jueves, 30 de julio de 2015

7. EL AÑO LITÚRGICO



TEMA 7   EL AÑO LITÚRGICO



Estructura orgánica del año litúrgico

Ciertamente el año litúrgico tiene en los actuales libros de la liturgia romano un comienzo (primer domingo de Adviento) y un final (sábado posterior al último domingo del tiempo ordinario o solemnidad de Cristo Rey),  pero en su realidad vivida el año litúrgico posee una lógica interna propia que hay que descubrir.

El  año litúrgico como un todo se ha desarrollado lentamente, habiendo madurado sólo a lo largo de la Edad Media. Los estudiosos han hecho caer en la cuenta de que la expresión "circulus anni", que hallamos en el título de los dos sacramentarios romanos más antiguos, el Gelasiano y el Gregoriano de Adriano, no presupone nuestra actual noción de año litúrgico. Sin embargo es verdad que la aparición de los libros litúrgicos conduce a la concepción del año eclesiástico como un ciclo anual que se distingue del año civil con un inicio y una duración propios. De ahí la pregunta, no sólo académica: ¿cuál es el comienzo del año litúrgico?

Un leccionario galicano, cuyo sentido se remonta aproximadamente al año 500, atestigua un año eclesiástico que empieza el día de Pascua y termina el sábado antes de Pascua. Huellas de una delimitación similar del año litúrgico se encuentran en san Zenón de Verona, en una serie de sermones breves sobre el día de Pascua, y en san Agustín que llama a la semana santa la última semana del año.

El fundamento de este modo de concebir el año eclesiástico, seguramente antiguo, es que la resurrección de Cristo constituye un nuevo comienzo; en particular, se halla varias veces la idea de que Cristo resucitó el mismo día en que fue creado el mundo; la resurrección de Cristo señala el inicio de una nueva creación.

Aunque es verdad que ninguno de los libros litúrgicos conservados presenta el primero de marzo como comienzo del año, sin embargo tenemos un cierto número de elementos que van en esta dirección. Ante todo hay que mencionar la denominación de las cuatro témporas de los meses de marzo, junio, septiembre y diciembre, que se introdujeron en Roma como "ayuno de los meses primero, cuarto, séptimo y décimo". En las Galias tenemos un texto de Sidonio Apolinar, del año 481 aproximadamente, en que el obispo indica febrero como el mes duodécimo.

Sabemos que inicialmente el año civil romano empezaba el primero de marzo. Sin embargo en 153 a.C., por primera vez los nuevos cónsules tomaron posesión de su cargo el primero de enero, y a partir de entonces el primero de enero se convirtió en el inicio oficial del año en Roma. Por ello, contrariamente a lo que afirman algunos liturgistas, el primero de marzo no fue tomado como inicio del año eclesiástico en conformidad con el año civil, dado que éste desde hacía tiempo empezaba en enero. Más aún, es verdad lo contrario: dado que el primero de enero se celebraba en Roma de manera exuberante y con toda suerte de prácticas paganas contra las cuales la Iglesia reaccionaba con decisión, se escogió deliberadamente un inicio
significativamente diverso.

No hay duda de que en la elección del mes de marzo hay que atribuir una importancia decisiva a lo que prescribe la Biblia sobre la fecha de la celebración de la Pascua judía: "En el primer mes... " (Ex 12,18). Se trata del primer mes del calendario sacerdotal judío, que era un calendario lunar con comienzo en el mes de Nisán, mes del equinocio de primavera. Tenemos, en efecto, una serie de textos cristianos que afirman que la celebración de la Pascua cristiana tiene lugar en el "primer mes".

Pero, a partir de cierto momento, el primero de marzo ya no debe considerarse el comienzo del año eclesiástico, porque la preparación a la Pascua se ha prolongado. Una vez que el ayuno cuaresmal comprende 40 días, el primero de marzo se halla en el interior del período preparatorio de la Pascua. Por consiguiente, se traslada el inicio del año eclesiástico a los domingos de Cuaresma, de quincuagésima o de septuagésima.

Finalmente, a partir del siglo VI, se impone poco a poco y hasta los siglos VIII-IX, un nuevo inicio del año litúrgico: Navidad. A comienzos del siglo IV, Navidad y Epifanía se integraban en el santoral. Cristo era considerado como el primero de los mártires y su aniversario figuraba en primer lugar en la Depositio martyrum del cronógrafo romano de 354. Este punto de vista viene confirmado por san Agustín que en el año 400 aproximadamente establece una neta distinción entre Navidad y Pascua. " En cambio, más tarde, san León Magno habla de Navidad como de los "sacra primordia" (= los sagrados comienzos) de la salvación. En adelante, Navidad y Epifanía empiezan a considerarse parte del temporal. Es, por tanto, normal que poco a poco Navidad se considere de hecho los "sacra primordia" de la estruc­tura del año litúrgico. Así lo hallamos ya en el Gelasiano, en el siglo VII, que distingue el santoral del temporal, el cual empieza precisamente con la vigilia de Navidad. Más tarde, en los siglos VIII-IX, cuando el Adviento se ha convertido en una institución estable y general, Roma anticipa el inicio del año litúrgico al primer domingo de Adviento.



El año litúrgico en perspectiva teológica


El año litúrgico debe ser considerado como una verdadera liturgia, es decir, el conjunto de los momentos salvíficos, celebrados ritualmente por la Iglesia sobre todo mediante la eucaristía, como memorial de los acontec­imientos con los que se realizó en la historia el misterio de la salvación. Por tanto, hay que hacer del año litúrgico una lectura ante todo teológica. Es la celebración-actualización del misterio de Cristo en el tiempo. Por ello el año litúrgico no puede reducirse a un simple calendario de días y meses a los que están vinculadas las celebraciones religiosas; es la presencia, en un modo sacramental-ritual, del misterio de Cristo en el espacio de un año.

El componente tiempo es especialmente importante en la celebración del misterio de Cristo en el año litúrgico. En efecto, para el cristiano el tiempo es la categoría dentro de la cual se realiza la salvación. Éste es el motivo por el que "en el ciclo del año [la Iglesia] desarrolla todo el misterio de Cristo, desde la encarnación y el nacimiento hasta la Ascensión, el día de Pentecostés y la expectativa de la feliz esperanza y retorno del Señor. Al conmemorar así los misterios de la redención, abre la riqueza de las virtudes y de los méritos de su Señor, de modo que se los hace presentes en cierto modo, durante todo tiempo, a los fieles para que los alcancen y se llenen de la gracia de la salvación" (SC 102).

La liturgia, vista como la continuación de la intervención de Dios que salva a través de signos rituales, prolonga y actualiza en el tiempo, mediante la celebración, las riquezas salvíficas del Señor. Por ello el año litúrgico no es una serie de ideas o una sucesión de fiestas más o menos importantes, sino que es una Persona, Jesucristo. La salvación realizada por él, "principalmente por el misterio pascual de su bienaventurada pasión, de su resurrección de entre los muertos y de su gloriosa ascensión" (SC 5), es ofrecida y comunicada en las diversas acciones sacramentales que caracterizan el dinamismo del calendario cristiano. La historia de la salvación que continúa en el hoy de la Iglesia constituye, por tanto, el elemento vertebrador del año litúrgico.

La historia de la salvación fue proyectada por Dios como una economía de salvación que, iniciada en el pasado, alcanza su vértice en Cristo y actúa en el tiempo presente en espera del cumplimiento. Si la historia salvífica se concibe como una línea recta que se desarrolla teniendo a Cristo como un punto fijo que orienta toda la historia anterior y posterior a él, la celebración litúrgica de la Iglesia se puede ver como un momento de esa historia, es decir, un momento de contenido histórico-salvífico en forma ritual. En efecto, el año litúrgico en sus fiestas celebra sólo y siempre el misterio de Cristo como centro de la historia salvífica. En la fragilidad del tiempo que huye, nuestro tiempo en la celebración litúrgica adquiere el valor de "kairos", de espacio de la salvación. "Después de la gloriosa ascensión de Cristo al cielo, la obra de la salvación continúa a través de la celebración de la liturgia, la cual, no sin motivo, se considera momento último de la historia de la salvación".

La celebración de los diversos misterios de Cristo, a lo largo del año litúrgico, no se debe interpretar como una reproducción dramática de la vida terrena de Cristo. De hecho en toda celebración, aparentemente parcial, se celebra siempre la eucaristía en la que tiene lugar el todo y, por tanto, el misterio es siempre completo, el todo está siempre en cada fragmento. Hablando de la eucaristía, santo Tomás afirma que "en este sacramento se contiene todo el misterio de nuestra salvación". Sin embargo, esta plenitud tiene necesidad de ser desplegada y recibida en cada una de sus partes. Por ello, en el marco de las celebraciones anuales, la palabra de Dios expresa la sobreabundancia y la multiformidad del misterio, las evoca y las hace presentes: a la luz de la palabra el misterio particular que se celebra en el transcurso del año nos revela, cada vez, una de las dimensiones teológicas de la salvación que se realizó en Jesucristo: "Así nosotros hoy celebramos en la misa todo el misterio de la redención y, sin embargo, en el múltiple resonar de la palabra divina, en Navidad y en Epifanía se hace presente para nosotros la encarnación, en Pascua la pasión y la glorificación del Señor. La pluralidad de las celebraciones no es en menoscabo de la fundamental unidad que configura el conjunto de las celebraciones como acogida en la fe del único misterio de salvación. En efecto, la presencia del misterio de Cristo en el año litúrgico no es una presencia estática, sino dinámica de comunión-comunicación que espera de la asamblea eclesial la acogida del misterio objetivo en la subjetividad de la vida teologal. El tiempo salvífico del año litúrgico tiene una referencia esencial a la Iglesia, es para la Iglesia. El misterio de Cristo celebrado se convierte así en la vida de la Iglesia, y la Iglesia, a su vez, prolonga y completa el misterio de Cristo.






La fiesta

Dimensión antropológica

La fiesta es un hecho antropológico complejo; revela un pueblo y su cultura. La complejidad de la fiesta conlleva también ambivalencia cuando no paradoja. En efecto, la fiesta se podría definir como un complejo de celebraciones comunitarias extraordinarias, en equilibrio entre espontaneidad y norma, entre alegría y seriedad, entre liberación y descanso. El objeto de la fiesta puede ser cualquier cosa, a condición de que sea experimentada como un valor. Toda comunidad festeja lo que considera importante.

