

Las horas de oración y su simbolismo (siglo III)

La primera etapa de la historia de la liturgia de las horas, hasta su primera estructuración a fines del siglo IV, se caracteriza por la preocupación de "justificar" los momentos de oración. Cada hora adquiere un significado religioso y espiritual, tomado no sólo del simbolismo natural de las distintas partes del día y de la noche, sino también y sobre todo del recuerdo de determinados episodios bíblicos o de la vida de Jesús y de los apóstoles. De este modo se dibuja ya una verdadera teología del tiempo, mostrando cómo todas y cada una de las horas tienen un valor simbólico-sacramental, es decir, son signos de salvación.

Los Padres de ese período están de acuerdo en la afirmación de que para realizar la oración incesante hay que fijar unos tiempos precisos para orar. Dichos tiempos de oración se interpretan precisamente como expresión visible y realización simbólica de lo que, a la luz del ideal neotestamentario, tiene que ser el misterio de la plegaria como realidad permanente en la vida del creyente. Orígenes, Clemente de Alejandría, Tertuliano, Cipriano, Hipólito insisten en esta reflexión.

Clemente Alejandrino (+ 215) afirma que el verdadero cristiano tiene que orar siempre, pero es también el primero que atestigua la costumbre adquirida en algunos círculos de orar en determinadas horas como las de tercia, sexta y nona. Menciona también oraciones hechas en el momento de levantarse o antes del descanso, por la noche y, además, antes, durante y después de las comidas. Pero estos tiempos de oración parece que se ofrecen más como ejemplo de la oración incesante que como un horario distinto y bien preciso de plegaria. Tertuliano (+ 220) es el primero que interpreta las tres horas diurnas en relación con episodios de la Escritura. Junto a estas tres horas, consideradas no obligatorias, para Tertuliano hay otras dos horas "legítimas", es decir, institucionalizadas o eclesiales: la de la mañana y la de la tarde, y la vigilia. Hipólito (+ 235) conoce las dos horas "legítimas" de Tertuliano, pero no cotidianas; las otras horas de que habla tienen un carácter privado; antes de acostarse, a medianoche, una vez levantados, y, durante el día, tercia, sexta y nona. Al no ser cotidianas las horas eclesiales de la mañana y de la tarde, probablemente eran susti­tuidas por las recitadas antes de acostarse y después de levantarse. Por ello Hipólito y Tertuliano coinciden: seis horas en total, las dos "legítimas", las tres diurnas y la vigilia.

Los primeros intentos de organización (siglos IV-VI)

A lo largo del siglo IV, la oración de las horas se organiza un poco por todas partes bajo dos formas principales: la oración de la comunidad cristiana alrededor del obispo y su presbiterio (oficio catedral) y la oración de los centros monásticos (oficio monástico). El oficio catedral tiene como gozne la oración de la mañana y de la tarde, llamadas luego laudes matutinas y vísperas. Además de estas dos reuniones de plegaria, los fieles son convo­cados para las vigilias de oración dominicales o festivas. El oficio monástico comprende además las horas diurnas de tercia, sexta y nona, a las que más tarde se añaden prima y completas. Por otra parte, los monjes institucionalizan la vigilia de oración como oficio cotidiano.

En la Regula monasteriorum, desde el capítulo octavo hasta el deci­moctavo, san Benito de Nursia (+ 547) ofrece una estructura ya perfecta de la oración de las horas. Toma y modifica el oficio monástico-basilical romano. Obsérvese que en el siglo V las basílicas de Roma, las primeras de todas las de Letrán y de San Pedro, empezaron a ser servidas por pequeñas comunidades monásticas. La ordenación del oficio benedictino comprende: maitines u oficio nocturno, laudes, prima, tercia, sexta, nona, vísperas y completas. Benito distribuye los 150 salmos del salterio a lo largo de una semana, y establece el número de los salmos para cada hora: doce para el oficio nocturno, tres para las horas diurnas, siete para las laudes y cuatro para las vísperas. Introduce además el himno, que llama "ambrosianum".