La fiesta tiene un carácter colectivo. Nadie hace fiesta en solitario. La fiesta enlaza relaciones colectivas con los participantes y tiende a implicar a todos los demás. Responde al deseo de reunirse, que es natural en el hombre, pero que la dispersión de lo cotidiano incrementa más en él. La fiesta es, de hecho, una ruptura con lo cotidiano, ya que está situada en un tiempo que se distingue de la vida de cada día. Pero la fiesta, en su característica de diversidad, se convierte en la expresión del hombre que ama la cotidiano, no lo rechaza, sino que lo quiere hacer cada vez más fecundo. La fiesta es creatividad, iniciativa, libertad intensa; pero es también rito preestablecido, liturgia que hay que repetir. La alegría presente en toda celebración festiva no está exenta de cierta melancolía, de una dulce y delicada tristeza: permanecen siempre los recuerdos inquietantes y las ansias que angustian. La fiesta posee un empuje liberador, es la salida del orden acostumbrado, la emancipación de las sofocantes cadenas cotidianas, es parada improductiva, paz contemplativa, ocio que enriquece. Finalmente, la fiesta permite al hombre dedicarse a lo que es esencial. Por tanto se coloca siempre de algún modo en el plano de lo sagrado, que se refiere a un orden de cosas percibido como normativo, a un orden de realidad con carácter absoluto en relación con la relatividad y transitoriedad de las cosas del mundo.

Los lenguajes que caracterizan la celebración de la fiesta están inevitablemente vinculados a los diversos componentes culturales, a las características del tiempo en que se vive, a las tradiciones heredadas y a la sensibilidad de los participantes.

Muchos creen que hoy la fiesta está languideciendo. La agitación activista y la prevalencia de la dimensión pragmática ponen al hombre contemporáneo en discordia con la festividad, pero la naturaleza flexible de la fiesta puede superar los obstáculos que la entorpecen. Precisamente desde esta situación de crisis se puede remontar a la efervescencia de la fiesta. De fiestas se vive; no podemos prescindir de ellas.

Pero hay que prestar atención a ciertas manifestaciones festivas que constituyen un riesgo sutil y todavía no bien definido. Un poco por todas partes crece el deseo de celebrar el cosmos, la naturaleza, la vida. Nace así un tipo de fiesta neopagana con sus ritos, sus canciones, sus modelos de comportamiento. En este contexto, se organizan sesiones de expresión corporal, "happenings" abiertos al misterio, encuentros de convivencia y de celebración comunitaria. Todo esto puede ser ambiguo porque corre el riesgo de colocar al hombre en una dimensión de sacralidad cósmica, impidiéndole expresar su propia autonomía personal, su vocación trascendente. No podemos olvidar que la persona tiene en sí misma un elemento de profundidad y de valor individual que la hace superior al cosmos. Además, su relación con Cristo, su proyección histórica y su acción liberadora no pueden reducirse a dicho ámbito celebrativo. Estas consideraciones nos introducen en el carácter específicamente cristiano de la fiesta.


Dimensión cristiana

Se podría decir que para el cristiano no tiene ya sentido hablar de fiestas como de días especiales, distintos y diversos de los días laborables o comunes. En orden a la vivencia de la fe, parece que no son en absoluto pertinentes categorías cronológicas que delimiten tiempos y días. Recuérdese al respecto la afirmación de Pablo: "Por eso nadie tiene que dar juicio sobre lo que coméis o bebéis, ni en cuestión de fiestas, lunas nuevas o sábados; eso era sombra de lo que tenía que venir: la realidad es Cristo" (Col 2,16-17).

El acontecimiento de la Pascua de Cristo representa una novedad tan radical, inserta en el tejido de la historia humana, que tergiversa los esquemas mentales comunes y los comportamientos habituales en materia de concepciones y prácticas religiosas. La resurrección de Jesús señala un giro en el discurrir del tiempo y de los acontecimientos terrestres, que reclama de algún modo nuevos parámetros de pensamiento y de acción, para todo aquél que reconoce su efectiva realidad.

Si todavía tiene sentido hablar de fiesta cristiana, dicha fiesta es el mismo Cristo, el cual, "una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más" (Rm 6,8). Por ello, teniendo en cuenta lo "ya acontecido" en la Pascua de Cristo y la certeza de que también nosotros hemos sido salvado en él del poder de la muerte y seremos participantes de su resurrección, en cierto modo se convierte en una fiesta toda la existencia de los creyentes. Si ponemos el acento en la dimensión escatológica de la salvación, "porque en esperanza fuimos salvados" (Rm 8,24), entonces la fiesta se convierte para los cristianos en el objeto, no de una experiencia terrena, sino de una expectativa que orienta toda la vida hacia el encuentro con Dios y el cumplimiento de la salvación en Cristo.

El objeto específico de la fiesta cristiana lo encontramos en la eucaristía, en directa referencia a la Pascua de Cristo. Con el mandato: "Haced esto en conmemoración mía" (ICo 11,24), Cristo puso en la línea del tiempo su Pascua, insertando así en la historia humana la realidad de la salvación. En la Pascua de Cristo todo se cumplió, pero por otro lado todo se debe cumplir, es decir, la acción salvífica de Dios en Cristo debe cumplirse, de un modo histórico-sacramental, en nosotros, en el tiempo de la Iglesia. La centralidad de la eucaristía comunica verdad y fecundidad al sentido pascual de las diversas festividades del año litúrgico. Después de lo que hemos dicho anteriormente, es evidente que la fiesta cristiana no coincide totalmente con la celebración: sobrepasa el momento ritual-sacramental para insertarse en el tejido de la vida.

Podemos, pues, concluir afirmando que en la perspectiva de la fe cristiana la dimensión antropológica e incluso la religiosa de la fiesta comúnmente entendida, aun sin desaparecer, se vuelven inadecuadas. Por ello la fiesta primordial de los cristianos, el domingo, nace más bien como una "no fiesta" desde el punto de vista antropológico y social; no está ligada al esquema estacional-anual, sino más bien vinculada a la continuidad de los días en el breve y repetido ritmo semanal; no está conectada con la interrupción de la ferialidad cotidiana, puesto que inicialmente era un día laborable normal en el plano social.

El domingo

La celebración del misterio pascual, como vimos, está en el centro de la memoria que la Iglesia hace de su Señor en las festividades del año litúrgico. Esta memoria se celebra desde el principio semanalmente en el día llamado domingo.

Historia

Los testimonios más antiguos acerca de la existencia del domingo, como día específico de culto, se remontan al tiempo neotestamentario. Se trata de ICo 16,2; Hch 20,7-11; Ap 1,9-10. Mientras que el más antiguo de dichos testimonios (ICo 16,2) no conoce probablemente una reunión litúrgica (solamente una colecta privada en casa), Hch 20 se refiere a una reunión en una casa privada con la proclamación de la palabra y la celebración eucarística. En relación con el domingo son también importantes los relatos de las apariciones de Cristo resucitado en el primer día de la semana (Mt 28,1; Me 16,2; Le 24,1.13; Jn 20,1.19).

Sobre el origen del domingo con seguridad podemos decir solamente que su celebración está en relación con el acontecimiento pascual en cuanto que muy pronto se puso su motivación en la resurrección o, secundariamente en la segunda venida del Señor.





Historia de la formación del año litúrgico


El culto cristiano, como el hebreo, parte de la Pascua. Todo es visto desde este centro tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Los testimonios sobre la celebración de la Pascua hebrea se hallan en Ex 12 y Dt 16. En el Nuevo Testamento, los evangelios sinópticos ven el cumplimiento de la antigua Pascua en la nueva en el momento de la última cena. Jesús instituye la eucaristía como cena pascual de la nueva alianza (cf. Mt 26,17-29; Me 14,12-25; Le 22,7-20). Para Juan, en cambio, la nueva Pascua nace en el calvario, donde Jesús es inmolado como cordero pascual y precisamente en el día y la hora en que en el templo se inmolaban los corderos para ser consumidos en la cena pascual (cf. Jn 18,28; 19,14.31.42). Ésta es la "hora" de Jesús que Juan ha preparado con todo el relato de su evangelio. La perspectiva sinóptica y la joánica no son contrapuestas, sino convergentes: el relato de la cena en los evangelios sinópticos constituye la teología profética de la cruz, mientras que detrás del relato de la pasión en Juan está la cena eucarística (cf. Jn 6).

El paso de la Pascua hebrea a la cristiana pone en evidencia algunos elementos esenciales: el plan orgánico progresivo de la salvación de Dios en la historia que culmina en el acontecimiento pascual de Cristo; el memorial que actualiza perennemente dicho acontecimiento; la continuidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento en la superación de los elementos caducos con la novedad de la fiesta que es Cristo mismo muerto y resucitado (cf. ICo 5,7-8).


El misterio pascual fundamento del año litúrgico

En el primer período de la Iglesia la Pascua fue el centro único de la predicación, de la celebración y de la vida cristiana. El culto de la Iglesia nace de la Pascua y para celebrar la Pascua. Es un dato de la máxima importancia. Todo se ve en el centro y desde el centro, y dicho centro es el acontecimiento de Cristo muerto y resucitado. Al principio todo se centra en este único misterio histórico-salvífico, actualizado en el presente de la celebración. La Iglesia primitiva no celebra los "misterios" de Cristo, sino el "misterio", es decir, la Pascua como acontecimiento que resume y hace valer para nuestra salvación todo el conjunto de la vida y de la obra salvadora de Cristo. Vemos que los primeros autores cristianos identifican el misterio pascual con el misterio de Cristo, síntesis que no hallamos todavía en los escritos neotestamentarios.

En resumen, digamos que en los tres primeros siglos de la vida de la Iglesia prevaleció el criterio místico de la "concentración" sobre el criterio cronológico de la "distribución" que se introdujo en los siglos siguientes. Así, por ejemplo, en la segunda parte del siglo II, Melitón de Sardes, repitiendo un concepto expresado ya antes por san Justino, afirma: "Él [Cristo] es la Pascua de nuestra salvación".

De la Pascua semanal a la Pascua anual

La celebración del misterio pascual está en el centro de la "memoria" que la Iglesia hace de su Señor. Esta celebración, como se ha  ilustrado anteriormente, se realiza desde el principio semanalmente. Las asambleas cristianas se reúnen el primer día de la semana para la fracción del pan. Ese día recibe muy pronto un nombre nuevo: el "día del Señor". Recuerda a los cristianos la resurrección de Cristo, los une a él en su eucaristía, los orienta hacia la espera de su parusía.

Es verdad que la celebración anual de la Pascua es posterior a la semanal. Tal celebración no está atestiguada en Roma antes de la intervención del papa Víctor I, a fines del siglo II, en ocasión de la disputa acerca del día de la celebración de la Pascua. Por ello el domingo constituye como el esqueleto de todo el año litúrgico, del cual es fundamento y núcleo. En el domingo está toda la fiesta cristiana y en el curso del año litúrgico se explicitan los aspectos de la totalidad de esa fiesta primordial.

La formación de los diversos ciclos

Indicamos sólo las líneas generales de dicho desarrollo. La Iglesia primitiva permaneció fiel a la celebración de la Pascua semanal y de la anual. Esta última se celebraba con la solemne "vigilia", considerada bajo el aspecto del paso de Cristo de la muerte a la resurrección. En torno a este núcleo primitivo se va formando el "triduo sacro" que celebra la muerte de Cristo (viernes santo), su sepultura (sábado santo) y su resurrección (domingo con la gran vigilia). Se trata siempre de la Pascua celebrada en tres días. La solemnidad pascual se va prolongando luego en una fiesta de cincuenta días, "Pentecostés", con un fuerte subrayado de la venida gloriosa del Señor (= parusía), considerada inminente.
Hasta el siglo IV se mantiene la visión global y unitaria del misterio pascual con su fuerte concentración en Cristo crucificado, sepultado y resucitado.  Luego, sobre todo por el influjo de la comunidad de Jerusalén, empieza a prevalecer el criterio de la historización, motivada por el deseo de contemplar y revivir cada uno de los momentos de la pasión-muerte-resurrección. Este deseo era especialmente experimentado por los que vivían en los mismos lugares de la vida y la pasión del Señor, ya que a ellos les era posible realizarlo. Nace así la "semana santa", atestiguada por primera vez por Egeria, a fines del siglo IV.

Otro elemento que contribuyó a ampliar el antes y el después de la celebración del triduo sacro, fue la celebración del bautismo en la vigilia pascual. A este hecho, que hallamos ya a comienzos del siglo II, como atestigua Tertuliano, hay que añadir la misa para la "reconciliación de los penitentes" en la mañana del jueves santo, que en Roma se venía celebrando desde el siglo V.

En estrecha conexión con la celebración del bautismo en la vigilia pascual y la reconciliación de los penitentes antes del triduo sacro, se forma la "Cuaresma", que asume el carácter de preparación de la Pascua tanto para los catecúmenos, a través de los diversos grados de la iniciación cristiana, como para los fieles, mediante el recuerdo del bautismo y el ejercicio de la penitencia.

También en el siglo IV, en el intento de suplantar la fiesta pagana del Natalis solis invicti y, como consecuencia de las controversias cristológicas, para afirmar la fe en el misterio de la encarnación, nació la celebración de la Navidad. Inicialmente Navidad, (en Occidente) y Epifanía (en Oriente) constituían una celebración que tenía un único e idéntico objeto: la encarnación del Verbo, aunque con diversidad de tonos. El contenido de ambas festividades evolucionó por el hecho de haber sido acogidas, a lo largo del siglo V, en la mayoría de las iglesias. De ahí que cada una de las dos festividades se presente con un contenido propio. El "Adviento", como preparación de la Navidad es propio de Occidente. Las noticias sobre sus orígenes son escasas. Hay que distinguir un primer momento en Galia e Hispania (hacia fines del siglo IV) con elementos referidos a prácticas ascéticas, y un segundo momento en Roma (en la segunda mitad del siglo VI) de carácter propiamente litúrgico.

El resto del año litúrgico ha recibido en la historia diversos nombres. Hoy se llama "tiempo ordinario". Por tanto, tenemos el ciclo pascual, el navideño y el tiempo ordinario, que forman lo que se llama el "temporal", cuyas festividades, excepto las de Navidad, son móviles y dependen de la fecha de Pascua. En cambio, las festividades fijas están ligadas a un determinado día del año solar, sin relación alguna con la luna. Son, por tanto, independientes también de la Pascua. Constituyen el ciclo denominado "santoral": poseemos algún testimonio aislado de un verdadero culto de los mártires en la comunidad cristiana a partir de la segunda mitad del siglo II, con pruebas cada vez más explícitas y frecuentes desde mediados del siglo III. En cuanto al culto de María, se está de acuerdo en afirmar que la proclamación del dogma de la Maternidad divina de María de Efeso, en el año 431, dio un notable impulso al desarrollo del culto mariano tanto en Oriente como en Occidente.

El ordenamiento actual del año litúrgico está establecido en el Calendarium romanum, promulgado por Pablo VI el 14 de febrero de 1969 y publicado el 21 de marzo del mismo año. El trasfondo del nuevo calendario lo ofrece la Sacrosanctum Concilium en los números 102-111: centralidad del misterio pascual; revalorización del domingo; preeminencia del temporal sobre el santoral; sin embargo, las fiestas de María y de los santos no deben considerarse en oposición a la primacía del misterio de Cristo, antes bien en ellas se proclama y se renueva el misterio pascual de Cristo.

El leccionario en el año litúrgico.

La formación y el desarrollo del año litúrgico es fundamental para comprender el sistema de las lecturas bíblicas. Al principio se leían directamente de la Biblia las lecturas para la celebración litúrgica, de modo más o menos continuo. Luego, esta sistema primitivo de la lectura continua experimentará interrupciones: las lecturas proféticas o veterotestamentarias, apostólicas y evangélicas se adaptan a los diversos ciclos y recurrencias festivas. Así se va formando, junto al leccionario por así decir continuo y dominical, otro leccionario ideológico y temático. Por tanto, existe una lectura continua anual interrumpida por la lectura continua propia de cada ciclo (Navidad y Pascua). Los Padres señalan también los principales períodos y las respectivas lecturas continuas dentro de los mismos: Génesis en Cuaresma (san Ambrosio); Jonás y Job en la semana santa (ídem); las cuatro perícopas evangélicas de la resurrección en Pascua (san Agustín); los Hechos de los apóstoles en el tiempo pascual (ídem); Isaías en Adviento, etc. Aparece después la lectura temática en sentido estricto, que propone un aspecto del misterio unitario de la salvación humana en Cristo en torno a una fiesta particular del Señor, de la Madre de Dios, de los mártires, de los santos o de otros aspectos de la fe.

El criterio de fondo es siempre la lectura de toda la Escritura a lo largo del año. Este criterio es visible también cuando, una vez surgidos los ciclos y las fiestas, se tienen que efectuar adaptaciones temáticas para la ocasión aislada. Los leccionarios antiguos reflejan el fuerte sentido de la indivisibilidad del misterio concreto que hay que celebrar. Cuando los fieles podían olvidarlo, intervenía la anámnesis de la plegaria eucarística al rememorarlo por entero. El Cristo de la fe y de la gloria es el mismo Jesús de Nazaret, es decir, el Jesús de la historia. Esta historia es el fundamento de todo.

El actual Ordo lectionum missae, que recoge mucho de la más antigua tradición, tiene un doble uso:

Dominical-festivo, en tres ciclos caracterizados por la lectura semicontinua de un evangelio sinóptico: A, centrado en Mateo; B, centrado en Marcos con inserciones de Juan (presente también en los otros ciclos); C, centrado en Lucas. La celebración tiene tres lecturas: una del Antiguo Testamento y dos del Nuevo (apóstol y evangelio).

Ferial: en dos años, I y II, con dos lecturas. El criterio de organización se basa en la lectura continua en el arco de un bienio.

Existe, además, el leccionario de la liturgia de las horas, que quiere formar unidad con el de la misa. Existen también los leccionarios de la liturgia de los sacramentos, de los que nos hemos ocupado en los respectivos capítulos.

Bajo la guía del Espíritu, que tiene la misión de "recordar" cuanto se refiere a Jesús y de conducir la Iglesia hacia la verdad completa (cf. Jn 14,26; 16,13-14), la liturgia intenta profundizar las Escrituras basándose en el evangelio, disponiendo su proclamación en torno a las palabras y los hechos de Cristo según los diversos ritmos de la celebración anual del misterio de Cristo. El leccionario hace posible la contemplación, la experiencia personal y la celebración de dicho misterio en toda su amplitud.



La celebración de la Pascua

En los orígenes de la celebración pascual.


En los siglos II-IV, la celebración de la Pascua se caracterizaba por uno o dos días de ayuno, concluido por una liturgia. El carácter penitencial de la Pascua está vinculado a su significado: pasión y muerte del Señor. Tal característica no era desconocida ni siquiera para la Pascua hebrea, e incluso se expresaba en el uso de las hierbas silvestres y de los panes ácimos, que se llaman precisamente "pan de aflicción" (Dt 16,3).

Las primeras noticias acerca de una celebración anual de la Pascua cristiana nos han llegado a través de una polémica sobre la fecha de su celebración. 35 Siguiendo una costumbre que parece remontarse hasta Juan evangelista, la Iglesia del Asia Menor celebraba la Pascua el 14 de Nisán, aniversario de la muerte de Cristo, en correspondencia con la fecha de la Pascua judía. Siguiendo, en cambio, una tradición apostólica que parece remontarse a san Pedro, la mayoría de las iglesias, entre las cuales las de Alejandría, Jerusalén y Roma, celebraban la Pascua el domingo posterior al 14 de Nisán. Los primeros se llaman "cuartodecimanos", por la fecha del 14 de Nisán.

La diversidad de datación de la celebración pascual, en tiempos del papa Víctor (189-199), dio origen a una controversia que amenazó con dividir a la Iglesia. El papa decidió excomulgar y declarar separadas de la Iglesia a las comunidades cuartodecimanas. Pero no cumplió su amenaza gracias, probablemente, a la intervención de algunos obispos, entre los cuales san Ireneo de Lyón, que afirmaban que la diversidad de uso no afectaba a la sustancia de la fe. La misma polivalencia de la Pascua de Cristo, que llevó a los evangelistas sinópticos a verla preferentemente en la última cena y a Juan a verla en la muerte, se amplió muy pronto (en parte ya con Pablo), para abrazar también la resurrección. Entonces nació en la Iglesia la "cuestión pascual". Sin embargo, ésta no consiste en el dilema de si la Pascua recuerda la muerte o si recuerda la resurrección de Cristo, sino en el dilema de si la Pascua tiene que celebrarse en el día de la muerte o en el día de la resurrección de Cristo. Ambas eran perspectivas justas y profundas: una acentuaba la continuidad de la Pascua cristiana, la otra su novedad. En sustancia el litigio se basaba en la diversa acentuación del misterio pascual y en el intento de superar definitivamente los usos judíos. En el siglo III se impone muy claramente la fecha dominical de la Pascua y en el siglo IV hallamos sólo pocos grupos que conserven la fecha del día decimocuarto. El litigio se cierra después de las decisiones del concilio de Nicea, en 325, sobre la unidad en torno a la fiesta de Pascua.