Cuando hacia el siglo VIII la Regula benedictina se difundió en Occidente, su oficio ejerció un gran influjo. A comienzos del segundo milenio el oficio benedictino ya se había convertido en el oficio monástico por excelencia de la Iglesia occidental. El influjo del oficio benedictino se hizo sentir también, aunque en menos medida, en el oficio catedral. En todo caso, la distinción entre oficio catedral y oficio monástico desapareció pronto en Occidente por efecto de la general monastización de la oración de las horas. Esto fue causado por la desmembración de la sociedad romana que dio origen a una multitud de reinos bárbaros, y por el crecimiento de la sociedad agrícola feudal, centralizada tanto en el campo como en las ciudades, con la enorme importancia que adquirieron las grandes abadías. El encuentro y, luego, la unión de las dos tradiciones, monástica y catedral, constituyen la base del patrimonio tradicional del oficio divino que ha llegado hasta nosotros.

Sobrecarga y decadencia del ritmo horario (siglos X-XVI)

El ideal de la oración de las horas fue oscurecido a lo largo de los siglos por dos tendencias casi opuestas mutuamente: por una parte la sobrecarga del horario y del contenido del oficio, y por la otra la abolición de su refer­encia al ritmo natural de las horas.

La celebración completa, diaria y solemne del oficio, impuesta por la legislación carolingia a todas las Iglesias, terminó por convertirse en una carga pesada que el clero, especialmente el dedicado a la cura de almas, no podía soportar. Por ello se intentó, ya en el siglo X, aligerar el oficio reduciendo, por ejemplo, el número de los salmos y las lecturas de maitines, o limitando la celebración solemne a las iglesias principales. Por otra parte, para celebrar el oficio solemnemente en el coro, se necesitaban diversos libros, cada uno de los cuales contenía una parte de los textos y de los ritos. En el siglo XI, y especialmente en el XII, cada vez se hicieron más frecuentes las lamentaciones sobre el peso insoportable de un oficio excesivamente recargado.


Después de la reforma de la curia romana, acaecida durante el pon­tificado de León IX (1049-1054), el papa y sus colaboradores empezaron a celebrar la liturgia de las horas en la capilla palatina, dedicada a san Lorenzo. Un siglo después el papa Inocencio III (1198-1216) codificó las adaptaciones experimentadas por el oficio de la capilla papal. Nació así el Breviario de la curia romana, un libro que contiene todo lo que necesita para la celebración del oficio. Este breviario fue revisado bajo Honorio III (1216-1227). Más tarde, en torno al año 1250, el ministro general de los franciscanos Aymón de Faversham revisó el breviario curial para regular el uso franciscano de los libros litúrgicos. Este oficio revisado se difundió por los frailes en toda la cristiandad latina. Empezaba el camino hacia aquella estricta uniformidad que desembocará en el Breviario de Pío V de 1568.

Con la aparición del breviario, la oración de las horas pierde poco a poco su carácter de celebración comunitaria. La Bula de Pío V equipara por primera vez el rezo privado del oficio a su celebración comunitaria. Además, con la consolidación del rezo privado, ya no se siente la necesidad de orar al ritmo natural de las horas. Después del final del siglo XVI, este ritmo buscó expresarse de otros modos populares, especialmente con el rezo del Ángelus o del Avemaria al alba, a mediodía y al anochecer.


La liturgia de las horas después del Vaticano II

Después de algunas reformas parciales del breviario realizadas por Pío X en 1911 y por Pío XII al partir de 1949, el Vaticano II pone las bases para una verdadera y profunda reforma general de la oración de las horas. La Sacrosanctum Concilium le dedica todo el capítulo cuarto: teología de la oración de las horas, aspectos pastorales, normas para la reforma, valor espiritual, obligación, recitación comunitaria, etc. La nueva Liturgia horarum fue promulgada por la constitución apostólica Laudis canticum de Pablo VI el 1 de noviembre de 1970, y publicada el 11 de abril de 1971. Anteriormente, el 2 de febrero de 1970, se publicó la Institutio generalis de liturgia horarum (= Principios y normas para la liturgia de las horas), que acompaña a modo de Prsenotanda el primer volumen de la Liturgia horarum. Una segunda edición de este documento fue publicada el 7 de abril de 1985.