Los más antiguos textos pascuales que han llegado hasta nosotros pertenecen al área cuartodecimana. Se trata de dos homilías pascuales de la segunda mitad del siglo II; la primera es de Melitón de Sardes, la segunda es anónima. Dada la importancia del documento, ofrecemos a continuación un resumen del contenido de la homilía de Melitón de Sardes. El tema de las tres partes de la homilía es la pasión de Jesucristo. Lo que cambia es el modo de considerarla. Se presenta en la primera parte como la verdadera realidad significada y presente en el misterio de la Pascua judía. En la segunda parte la pasión de Cristo es vista como la gran intervención de Dios en la historia humana, o sea, como la redención del género humano oprimido por el mal y la muerte. En la última parte la pasión del Señor se considera como el acontecimiento histórico que provocó el rechazo de Israel por parte de Dios. La Pascua de Israel ya no sirve, puesto que la verdadera Pascua ha sido realizada por Jesús, victorioso sobre el pecado y sobre la muerte.

En estos textos antiguos la Pascua aparece verdaderamente como la condensación de toda la historia de la salvación, que de este modo revivía, precisamente, como historia unitaria y continua desde la creación hasta la parusía. Centro de esta historia es Cristo: "Él es el Alfa y la Omega. Él es el principio y el fin: principio inenarrable y fin incomprensible".

El triduo pascual

Hemos visto que la Iglesia antigua celebraba la Pascua, en su compleja plenitud de significado, en un día y precisamente en la única noche de Pascua. A partir del siglo IV, partiendo de una perspectiva más historicista y de una forma de representación imitativa, poco a poco se fue considerando por partes y se fueron poniendo de relieve sus aspectos particulares.

Mientras que originariamente la vigilia pascual, "madre de todas las vigilias", hasta medianoche se caracterizaba por el ayuno y el luto por la muerte de Jesús, y sólo después se daba lugar a la alegría por la resurrección y exaltación del Señor, en el siglo IV se formó -como decíamos- el "sacratísimo triduo del Señor crucificado, sepultado y resucitado". A partir de entonces, las celebraciones litúrgicas de estos tres días representan en su conjunto la auténtica celebración anual del misterio pascual.

En la Edad Media se dan algunos desarrollos en la celebración del triduo pascual que resquebrajan su primitiva armonía y unidad. Ante todo se produce una cierta descomposición de la unidad teológica de la pasión-muerte-resurrección en favor de la pasión-muerte del Señor que, por otra parte, se pueden "representar" mejor. Aparece además una tendencia a convertir la liturgia en drama sacro en la misma acción litúrgica y en las manifestaciones folclóricas que la acompañan o prolongan.

Originariamente el jueves antes de Pascua no tenía una referencia especial al triduo pascual. Por una carta de Inocencio I a Decencio de Gubbio, del año 416, sabemos sólo que en dicho día tenía lugar la reconciliación de los penitentes.40 Luego, a lo largo de la Edad Media, el jueves anterior a la Pascua se irá cada vez más asimilando al triduo pascual y finalmente se le unirá.

Como atestiguan las homilías del papa León Magno, la liturgia romana del viernes santo en el siglo V conocía exclusivamente una celebración de la palabra. En el Sacramentarlo gelasiano, la celebración de la palabra queda ya establemente vinculada con la adoración de la cruz y la comunión. Sin embargo, el estrato más antiguo de la liturgia romana no conocía la comunión.

El sábado santo ha sido siempre un día de penitencia y ayuno y por ello también un día a-litúrgico, es decir, sin la celebración de la eucaristía.

La vigilia pascual en su conjunto poco a poco se fue anticipando a la mañana del sábado santo y, por consiguiente, perdió su fuerza simbólica natural. La tendencia a anticipar la vigilia se manifiesta ya en el siglo IX. Cuando Pío V prohibió celebrar la eucaristía después del mediodía, la vigilia se celebró el sábado por la mañana.

Actualmente, "el triduo pascual de la pasión y de la resurrección del Señor comienza con la misa vespertina del jueves santo o de la Cena del Señor, tiene su centro en la vigilia pascual y se acaba con las vísperas del domingo de Resurrección".Esquemáticamente podemos resumir la celebración de los momentos esenciales de la Pascua de Jesús durante el triduo pascual de la manera siguiente:


1- Proemio o apertura
2- misa en la cena del Señor
3- celebración de la pasión oficio de oración vigilia pascual.
4- La cena Pascua ritual
5- Triduo pascual propiamente dicho


El jueves santo celebra el misterio del cenáculo que mira hacia la cruz y la resurrección. Jesús anticipa su oblación en perspectiva de victoria. Instituye el memorial de su bienaventurada pasión. Los momentos fundamentales de la celebración son: la liturgia de la palabra (Ex 12,1-8.11-14; 1 Co 11,23-26; Jn 13,1-15); el lavatorio de los pies; la liturgia eucarística; la reposición del santísimo Sacramento; la denudación del altar (hecha en silencio después de la celebración). Cristo nos ha dado su Pascua en el rito de la cena, que exige, por nuestra parte, el servicio y la caridad fraterna (en este contexto hay que ver el rito del lavatorio de los pies). Los fieles son exhortados a dedicar un poco de tiempo a la adoración del Sacramento, con tal que dicha adoración se haga sin solemnidad alguna en caso de que se prolongue pasada la medianoche.

El viernes santo celebra la pasión y muerte de Cristo como fuente de nuestra salvación. La celebración tiene tres momentos principales: la liturgia de la palabra (Is 52,13-53,12; Hb 4,14-16; 5,7-9; Jn 18,1-19,42); la adoración de la cruz; la comunión. En dicho día se observa el ayuno llamado "pascual", porque nos hace revivir el paso de la pasión a la resurrección. Se aconseja alargar tal ayuno hasta la eucaristía de la noche de Pascua.

El sábado santo indica el permanecer de la Iglesia junto al sepulcro del Señor y la meditación de la pasión y de la muerte. El significado de dicho día se expresa de modo excelente en la liturgia de las horas, celebrada ante el altar desnudo.

En la vigilia pascual "la Iglesia espera velando la resurrección de Cristo y la celebra en los sacramentos". En el Missale romanum la vigilia se pone en relación con el domingo de Pascua. La estructura de la vigilia tiene cuatro momentos fundamentales: celebración de la luz; liturgia de la palabra (Gn 1,1-2,2; Gn 22,1-18; Ex 14,15-15,1; Is 54,5-14; Is 55,1-11; Ba 3,9-15.32-4,4; Ez 36,16-28; Rm 6,3-11; Mt 28,1-10[A]; Me 16,1-8[B]; Le 24,1-12[C]; celebración bautismal (si no hay bautismo, se hace la renovación de las promesas bautismales); celebración eucarística. El simbolismo fundamental de la celebración de la vigilia consiste en ser una "noche iluminada", una "noche clara como el día", demostrando mediante los signos que la vida de la gracia brotó de la muerte de Cristo. Por ello la vigilia, en cuanto pascual, es nocturna por su propia naturaleza.

Inaugurada la celebración festiva de la Iglesia en la solemne vigilia, la liturgia no dejará de decir durante todo el día, durante la octava pascual y durante los cincuenta días del tiempo de Pascua: "Éste es el día en que actuó el Señor" (Sal 118[117], 24).


La semana santa

Del triduo pascual se pasó a la observancia de la semana santa, que recibe diversos nombres en la tradición litúrgica primitiva y posterior: semana santa, pascual, mayor, grande, auténtica, penal, muda (porque estaban prohibidas las causas forenses).

La peregrina Egeria, en el documento antes citado de fines del siglo IV, nos ofrece un testimonio precioso para ver la forma en que en Jerusalén la semana santa se ritualiza con una grande e intensa vida litúrgica que se desarrolla en los lugares donde acontecieron los misterios de Cristo. De la Iglesia de Jerusalén, los ritos de esa semana serán "exportados" a otras Iglesias.

Indicamos algunas celebraciones de la actual liturgia romana de semana santa: el "domingo de pasión o de ramos" tiene una estructura en la que converge la tradición jerosolimitana con la procesión de los ramos y la romana orientada hacia la pasión de Cristo, que se lee solemnemente en la misa. Por tanto, este domingo es el pórtico que introduce a las celebraciones pascuales, tal como lo expresa el prefacio: "al morir, destruyó nuestra culpa, y, al resucitar, fuimos justificados". En la mañana del jueves santo en las iglesias catedrales tiene lugar la "misa crismal". Las lecturas bíblicas (Is 61,1-9; Ap 1,5-8; Le 4,16-21) desarrollan orgánicamente el tema unción-Espíritu-Cristo y sacerdocio común. El prefacio, en cambio, pone en primer plano el tema del sacerdocio ministerial.

El tiempo de Pascua

La formación de la "cincuentena pascual" se remonta probablemente a la época de la misma institución de la liturgia de Pascua. Los Padres la concibieron de modo unitario, es decir, una celebración que se prolonga durante cincuenta días. En la vigilia pascual, que es ya domingo de resurrección, nace el día nuevo que la Iglesia prolonga a lo largo de una semana de semanas, en un tiempo que los antiguos llamaban "las siete semanas del santo Pentecostés", el "gran domingo" el "gozoso espacio". Por tanto, Pentecostés no es un solo día, ya que dicha palabra indica la "cincuentena" de días y por derivación el "quincuagésimo día", con el que termina el tiempo de Pascua. Todavía san Ambrosio se atiene a tal concepción: "Los cincuenta días se tienen que celebrar como la Pascua y son todos como un único domingo".

 Sin embargo en el curso del siglo IV empieza a dibujarse un cambio complejo. Prevalece el criterio de la distribución cronológica, según las indicaciones de Lucas, y, por tanto, se rompe la unidad de la cincuentena pascual concebida como una sola unidad festiva. En efecto, en el día cuadragésimo se empieza a celebrar el misterio de la "Ascensión del Señor" y en el quincuagésimo la "venida del Espíritu Santo". En la segunda mitad del siglo VI, se añade a la solemnidad de Pentecostés como fiesta del Espíritu una octava. El Gelasiano contiene ya algunas oraciones para las vísperas de dicha octava.

La actual liturgia romana habla nuevamente de la cincuentena pascual como de "un solo día de fiesta". H En honor de esta visión unitaria se suprimió la octava de Pentecostés. Los domingos han recuperado el sentido de domingos de Pascua. La Ascensión del Señor se celebra en el día cuarenta, pero con la posibilidad de trasladarse al domingo siguiente. El deseo de subrayar la unidad del misterio de Cristo y del Espíritu pone de relieve, a través de los textos, que todo el tiempo de Pascua es también tiempo del Espíritu. En fin, el misterio pascual se celebra como un todo (muerte, resurrección, ascensión, venida del Espíritu).

El tono de la celebración de la cincuentena viene dado esencialmente por las lecturas bíblicas y los textos eucológicos de la misa.

En cuanto al leccionario, en las fiestas (Pascua, Ascensión, Pentecostés) la organización cíclica trienal es sólo parcial, y la armonización temática de las tres lecturas es evidente; en los domingos, en cambio, se utilizan de forma variada los principios de la armonización temática y de la lectura semicontinua. La armonización temática entre las tres lecturas del mismo domingo normalmente es fatigosa porque coexiste la intención de leer los Hechos de modo paralelo y progresivo, y 1P, IJn, Ap de modo fijo y progresivo.

Los rasgos esenciales de las temáticas del leccionario pueden sintetizarse así: los acontecimientos pascuales (muerte - resurrección - ascensión - don del Espíritu) son para nosotros, para que seamos partícipes de la vida del Resucitado: la proclamación de los acontecimientos pascuales y nuestra participación en los mismos tiene lugar sobre todo en la eucaristía, que es nuestra Pascua; en la eucaristía y de la eucaristía proviene el verdadero testimonio: por el siempre renovado don del Espíritu. Estos temas se desarrollan y enriquecen por la eucología.

En conclusión, podemos afirmar que el tiempo pascual destaca la novedad bautismal de la vida cristiana, en continuidad con la novedad del Resucitado. La comunidad eclesial es presencia y prolongación de Cristo resucitado. Se ve, por tanto, la importancia de las obras de la resurrección, del testimonio de la vida. Se afirma la posibilidad, ya acá abajo, de una humanidad nueva y renovada por el dinamismo del Espíritu del Resucitado: el misterio de la Pascua del Señor, por la acción del Espíritu, elimina de todos nosotros la vieja levadura del pecado y nos transforma en los panes ácimos de la sinceridad y la verdad (cf. 1 Co 5,6b-8). En este contexto se hace viva la espera escatológica.

El tiempo de Cuaresma

La celebración de la Pascua en los tres primeros siglos no tenía un período de preparación. Se limitaba al ayuno celebrado en los dos o tres días precedentes. En Occidente tenemos los primeros testimonios directos de la existencia de la Cuaresma en el siglo IV: Egeria habla de ella para Jerusalén e, indirectamente, para Hispania; san Agustín para África; san Ambrosio para Milán. Para Roma, el historiador Sócrates (+ después de 439) atestigua por primera vez, probablemente para el siglo IV, un tiempo de preparación de la Pascua de tres semanas de ayuno, excepto sábados y domingos. Pero se trata de un estadio que podemos llamar todavía precuaresmal. A fines del mismo siglo IV, tenemos testimonios de una preparación a la Pascua de seis semanas. Es la Cuaresma de la época de san León (+ 461). Al desarrollo de la Cuaresma contribuyeron la disciplina para la reconciliación delos penitentes que tenía lugar el jueves santo por la mañana, cuarenta días después del inicio de su preparación, y la institución del catecumenado con la preparación inmediata de los "iluminados" al bautismo, celebrado en la vigilia pascual. Estas seis semanas experimentaron progresivamente modificaciones. En efecto, las primeras fuentes romanas muestran un estadio todavía más reciente de la Cuaresma, en el que el tiempo de preparación empieza con el miércoles anterior al primer domingo de Cuaresma (nuestro "miércoles de ceniza").Posteriormente se añadieron otros domingos de preparación a la Cuaresma, quincuagésima, sexagésima, septuagésima.

Después del Vaticano II, la Cuaresma se reformó según los criterios de la Sacrosanctum Concüium, que indicó claramente su sentido fundamental: "El tiempo cuaresmal prepara a los fieles, entregados más intensamente a oír la palabra de Dios y a la oración, para que celebren el misterio pascual, sobre todo mediante el recuerdo o la preparación del bautismo y mediante la penitencia " (n° 109).

La Cuaresma actual va desde el miércoles de ceniza hasta la misa en la cena del Señor exclusive. Además de la riqueza de los textos eucológicos, en los formularios cuaresmales tenemos una copiosa serie de textos bíblicos. La celebración litúrgica, incluso en lo que se refiere al desarrollo temático, pone el acento principal en el domingo. En los cinco domingos anteriores al domingo de ramos, el leccionario dominical ofrece la posibilidad de tres itinerarios diversos y al mismo tiempo complementarios: un itinerario bautismal (ciclo A); un itinerario cristocéntrico-pascual (ciclo B); un itinerario penitencial (ciclo C). Todos los domingos están organizados temáticamente. El pivote es la lectura evangélica.

Itinerario bautismal: en los domingos del ciclo A somos llamados a redescubrir y revivir la realidad mistérica de nuestra iniciación cristiana. Los cinco domingos reproducen la temática que en la tradición antigua constituía el marco de referencia de la última fase del camino catecumenal. Tenemos las lecturas evangélicas de Mateo en los dos primeros domingos con los episodios clásicos de las tentaciones de Jesús en el desierto (Mt 4,1-11) y de la transfiguración en la montaña (Mt 17,1-19). En este doble episodio emblemático de los dos primeros domingos cuaresmales, hallamos el doble rostro del misterio pascual, anticipado en la vida de Jesús y luego en la celebración de la Iglesia. En los tres domingos siguientes se han escogido los pasajes joánicos vinculados con los escrutinios y exorcismos bautismales: la samaritana (Jn 4,5-42); la curación del ciego de nacimiento (Jn 9,1-41); la resurrección de Lázaro (Jn 11,1-45). Se trata de tres episodios en los que resuena la revelación personal de Jesús ("agua viva", "luz del mundo", "resurrección y vida") ante la condición del hombre, y se prefigura la realidad bautismal.

El ciclo A, de carácter bautismal, puede seguirse todos los años de acuerdo con las exigencias pastorales de cada comunidad. Los formularios de la misa prevén prefacios específicos, que recogen el tema de la perícopa evangélica.
Itinerario cristocéntrico-pascual: la temática del ciclo B orienta nuestra atención hacia la Pascua de Cristo. Las lecturas evangélicas de los dos primeros domingos vuelven a proponer los correspondientes temas del ciclo A, pero en la redacción de Marcos (1,12-15; 9,2-10). En los otros tres domingos se toman algunos episodios de Juan que son una proclamación progresiva del misterio de Jesús que avanza hacia el cumplimiento de su hora: Jesús es el verdadero templo que será destruido -en su muerte- pero que se reconstruirá en su resurrección (Jn 2,13-25); Cristo en su exaltación dolorosa y gloriosa es cumplimiento de la tipología de la serpiente levantada por Moisés en el desierto (Jn 3,14-21); Jesús es el grano de trigo que cae en la tierra y da la vida muriendo (Jn 12,20-33).

Itinerario penitencial: los domingos del ciclo C constituyen el paradigma de una grande y profunda catcquesis sobre la reconciliación. También dicho tema encuentra su vértice en la celebración de la Pascua, signo supremo de nuestra reconciliación con el Padre. Bautismo y penitencia aparecen así como las dos constantes en las que se basa todo el camino cuaresmal en orden a la plena reconciliación del hombre con Dios. Los evangelios de los dos primeros domingos repiten los temas de la tentación del desierto y la transfiguración con las características del evangelio de Lucas (4,1-13; 9,17-36). Para los tres domingos siguientes se utilizan fragmentos que se refieren a la conversión: la parábola de la higuera estéril (Le 13,1-9); la parábola del hijo pródigo (Le 15,1-3.11-32); la adúltera perdonada (Jn 8,1-11).

El significado y el contenido de la Cuaresma es expuesto de modo sintético y preciso por el prefacio primero de Cuaresma del Missale romanum: "Concedes a tus hijos anhelar, año tras año, con el gozo de habernos purificado, la solemnidad de la Pascua, para que, dedicados con mayor entrega a la alabanza divina y al amor fraterno, por la celebración de los misterios que nos dieron nueva vida, lleguemos a ser con plenitud hijos de Dios".

La colecta del primer domingo de Cuaresma habla de la celebración cuaresmal como de un sacramentum. Si la Cuaresma es un "sacramento", es decir, un "signo sagrado", ello significa que todo cuanto forma parte de la institución cuaresmal -gestos y palabras- es una realidad unitaria y significativa. La Cuaresma en su conjunto de palabra que anuncia los acontecimientos de la salvación, oraciones, ritos y prácticas ascéticas, es un gran signo sacramental, mediante el cual la Iglesia participa en el misterio de Cristo que por nosotros realiza la experiencia del desierto, ayuna, sale victorioso de la tentación, escogiendo el camino del siervo humilde y sufriente hasta la cruz.


La celebración de la manifestación del Señor.

Navidad y Epifanía son dos celebraciones que hay que estudiar conjuntamente. En efecto, nacen casi contemporáneamente y pasan de Occidente a Oriente y viceversa. Como decíamos anteriormente, a lo largo del siglo IV se consolida la tendencia a desarrollar el contenido de la única fiesta anual, la Pascua, a representar el acontecimiento de la salvación en Cristo de un modo historicista e imitativo y a celebrarlo bajo cada uno de sus aspectos particulares. Por tanto, no puede causar sorpresa que también el inicio del acontecimiento-Cristo, su encarnación y nacimiento, se convierta en objeto de una conmemoración festiva.