Características principales de la nueva liturgia de las horas

La historia nos enseña que la liturgia de las horas ha notado mucho la osmosis verificada entre la experiencia de oración de las comunidades cristianas y la más amplia e intensa de las comunidades monásticas. En este contexto se debe interpretar la nueva ordenación de las horas, que continúa teniendo una impronta monástica: las laudes, como oración de la mañana, y las vísperas, como oración de la tarde, son el doble gozne del oficio cotidi­ano, y se consideran las horas principales que como tales hay que celebrar; los maitines -llamados ahora oficio de lectura- aun conservando la índole de oración nocturna para el coro, se han adaptado de modo que puedan rezarse en cualquier hora del día, y tienen un menor número de salmos y lecturas más largas; la hora de prima ha sido suprimida; se mantienen tercia, sexta y nona para el coro, pero fuera del coro se puede escoger una de las tres, la que más se adapte al momento del día u hora intermedia; las completas se ordenan de manera tal que se adapten a la conclusión de la jornada.

La liturgia de las horas por su naturaleza está destinada a ser celebrada en determinadas horas del día y esta cadencia constituye su característica. Por ello se prefiere llamarla "liturgia de las horas". La expresión "oficio divino" es muy genérica y puede referirse a cualquier celebración litúrgica; el término "breviario", en cambio, significa sencillamente "sumario" o "compendio". Hay que destacar que las diversas horas de oración son, en el ámbito celebrativo, signo de la actualización del acontecimiento pascual de la salvación, puesto que los diversos momentos celebrativos están vin­culados a los misterios de la historia salvífica.

Con la nueva Liturgia horarum se invierte la secular tendencia a con­siderar el oficio divino como una realidad clerical y privada, restituyendo a cada cristiano la posibilidad de tomar contacto con una experiencia de oración avalada por la práctica secular de la Iglesia. Los esquemas ofrecidos por la Liturgia horarum representan un modelo de oración rica de contenido, abierta, universal, que nos permite hacer nuestro, día tras día, el ritmo de oración del conjunto de la Iglesia. La celebración comunitaria de la oración de las horas representa un momento en el que la comunidad toma conciencia de su vocación a orar sin interrupción y a ser signo profetice de la vocación de todos los hombres a ponerse en diálogo con Dios.


Naturaleza de la liturgia de las horas

La oración de las horas es la oración que Cristo, unido a su Cuerpo, eleva al Padre (cf. SC 84). La liturgia de las horas tiene su prototipo, su ejem­plar, su modelo, en la alabanza interior que caracteriza la vida trinitaria. La oración nos introduce en el íntimo dinamismo de conocimiento y de amor que vincula desde toda la eternidad al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Desde el momento en que, con la gracia bautismal, el Dios trino, Padre, Hijo y Espíritu, puso su morada en lo más profundo de nuestro ser, estamos en relación con cada una de las Personas divinas, estamos constitutivamente en estado de oración.

La liturgia de las horas, al ser plegaria pública y comunitaria del pueblo de Dios, forma parte del misterio de la Iglesia, es una particular expresión y manifestación suya: No se ha de considerar la alabanza de la Iglesia como algo que por su origen o por su naturaleza sea exclusivo de los clérigos o de los monjes, sino como algo que atañe a toda la comunidad cristiana.

Si es verdad que la oración hecha por cualquier cristiano o por cu­alquier grupo de creyentes es asumida como propia por la Iglesia, también es verdad que sólo la liturgia de las horas expresa plenamente a la Iglesia orante en cuanto tal y su permanencia constante en la oración, y sólo ella la realiza de la manera más connatural y congenial a las personas y a los lugares. Esta oración es la que la Iglesia considera suya a título especial, es decir, en cuanto Cuerpo místico total de Cristo: "El sumo Sacerdote de la nueva y eterna alianza, Jesucristo, al asumir la naturaleza humana, introdujo en este exilio terrestre el himno que se canta por todos los siglos en las moradas celestiales. Él mismo une a sí toda la comunidad humana y la asocia con él, entonando este divino canto de alabanza. En efecto, esta función sacerdotal se prolonga a través de su Iglesia, que no sólo en la cel­ebración de la eucaristía, sino también de otros modos, sobre todo recitando el oficio divino, alaba a Dios sin interrupción e intercede por la salvación del mundo entero" (SC 83).