La Navidad

La primera documentación para la celebración de la fiesta de Navidad se halla en Roma. El Cronógrafo de 354, que es a la vez un calendario civil y religioso, indica, en cuanto calendario civil, el 25 de diciembre como "N(atale) Invicti" (fiesta del "Sol invictus"). Luego, al comienzo de la lista de los obispos de Roma, de quienes precisa la fecha y la muerte, anota en el 25 de diciembre el nacimiento de Cristo en Belén de Judá. Ahora bien, dicha lista estaría ya compuesta en los años 335-337, por lo que la celebración de a Navidad se situaría alrededor de esa fecha. Parece que primero la fiesta sólo se celebró en la basílica de San Pedro, construida por aquella época.

Al surgimiento de la fiesta de Navidad contribuyeron diversas causas. Ante todo el intento de Roma de suplantar la fiesta pagana del "Sol invictus". Un segundo factor que contribuyó: la voluntad de afirmar la verdadera fe contra las grandes herejías cristológicas de los siglos IV y V, en particular las de Arrio, Nestorio y Eutiques.

Las diez homilías navideñas del papa León Magno (440-461) nos dan noticias precisas sobre la organización y, especialmente, sobre el contenido de dicha festividad. Los primeros textos litúrgicos de Navidad son de los siglos V-VI y los encontramos en el Veronense.

Mientras san Agustín contrapone la Navidad, vista como una simple memoria o aniversario del nacimiento de Jesús, a la celebración pascual entendida como el verdadero "sacramentum", san León habla de la Navidad como de un "mirabile sacramentum". Por tanto, para san León la Navidad se inserta en el acontecimiento global de la salvación, es una verdadera fiesta de la redención en estrecha relación con la Pascua. Hace presente el punto de partida de todo lo que se realizó en la carne de Cristo para nuestra salvación.

En la época de san León en Roma sólo se celebra una misa de Navidad, la del día en la basílica de San Pedro. Pero pronto se celebró una segunda misa durante la noche en la basílica de Santa María la Mayor, donde se habría establecido la veneración del pesebre de Jesús. La mañana de ese día, el papa iba a la basílica de Santa Anastasia, cerca del Palatino, para celebrar el aniversario de la mártir venerada por la colonia bizantina. Fue así como nació la costumbre de las tres misas de Navidad, confirmada por san Gregorio Magno. El Sacramentaría gelasiano aceptó dicha costumbre también para la liturgia presbiteral, pero lo modificó de tal manera que las tres misas se celebraron en la misma iglesia en las horas correspondientes.

La actual liturgia navideña expresa una teología que se remonta al gran teólogo de la Navidad, san León Magno. Los textos bíblicos y eucológicos de la misa no se detienen en el hecho histórico, sino que de éste se remontan al misterio contenido en el mismo. Las lecturas bíblicas conceden la palabra al profeta (Isaías), y a los testigos y evangelistas (Mateo, Lucas y Juan) del misterio. La dimensión salvífica de la Navidad se expresa con precisión en la oración sobre las ofrendas de la vigilia: "Concédenos, Señor, empezar estas fiestas de Navidad con una entrega digna del santo misterio del nacimiento de tu Hijo, en el que has instaurado el principio de nuestra salvación". Misal Romano.


Navidad es ya el principio de la redención salvadora, la condición para la muerte y la resurrección.

El tema del intercambio admirable de "Dios que se hizo hombre para que el hombre se hiciese Dios", es uno de los temas centrales de la liturgia navideña. Baste recordar la colecta de la misa del día y el texto del tercer prefacio de Navidad propuesto por el Misal: "Por él [Cristo] hoy resplandece ante el mundo el maravilloso intercambio que nos salva: pues, al revestirse tu Hijo de nuestra frágil condición, no sólo confiere dignidad eterna a la naturaleza humana, sino que por esta unión admirable nos hace a nosotros eternos".

Navidad tiene también una dimensión cósmica. En la encarnación Cristo reintegra el universo: "El que era invisible en su naturaleza, se hace visible al adoptar la nuestra; el eterno, engendrado antes del tiempo, comparte nuestra vida temporal para asumir en sí todo lo creado, para reconstruir lo que estaba caído y restaurar de este modo el universo".
El tiempo de Navidad va desde las primeras vísperas del 25 de diciembre hasta el domingo después de la Epifanía (bautismo de Jesús).

La Epifanía

Se trata de la originaria fiesta oriental del nacimiento de Jesús. Cuando pasa a Roma, san León la llama "epiphania"; en el Gelasiano es llamada "teophania". No es hasta los siglos XII-XIII cuando en los libros romanos se impone definitivamente el nombre de "epiphania". En la antigüedad grecorromana el término epifanía o teofanía tiene el significado de autonotificación, entrada poderosa en la notoriedad y se refiere a la llegada de un rey o de un emperador. El mismo término servía también para indicar la aparición de una divinidad o una intervención prodigiosa suya.

Los orígenes de la Epifanía se remontan a Egipto. El testimonio más antiguo, aunque indirecto, sería de Clemente Alejandrino a comienzos del siglo III. Una alusión, sin que se trate de un testimonio explícito, se halla en la primera carta pascual de san Atanasio del año 329. Pero sólo Casiano, después de 420, aporta un testimonio explícito, datable con seguridad. En Egipto la Epifanía celebraba tanto el bautismo de Cristo como su nacimiento.

Hay muchos indicios para pensar que la elección del 6 de enero, como la fiesta romana del nacimiento de Jesús del 25 de diciembre, haya sido influida por una celebración pagana. En efecto, en Alejandría los paganos, en la noche del 5 al 6 de enero, celebraban el día natalicio del dios Eón (dios del tiempo y de la eternidad): en dicho día con un ceremonial solemne se sacaba y se conservaba agua del Nilo.

En la segunda mitad del siglo V, Roma aceptó la fiesta de la Epifanía. Según las homilías de León Magno, que dedica ocho sermones a la fiesta, el tema de la celebración en Roma es la visita de los Magos, entendida como manifestación de la divinidad de Jesús a los gentiles. El mismo tema aparece en los formularios más antiguos de la misa que se hallan en el Gelasiano. Pero pronto al episodio de los Magos se le unió también el recuerdo del bautismo de Jesús y su primer milagro en Cana, conmemorados en las otras Iglesias occidentales. Los orientales, en cambio, después de la aceptación de la fiesta del 25 de diciembre, celebran la Epifanía sobre todo como la fiesta del bautismo del Señor, considerado también como manifestación de su divinidad.
En la liturgia romana actual, la Epifanía conserva su característico sentido de manifestación a los gentiles por medio de Cristo que es la luz del mundo. Los episodios del bautismo de Jesús, de las bodas de Cana, junto con el de los Magos, son recordados en la antífona del Magníficat de las vísperas del día. Pero la fiesta del bautismo de Jesús se celebra el domingo siguiente a la Epifanía. El formulario actual de la misa del día de la Epifanía, a las lecturas bíblicas tradicionales (Is 60,1-6; Mt 2,1-12), les ha añadido una segunda lectura (Ef 3,2-3.5-6), que subraya que todos los pueblos están llamados, en Jesucristo, a participar en la misma herencia.

El Adviento

Se da el nombre de Adviento (= llegada, venida). La expresión "adventus Domini" se encuentra ya en el Gelasiano.

La liturgia del Adviento se formó progresivamente. Hacia fines del siglo IV y a lo largo del V, en Galia e Hispania se dibuja un período de preparación ascética a la fiesta de Navidad. En Roma, en cambio, dicha preparación se encuentra sólo a mediados del siglo VI. La génesis del Adviento, por tanto, se configura entre el siglo IV y la mitad del VI. Pero mientras que, desde los orígenes, este período es generalmente un tiempo de ayuno que se va enmarcando progresivamente en una celebración litúrgica, en Roma se considera en una perspectiva inmediatamente litúrgica, en relación precisamente con la solemnidad de Navidad. De las seis semanas iniciales del Gelasiano, como todavía celebra la liturgia ambrosiana, se pasa definitivamente a cuatro con san Gregorio Magno.

San León Magno, que no conoció la celebración del Adviento en Roma, vincula, como otros Padres de la Iglesia, el nacimiento del Señor en Belén con su segunda venida gloriosa al fin de los tiempos. Para ellos Navidad, a través de la humildad del pesebre, es ya una fiesta de triunfo conectada con el triunfo redentor de la cruz y con el triunfo final de Cristo en el momento de su retorno definitivo. La preparación de la Navidad se enriqueció de un modo totalmente natural y revistió estas dos perspectivas: la espera del Señor en la gloria y su venida en la carne. En el desarrollo posterior durante la Edad Media se introducen otros elementos menores de carácter navideño, como, por ejemplo, el canto del Rorate coeli desuper y las antífonas del Magníficat que empiezan con la interjección O, síntesis de algunos títulos cristológicos y de la oración de los justos del Antiguo Testamento. Las iniciales de dichas antífonas en una lectura al revés componen un curioso acróstico: "Ero eras" (= estaré mañana).

El actual Adviento de la liturgia romana conserva los contenidos tradicionales: "El tiempo de Adviento posee una doble índole: es el tiempo de preparación para Navidad, solemnidad que conmemora el primer advenimiento o venida del Hijo de Dios entre los hombres, y es al mismo tiempo aquél que, debido a esta misma conmemoración o recuerdo, hace que los espíritus dirijan su atención a esperar el segundo advenimiento de Cristo".

El contenido de las lecturas bíblicas, sobre todo del evangelio, enfoca para cada domingo de Adviento un tema específico en cada uno de los tres ciclos litúrgicos: la vigilancia en la espera de Cristo (primer domingo); la invitación a la conversión (segundo domingo); el testimonio dado a Jesús por el Precursor (tercer domingo); el anuncio del nacimiento de Jesús (cuarto domingo). En los días feriales se dispone de una única serie de perícopas. En la primera parte del Adviento, hasta el 16 de diciembre, se lee de manera progresiva pero discontinua Isaías (el gran profeta de la esperanza mesiánica), en la primera lectura. A estas lecturas corresponden algunos fragmentos evangélicos que están en cierta manera conectados con el nacimiento del Señor y con la promesa de su venida escatológica. Pero a partir del jueves de la segunda semana se leen todos los pasajes evangélicos que se refieren a Juan Bautista. En la segunda parte del Adviento, a partir del 17 de diciembre, se leen en la primera lectura oráculos mesiánicos del Antiguo Testamento y se proclaman textos evangélicos de la infancia según Mateo y Lucas.

La eucología, que no está íntimamente ligada a las lecturas bíblicas, ilustra el gran tema de la venida de Cristo, ya sea en la encarnación ya sea al fin de los tiempos como Juez y Señor. Merecen especial atención el formulario del domingo cuarto, el prefacio segundo del Missale romanum y las colectas de las misas de los días 17,19, 20 y 23 de diciembre, textos todos de carácter mariano. En dichos textos se pone de relieve la relación y la cooperación de María en el misterio de la redención. El Adviento es el tiempo mariano por excelencia del año litúrgico.

En conclusión, digamos que el ciclo de la manifestación, de menor importancia simbólico-formativa en relación con el ciclo de Pascua, expresa algunos valores indispensables para la vida eclesial: Adviento-Navidad-Epifanía nos recuerdan la dimensión histórica de la salvación. Dios actúa en los hechos de la historia dándoles una orientación salvífica. Consiguientemente también se pone de manifiesto la espera activa para disponernos al don de la salvación; el encuentro con el Señor que entra en nuestra vida; la manifestación eficaz de lo que el Señor realiza en nosotros para que se convierta en don para los demás.

El tiempo ordinario.


El "tiempo ordinario" o "tiempo per annum" está constituido por 33-34 semanas, que se sitúan, algunas (de 5 a 9) después de la fiesta del bautismo de Jesús, y las otras después del domingo de Pentecostés. Este tiempo se llama "ordinario" porque no tiene como objeto la celebración particular de un misterio preciso de Cristo. Es el tiempo litúrgico que ha experimentado una mayor transformación en la reforma del Vaticano II. El resultado ha sido una revalorización del mismo en el conjunto del año litúrgico.

No  parece necesario hacer la historia de este tiempo. Hay que decir solamente que el número de las semanas ordinarias, en los primeros siglos, se fue reduciendo progresivamente, desde el momento en que se iba desarrollando la organización del año litúrgico.

Los domingos y los días feriales del tiempo ordinario reciben su caracterización ante todo de las lecturas bíblicas que tienen asignadas en el Ordo lectionum missae. Los domingos tienen las tres lecturas clásicas: veterotestamentaria, apostólica, evangélica. A partir del tercer domingo empieza la lectura semicontinua de los evangelios sinópticos. Las lecturas del Antiguo Testamento se han escogido en relación expresa con las respectivas perícopas del evangelio. Como lectura apostólica se hace la lectura semicontinua de las epístolas de Pablo, de Santiago y Hb 2-10. Los días feriales, incluso sin prever formularios específicos de dicho tiempo, tienen un ordenamiento propio de lecturas bíblicas. La primera lectura permite leer ya el Antiguo ya el Nuevo Testamento, en períodos alternos de algunas semanas, según la longitud de los diversos libros. Para los evangelios, el ordenamiento adoptado prevé que se lee primero Marcos (semanas 1-9), luego Mateo (semanas 10-22), finalmente Lucas (semanas 23-24). Obsérvese que mientras las perícopas bíblicas de los ciclos especialmente caracterizados desde el punto de vista litúrgico se han escogido con el criterio de la armonización temática, para las lecturas del tiempo ordinario prevalece el principio de la lectura semicontinua, es decir, se proclama un libro bíblico todo seguido, omitiendo sin embargo algunas partes por motivos pastorales.

El contenido de la eucología de las misas dominicales de este período litúrgico es muy variado por el modo global con que el tiempo ordinario considera el misterio de Cristo. El tiempo ordinario celebra el misterio de Cristo y de la Iglesia en su globalidad, cada semana, especialmente cada domingo. La clave de lectura de este tiempo es siempre el misterio de Cristo. La lectura semicontinua del evangelio está en el centro de la espiritualidad cristiana porque nos propone la vida y las palabras de Jesús, no sólo en la celebración de sus grandes misterios, sino también en la normalidad evangélica de la palabra de Jesús, de sus gestos y de sus enseñanzas. Asumir el misterio de Cristo en el tiempo ordinario significa tomarse en serio el ser discípulos, escuchar y seguir al Maestro en la vida de cada día, para no poner entre paréntesis la vida ordinaria sino subrayarla como momento salvífico. La misma lectura semicontinua de otros libros del Antiguo y del Nuevo Testamento nos ofrece la posibilidad de medir nuestro camino de perseverante fidelidad hacia la venida del Señor, con las grandes esperas del pueblo de Dios y con la perseverante fidelidad de la primitiva comunidad cristiana.

Las dos etapas de que consta el tiempo ordinario quedan interrumpidas por el ciclo pascual. Ello no debe ser obstáculo para la celebración progresiva del misterio de Cristo. Más aún, el ciclo pascual ofrece una maravillosa continuidad en la evocación de la vida de Cristo. Recordemos que la Cuaresma empieza con los episodios de las tentaciones y de la transfiguración, momentos en los que Jesús entra decididamente en el camino de la Pascua, es decir, en el camino de la cruz y de la resurrección, destino y culminación de su vida y, por tanto, centro iluminador de todos los hechos y palabras de su existencia.

A modo de conclusión observamos: en los prefacios dominicales del Missale romanum hay una teología del domingo como celebración semanal de la Pascua; no hay una unidad temática, que armonice lecturas, oraciones y cantos; pero se da una armonización temática entre la primera lectura del Antiguo Testamento y el evangelio de los formularios dominicales; es función de la homilía y de las moniciones mostrar que la palabra de Dios se inserta en la globalidad del misterio de Cristo y de la Iglesia, celebrado en la eucaristía; la oración común o de los fieles debería inspirarse en las lecturas proclamadas y actualizarlas en la vida de la comunidad; más elementos para una teología del tiempo ordinario se podrían hallar en la liturgia de las horas.
Los actuales libros litúrgicos romanos sitúan a lo largo del tiempo ordinario una serie de solemnidades del Señor: Santísima Trinidad, Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, Sagrado Corazón de Jesús, Jesucristo Rey del universo. Se trata de solemnidades surgidas en el segundo milenio de la era cristiana, que son propias de Occidente. Dichas solemnidades no tienen como objeto de celebración un aspecto particular del misterio de Cristo o un contenido nuevo, específico, no presente ya en las demás celebraciones del año litúrgico. Son festividades que pueden interpretarse cómodamente en el contexto teológico del tiempo ordinario que hemos ilustrado.

Los santos en la celebración del misterio de Cristo

El año litúrgico celebra una sola realidad, el misterio pascual de Cristo. La división establecida en los libros litúrgicos entre "propio del tiempo" y "propio de los santos" no nos debe llamar a engaño: no se trata de dos ciclos de celebraciones independientes, paralelas o, menos aún, contrapuestas. La Iglesia, al celebrar cada año el "día natalicio" de los mártires y santos, celebra el cumplimiento en ellos del misterio pascual del Señor. Sin embargo, de hecho, con el paso del tiempo se produjo cierto dualismo o contraste entre temporal y santoral, tanto en la teoría como en la práctica pastoral. Ello se debió sobre todo a una comprensión fragmentada del año litúrgico que, a su vez, proviene de la escasa atención prestada a una visión del mismo verdaderamente teológica y no sólo organizativa.

Historia del culto de los santos

El culto de los mártires, los primeros santos que fueron venerados, es una forma de culto de los difuntos. Éste, que se remonta a la prehistoria de la humanidad, se expresa de manera diversa según los lugares. Los primeros cristianos no renegaron de ningún uso familiar relativo a la muerte, prohibiéndose sólo los que atestiguaban una concepción de la ultratumba incompatible con su fe.

El primer testimonio del culto de un mártir lo hallamos en una carta de "la Iglesia de Dios que habita como forastera en Esmirna a la Iglesia de Dios que vive forastera en Filomelio y a todas las comunidades, peregrinas en todo lugar, de la santa y universal Iglesia", acerca del martirio del obispo Policarpo. La fecha más probable del martirio del obispo de Esmirna es el año 155. El texto en cuestión contiene indicaciones precisas sobre el culto del mártir: los fieles demuestran una veneración especial por los restos mortales de Policarpo; se proponen reunirse junto a la tumba del santo obispo en el día aniversario de su martirio, que se llama "día natalicio"; los cristianos, al evocar la gesta del mártir, se preparan para afrontar posibles circunstancias similares, frecuentes en tiempo de persecución; finalmente, distinguen perfectamente entre la adoración tributada a Cristo y la veneración de los mártires: A Cristo le adoramos como a Hijo de Dios que es; mas a los mártires les tributamos con toda justicia el homenaje de nuestro afecto como a discípulos e imitadores del Señor.


En lo que se refiere a Occidente, sólo en la correspondencia de san Cipriano (+ 258), obispo de Cartago, encontramos por primera vez la mención de un registro de los mártires que la Iglesia local tenía que conmemorar. Cipriano recomienda dos cosas: sepultar cuidadosamente los restos del confesor de la fe y tomar nota del día de su muerte para celebrar su memoria.

Al principio la Iglesia sólo rindió culto a los mártires (del griego martys = testigo), los cuales con el sacrificio de su vida habían alcanzado una unión especial con Cristo muerto y resucitado. Luego, terminada la época de las persecuciones, se amplía el concepto de mártir y se tributa culto también a otros personajes ilustres que habían dado testimonio por Cristo y su doctrina: los "confesores" de la fe, los ascetas, las vírgenes, los obispos, etc.

Originariamente el culto de los mártires era estrictamente local, vinculado no sólo a una determinada comunidad sino incluso al lugar preciso donde reposaban los restos del mártir. Los sacramentarlos romanos del siglo VII atestiguan ya un culto intraurbano de los principales mártires de la ciudad eterna. En el siglo siguiente la expansión en los países francos lleva consigo la difusión de los nombres y del culto de los mártires de Roma. Lo mismo sucede en Oriente y en todas las demás regiones de Occidente. Poco a poco la comunicación entre las iglesias, y más tarde el intercambio de reliquias, favorecieron la extensión del culto de los mártires-santos. La presencia del santoral en el calendario es cada vez más consistente, y en los siglos XIII-XIV manifiesta unas proporciones desmesuradas y sorprendentes hasta el punto de cubrir la totalidad de los días litúrgicos. De este modo el santo se populariza al máximo, pero tal desarrollo no se revela totalmente positivo. El culto de los santos ya no se ve en estrecha conexión con el misterio de Cristo, sino que aparece como una realidad consistente en sí misma.