Son quizá todavía más claras y precisas las palabras de los Prenotanda de la Liturgia horarum cuando, al aplicar los principios conciliares, afirman: "La liturgia de las horas, como las demás acciones litúrgicas, no es una ac­ción privada, sino que pertenece a todo el cuerpo de la Iglesia, lo manifiesta e influye en él. Su celebración eclesial alcanza el mayor esplendor, y por lo mismo es recomendable en grado sumo, cuando con su obispo, rodeado de los presbíteros y ministros, la realiza una Iglesia particular, en que ver­daderamente está y obra la Iglesia de Cristo, que es una, santa, católica y apostólica".

Evidentemente, la liturgia de las horas debe expresarse en su nivel más profundo como palabra de la Iglesia que da gracias por la presencia de Dios en Jesucristo y canta exultante su misterio de amor crucificado y su Pascua salvífica. Por ello, en el oficio divino, como en toda la liturgia, "Cristo asocia siempre a sí mismo a la Iglesia", y por medio de la Iglesia continúa en el mundo su obra sacerdotal. La eclesialidad de la liturgia de las horas no está ligada al mandato jurídico que algunas personas reciben, sino que se basa en el hecho de que la oración litúrgica de la Iglesia pertenece a la comunidad cristiana y expresa su profundo anhelo de oración.

Lo que hemos dicho, citando autorizados documentos del magisterio eclesial, debe interpretarse en el contexto de una adecuada teología de la oración. El misterio de la oración cristiana es una realidad unitaria. La plegaria litúrgica realiza y expresa de modo eminente y ejemplar dicho misterio. De ahí que la oración de las horas no excluya otras formas de oración; pero es la norma o criterio de toda auténtica oración cristiana porque es una oración eminentemente bíblica, objetiva y tradicional. El oficio divino asegura una estructura que modela, alimenta y modera la oración privada y que a su vez la oración privada hace más interior, personal e intensa.

El texto de la Sacrosanctum Concilium antes citado afirma que el objeto de la eucaristía y de la liturgia de las horas coinciden. Ambas son actualiza­ciones del sacerdocio de Cristo. Pero, en el primer caso ello es verdad como centro y como culmen; en el segundo caso, sólo como momento particular del día santificado por la oración. En efecto, cuando oramos en los distintos momentos del oficio divino, particularmente cuando al hacerlo conmemoramos los diversos misterios de la pasión y muerte del Señor, actualiza­mos la oración de Jesús en la cruz y su ofrenda al Padre par la salvación del mundo. Podemos precisar que la liturgia de las horas es complemento de la eucaristía, para alcanzar el doble fin del sacrificio: glorificar a Dios y santificar a su pueblo. Es complemento para la misma eucaristía, dada la densidad de su contenido y la riqueza de su acción, que tiende a desarrol­larse en elementos más simples, para comunicar mejor lo que el misterio eucarístico contiene en sí.

Salmos y cánticos

Los salmos son composiciones religiosas y obra poética de alto nivel, texto de oración que ha acompañado y alimentado la fe de Israel en su camino histórico. El mismo Cristo rezó con los salmos. En los salmos, más que en otras páginas de la Escritura, se percibe que la revelación no es un conjunto de afirmaciones y conceptos diversos, sino que es más bien un tema único que se enriquece progresivamente, una profundización de verdades simplicísimas al comienzo, que luego se desarrollan gradualmente hasta formar una unidad orgánica y maravillosa en la que se revela claramente un designio divino de salvación.

Los salmos están presentes, como elemento de canto y de oración, en toda celebración litúrgica, pero en la liturgia de las horas constituyen la parte más importante, y la caracterizan como plegaria de alabanza. Ya en el siglo II hallamos testimonios explícitos del uso de los salmos como cantos de la comunidad cristiana. Esta costumbre se consolida y se extiende según el testimonio de los Padres y conoce su máximo desarrollo entre los monjes del siglo IV. La fidelidad al salterio constituye el trasfondo esencial de la oración de los monjes, de los clérigos y de los laicos en la oración de las horas, según un ciclo de distribución que permite cantar su totalidad en un determinado espacio de tiempo. Al contrario del breviario anterior, en el que los 150 salmos se rezaban en una semana, actualmente el conjunto de los salmos se distribuye entre las distintas horas en el arco de cuatro semanas.

En el salterio litúrgico encontramos también, junto a los salmos, treinta y cinco cánticos bíblicos, veintiséis de los cuales son del Antiguo Testamento y nueve del Nuevo Testamento. A éstos hay que añadir también los tres cánticos evangélicos: Benedictus, Magníficat y Nunc dimittis.

Para descubrir las riquezas de los salmos y familiarizarnos con su len­guaje y su mentalidad, debemos leerlos ante todo en el contexto de toda la revelación bíblica, que tiene como punto culminante el misterio de Cristo. La liturgia de las horas, con un deliberado sentido pedagógico además de teológico, procura que el canto de los salmos y de los cánticos se haga de tal modo que aparezca claramente su sentido cristiano. Para la Iglesia el salterio es ante todo un libro profético, mesiánico, orientado hacia el misterio de Cristo. Por ello la oración de las horas coloca al comienzo de cada salmo una antífona que orienta la oración del salmo en este sentido. Lo presenta además con un título que sintéticamente ofrece el sentido literal y, junto al mismo, una frase del Nuevo Testamento o de los escritos de los Padres, que hace aparecer la dimensión cristológica. Lo concluye con el "Gloria al Padre" para situar esa tipología en su verdadera perspectiva, la trinitaria. Finalmente, al término de cada salmo se puede recitar la colecta sálmica, de la que conocemos tres antiguas colecciones. Se trata de un texto eucológico que, inspirado en el mismo salmo, resume en clave cristológica y eclesial el contenido general del salmo o un tema particular suyo.

Del actual salterio litúrgico se han excluido algunos de los llamados salmos imprecatorios: 58[57], 83[82], 109[108] y algunos versículos seme­jantes de otros salmos. Esta omisión "se debe a cierta dificultad psicológica, a pesar de que los mismos salmos imprecatorios afloran en la espiritualidad neotestamentaria (por ejemplo, Ap 6,10), sin que en modo alguno induzcan a maldecir".

En cuanto a la forma de ejecución de los salmos, conviene que se reciten en armonía con su género literario. Teniendo presente este criterio, indicamos a continuación algunos modos característicos de recitar los di­versos salmos.

Proclamación lenta: un lector proclama el salmo. La comunidad, sin leer su texto en el libro, escucha y medita. Este modo de ejecución resulta especialmente oportuno para los salmos que contiene una historia o una reflexión sapiencial, como el salmo 32[31].



Proclamación responsorial: un solista o pequeño coro canta los versículos del salmo, y mientras tanto todos los participantes escuchan en silencio contemplativo o intervienen con alguna aclamación como se hace en el salmo responsorial de la misa. Esta forma es especialmente apropiada en aquellos salmos que contienen un texto que se repite de manera litánica. Así, por ejemplo, el 136[135].

Recitación o canto a dos coros: es la forma generalmente más usada. Se debe preferir en los salmos que contienen una oración de carácter prevalentemente comunitario, como el salmo 99 [98].

Canto hímnico al unísono: es la forma más indicada para las aclamaciones entusiastas, sobre todo si son breves. Se podría cantar siempre de este modo el tercer salmo de las laudes.

Diálogo entre solista y asamblea: uno o más solistas, según los personajes que intervienen en el salmo, recitan las partes propias y la asamblea interviene en las aclamaciones plurales. De este modo se capta mejor el contenido de algunos salmos, logrando una mayor intensidad de oración contemplativa. Un ejemplo, particularmente interesante, es el salmo 110[109] recitado en las segundas vísperas del domingo.

Estos variados modos de ejecutar los salmos respetan los diversos géneros literarios de los salmos y al mismo tiempo facilitan la atención y otorgan variedad a la celebración.

Otros elementos

En el esquema celebrativo de la liturgia de las horas, además de los salmos y los cánticos bíblicos hallamos otros elementos, de los que nos ocupamos brevemente.

Los himnos del inicio de cada hora son composiciones líricas destinadas a la alabanza divina que estimulan los ánimos a una piadosa celebración. La edición latina de la Liturgia horarum contiene una serie de himnos ricos de tradición. Las ediciones nacionales han inscrito algunas composiciones líricas de la tradición cultural propia. Las conferencias episcopales pueden introducir otros "himnos de nueva composición, siempre que estén acordes plenamente con el espíritu de la hora, del tiempo o de la festividad".

Las lecturas. La Liturgia horarum contiene un ciclo anual de perícopas bíblicas en el oficio de lectura. Además de estas lecturas largas hay que tener en cuenta las breves de laudes, vísperas, tercia, sexta, nona y completas. El oficio de lectura contiene además fragmentos escogidos de Padres y escritores eclesiásticos y lecturas hagiográficas para la celebración de los santos.

            Los responsorios pueden considerarse como un apéndice de las lectu­ras, su eco o prolongación conceptual, y son, por tanto, una ayuda para la meditación del texto que ha sido leído.

Las preces comprenden las intercesiones que se expresan durante las vísperas y las invocaciones hechas para consagrar el día a Dios en las laudes. Las conferencias episcopales tienen el derecho "tanto de adaptar las fórmulas propuestas en el libro de la Liturgia horarum, como de aprobar otras nuevas".


Las preces concluyen con el Padrenuestro y la oración final. El Padrenuestro representa la culminación de toda la estructura de laudes y vísperas y, con la recitación que tiene lugar en la misa, verifica la triple repetición diaria de la oración del Señor de que habla la Didache.

Nota común a todos los elementos del oficio que hemos enumerado es su constante inspiración bíblica.

Naturaleza y espíritu de cada una de las horas

La estructura horaria de la Liturgia horarum no resulta sólo del hecho de que cada oficio ocupa un lugar determinado a lo largo del día, sino también del contenido temático referido a las horas y a los misterios de la salvación vinculados históricamente a las mismas.

Laudes y vísperas. La naturaleza y el espíritu de estas horas están perfectamente descritos por la Sacrosanctum Concilium: "Las laudes, como oración matutina, y las vísperas, como oración vespertina, que, según la venerable tradición de toda la Iglesia, son el doble quicio sobre el que gira el oficio cotidiano, se deben considerar y celebrar como las horas principales" (n° 89).

El día y la noche tiene una relación estrecha con la vida humana. Expre­san el ritmo fundamental de todos los seres vivientes. La tradición eclesial ha santificado dicho ritmo cósmico con la oración de laudes y vísperas.

Las laudes son la oración de la mañana. En efecto, muchos textos de esta hora se refieren a la mañana, a la aurora, a la luz, al nacer del sol, al inicio de la jornada. Se trata de dones de Dios para el servicio del hombre, que, a su vez, se resuelven en alabanza y gloria del Creador. Desde este punto de vista son tradicionales los salmos 63[62] y 51 [50]. Por otra parte, esa temática cósmica evoca la resurrección de Cristo, luz que ilumina el mundo y que viene a "visitarnos desde lo alto" y a guiarnos en nuestro vivir cotidiano.

El domingo, el salmo 93[92] evoca el triunfo de Cristo resucitado. El tema de la alabanza tiene una importancia particular en la oración matutina: de ahí la presencia tradicional de los salmos 148,149,150.

Las vísperas son la oración de la tarde, después del trabajo cotidiano, cuando el día declina y las primeras sombras de la noche avanzan. Con la oración vespertina ofrecemos al Señor el trabajo de nuestra jornada, trans­formado en sacrificio espiritual de acción de gracias (cf. Sal 141[140],2). También esta hora pone en relación los temas cósmicos con los misterios de la salvación: se conmemora la cena del Señor, que se celebró "al atardecer" (Mt 26,20; Me 14,17); la caída del día nos recuerda las tinieblas de la pasión y de la muerte de Cristo y la naturaleza transitoria de todo lo creado; se evoca también la espera de la venida definitiva del reino de Dios, que tendrá lugar al final del día cósmico.

Laudes y vísperas tienen una estructura muy similar: himno, dos sal­mos y un cántico, lectura breve, responsorio, cántico evangélico (Benedictus en laudes y Magníficat en vísperas), preces, Padrenuestro, oración final. Ob­servemos, sin embargo, que mientras en las laudes el cántico del Antiguo Testamento está inscrito en medio de los salmos, en las vísperas, en cambio, el cántico del Nuevo Testamento se coloca después de los salmos, para sal­vaguardar el orden tradicional de proclamación de los textos bíblicos en la liturgia. Por este motivo, en las vísperas la lectura breve que sigue debe ser igualmente sacada del Nuevo Testamento.

Laudes y vísperas son las horas principales de la plegaria eclesial, las "horas fuertes" de oración, los momentos en que el hombre se abre de forma casi connatural a los misterios de la tierra y de la vida. La celebración de estos oficios es fomentada "sobre todo entre aquellos que hacen vida común". Pero su recitación se recomienda también "a los fieles que no tienen la posibilidad de tomar parte en la celebración común".

Oficio de lectura. Esta hora, tal como nos la propone hoy la liturgia romana, es un espacio de tiempo dedicado a la escucha reflexiva y contemplativa de la palabra de Dios. Puede ser un modo de ejercitarse en la lectio divina. En efecto, la base de dicho oficio son las lecturas bíblicas, de las que las otras sacadas de los Padres y de los escritores eclesiásticos vienen a ser como un eco o comentario. El himno y los tres salmos (para esta hora se usan algunos salmos llamados históricos) colocan las lecturas en un clima de alabanza y de oración. Más aún, las mismas lecturas crean este clima, estimulándolo y alimentándolo con la evocación de las maravillas obradas por Dios a lo largo de la historia de la salvación.

El oficio de lectura se celebra en aquel momento del día que resulta más apto para una tranquila y serena reflexión. Sin embargo, puede conservar su colocación originaria en el silencio de la noche en circunstancias especiales, por ejemplo en las vigilias de algunas festividades importantes.

Tercia, sexta, nona u hora intermedia. La reforma del Vaticano II conservó las tres horas menores de tercia, sexta y nona, permitiendo que fuera del coro se escoja una de las tres (hora intermedia) que más se adapte al momento del día, para mantener así la tradición de orar en el curso del trabajo. Los Padres de la Iglesia pusieron en relación estas horas de oración con diversos acontecimientos de la historia de la redención. En el ordenamiento actual, como primer salmo de la hora intermedia se recita el 119[118]: ocho versícu­los cada día en el curso de las cuatro semanas. Tema fundamental de este salmo es la ley divina, en el sentido más amplio y religioso de revelación de la voluntad divina en la historia sagrada. Es un salmo que expresa una piedad personal, profunda, sin formalismos ni legalismos (se encuentra quince veces la palabra "corazón").

Completas. Es la oración que se recita antes del descanso nocturno, eventualmente incluso después de la medianoche. Cuando el día está a punto de acabar, nos ponemos confiados en las manos de Dios. Empieza con un examen de conciencia. En la celebración comunitaria, el examen se hace en silencio o se inserta en un acto penitencial sirviéndose de las diversas fórmulas del Missale romanum. Los salmos escogidos para esta hora sirven para reavivar especialmente la confianza en Dios. Son tradicionales los salmos 4, 91 [90] y 134[133]. Vértice de toda la hora es el cántico de Simeón (Lc 2,29-32), que expresa alegría y gratitud a Dios por habernos hecho encontrar a Cristo Salvador. Es una hora de oración que tiene en cierto modo un carácter más individual que colectivo.



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