Con el Vaticano II la dimensión pascual debería destacar cada vez más en la visión y concepción del culto de los santos, que tendría que traducirse en un proceso esencialmente doxológico y en una perspectiva cristológica y pentecostal (cf. SC 104.108.111; LG 49-50, etc.). Sobre esta base, el nuevo Calendarium romanum pone de relieve la supremacía del año del Señor sobre el año de los santos y propone una mayor conexión del culto de los santos con las Iglesias locales.

Teología del culto de los santos

La celebración de los santos generalmente se inserta en los ciclos litúrgicos sin causar perjuicio al ritmo de los diversos tiempos con sus propuestas de lecturas bíblicas. En cuanto a la eucología, a cada santo el Missale romanum y la Liturgia horarum asignan por lo menos una oración colecta que resume brevemente el significado de su santidad en la Iglesia. Tenemos además una serie de formularios comunes (de los mártires, los pastores, los doctores de la Iglesia, las vírgenes y los santos y santas en general) con lecturas y oraciones apropiadas. Todo ese material expresa una teología litúrgica de la santidad que no es posible exponer ahora con detalle. Nos limitamos a algunos aspectos más generales. El santo participa de la plenitud del misterio pascual del Señor, y su santidad existe en función de dicha participación. Lo que la Iglesia considera decisivo es el impulso con que cada uno de los santos ha vivido el misterio pascual y ha realizado con el Señor su paso de este mundo al Padre. Los mártires murieron con muerte gloriosa y derramaron su sangre con valentía por confesar la muerte y resurrección de tu Hijo. Cristo es el arquetipo de toda santidad, el santo por excelencia, el "solo santo". Los santos lo son en la medida en que se identifican con Cristo, en la medida en que viven en plenitud de comunión con el Cristo de Pascua.

En los santos la Iglesia celebra el misterio de Cristo, visto en sus frutos y realizado en sus miembros más configurados con Cristo muerto y resucitado. Los santos son propuestos a la comunidad cristiana como aquellos que vivieron en plenitud el misterio pascual de Cristo, y es en este sentido como se convierten en modelos de vida cristiana y en eficaces intercesores del pueblo de Dios. En los santos reconocemos y proclamamos la gracia victoriosa del único Redentor y Mediador, Cristo, en la espera del pleno cumplimiento en nosotros del misterio de la salvación: Mediante el testimonio admirable de tus santos fecundas sin cesar a tu Iglesia con vitalidad siempre nueva, dándonos así pruebas evidentes de tu amor. Ellos nos estimulan con su ejemplo en el camino de la vida y nos ayudan con su intercesión.

María en la celebración del misterio de Cristo

Los autores están de acuerdo en afirmar que la proclamación del dogma de la maternidad divina de María en Éfeso, en 431, dio un notable impulso al desarrollo del culto mariano no sólo en Oriente sino también en Occidente. Es evidente para todos que dicho culto estaba ya enraizado en la más antigua tradición, sobre todo en la predicación eclesial (homilética de los siglos III y IV) y en múltiples expresiones de piedad y veneración popular. El sensus fidelium precedió a la "institución" concreta del culto litúrgico de María. Pero los estudiosos a veces discrepan cuando se proponen determinar la entrada por decir así "oficial" de María en la celebración litúrgica. Para algunos el culto de María se remonta al siglo I y se manifiesta en Roma en el siglo II. Pero la gran mayoría de los autores coloca las primeras mani­festaciones de culto mariano oficial más tarde y, en todo caso, después de la aparición del culto de los mártires. Tales divergencias provienen, entre otras cosas, del hecho de que la misma noción de "culto mariano" no carece de ambigüedad.

Nos preguntamos cuál fue el humus teológico en el que germinó el culto mariano. Partiendo de los escritos neotestamentarios y de la antigua literatura cristiana, se ha observado que en los primeros siglos del cristianismo María se consideraba como un testigo privilegiado y al mismo tiempo un protagonista importante de la economía de la salvación. Ella atestigua, por ejemplo, el cumplimiento de las profecías veterotesta-mentarias sobre la salvación mesiánica (cf. Le 1,46-55) y contribuye a ello mediante su total adhesión a la voluntad de Dios (cf. Le 1,38). Los dos títulos de "primera de los creyentes", cuya fe superó cualquier prueba y obstáculo, y de "testigo" privilegiada del misterio de Cristo, podían fácilmente justificar el culto mariano en una comunidad eclesial tan sensible a esas dos calificaciones, tal como demuestra el antiguo culto de los mártires, venerados precisamente como campeones de la fe y como testigos especialísimos del Señor, sobre todo en su pasión y muerte, en la que visiblemente participaron.

Antes de que hubiese fiestas mañanas propiamente dichas, el misterio de María halla sus primeras manifestaciones litúrgicas en la celebración de los misterios del Señor en los que se revela la presencia de la Madre, espe­cialmente en Epifanía y Navidad. Era normal que cuando se empezaron a celebrar las fiestas de la encarnación con las correspondientes lecturas bíblicas que se referían a los primeros hechos de la vida de Jesús, poco a poco la atención pasara del Hijo hacia la Madre, como vemos en las homilías de los Padres que comentan tales hechos.

Merece una mención especial para la liturgia romana el ingreso de María (por lo menos a partir del siglo VI) en el canon romano. Se trata de un recuerdo cotidiano de María en un momento importante de la celebración eucarística y en términos solemnes.

El culto de la Madre de Dios se expresa de modo adecuado en las festividades celebradas en su honor. Casi todas las primeras festividades marianas tienen su origen en Oriente, desde donde luego, a través de di­versas vías, llegan a Occidente, incluso hasta Roma que, normalmente, es la más reacia y tardía en aceptarlas.

En Oriente, el culto de María es tributario ante todo de las tradiciones que en los siglos V-VI surgen y se desarrollan en Jerusalén en memoria de los acontecimientos bíblicos y en los lugares que vieron la presencia de María, y, luego, de la importancia cada vez mayor que tuvo el misterio de la encarnación -y, en este contexto, la celebración de la Navidad-, y de la relación única que la Madre de Jesús tuvo con dicho misterio. En cualquier caso, sin embargo, los escritos apócrifos tuvieron un papel importante y a veces decisivo.

Las festividades marianas surgidas en ese período son en concreto: la Memoria de santa María en el 15 de agosto, que se convierte pronto en una celebración del "día natalicio" en el sentido del tránsito (griego: koi-mesis; latín: dormitio de María); la Natividad de María el 8 de septiembre; la Presentación de María al templo el 21 de noviembre; la memoria de santa María en la proximidad de la Navidad del Señor, celebrada por la Iglesia bizantina con el nombre de festividad de las Congratulaciones a la Madre de Dios el 26 de diciembre. Hay que añadir todavía otras dos festividades del Señor que tienen un contenido mariano: la Presentación de Jesús al templo, que en Bizancio se llamó ypapante (= encuentro de Jesús con el anciano Simeón, expresión del encuentro del Mesías con su pueblo); y la Anun­ciación del Señor, en estrecha relación con la celebración de la Navidad y, por tanto, con María.

En Occidente, hacia mediados del siglo VII, cuatro festividades marianas de origen oriental -la Presentación de Jesús al templo, la Anunciación del Señor, la Natividad y la Dormición de María- entraron en la liturgia romana por obra, probablemente, de los monjes orientales emigrados en masa a Occidente en los primeros decenios de dicho siglo. La Dormición de María no tuvo fácil el camino para su difusión ya que se basaba en textos apócrifos, pero en la Edad Media se convertirá en una gran fiesta mariana.

La Iglesia romana, antes del siglo VII, celebraba ya la octava de Navidad como día conmemorativo de María, Madre de Jesús. En el Gregoriano de Adriano, la oración colecta de ese día es de carácter mariano, y la estación litúrgica papal es "ad sanctam Mariam ad Martyres" (el antiguo pantheon). A continuación, se perdió el carácter mariano de esta festividad hasta la reforma del Vaticano II que la restauró con el nombre de Santa María, Madre de Dios.

En plena Edad Media, la fiesta oriental de la concepción de Ana pasa a Occidente hacia el siglo XII y precisamente a través de la Iglesia de Ingla­terra como fiesta de la Inmaculada concepción de María. La fiesta de la Visit­ación no entra en Occidente como celebración litúrgica hasta el siglo XIV y proviene de una devoción local de Bizancio. Otras memorias marianas que poco a poco entran en el calendario romano, antes o después de la reforma tridentina, están vinculadas a títulos de órdenes religiosas y a memorias locales, como la Dedicación de Santa María la Mayor el 5 de agosto. Otras celebraciones aparecen en nuestro siglo o bien en simetría con las fiestas del Señor (María Reina e Inmaculado Corazón de María) o bien como referencia local taumatúrgica (Nuestra Señora de Lourdes).

Observemos que a partir del siglo XI la Iglesia latina desarrolló un culto y devoción crecientes a María -casi siempre local-, con características no siempre positivas.          Prevaleció una visión subjetiva sobre la histórico-bíblica de los orígenes. La teología que da soporte a ese desarrollo tiende a considerar a la persona de María de un modo autónomo y por ello exalta sus virtudes, prerrogativas y privilegios. Se ha podido hablar de un "ciclo mariano" casi independiente del cristológico, que comprende también los sábados y los meses (mayo, octubre...) dedicados a María.

Las festividades marianas después del Vaticano II

En conjunto, las festividades marianas se presentan en el actual Calendarium romanum como un reflejo de las festividades del Señor: "En la celebración del ciclo anual de los misterios de Cristo, la santa Iglesia venera con amor especial a la bienaventurada Madre de Dios, la Virgen María, unida con lazo indisoluble a la obra salvífica de su Hijo" (SC 103).

Pero no hay un ciclo mariano dotado de consistencia propia. La Iglesia hace memoria de María en la celebración del ciclo de los misterios de Cristo y en íntima relación con los mismos. Aveces la colocación de las festividades de la Virgen no corresponde a la sucesión de las celebraciones del ciclo cristológico. En efecto, las festividades marianas no son fruto de un plan sabiamente elaborado en el gabinete; como hemos visto, nacieron a lo largo de los tiempos, en lugares y circunstancias diversos.

La liturgia celebra los misterios de la salvación que tienen una consistencia histórica; es una celebración memorial. Éste es un criterio fundamental para interpretar el significado de las festividades del año litúrgico y su importancia en el mismo. De hecho, el Calendarium romanum valora la importancia de las celebraciones marianas (solemnidad, fiesta, memoria obligatoria, memoria libre) según el grado de asociación de la Madre a la obra del Hijo, tal como aparece en los misterios celebrados.

En las festividades marianas, el Ordo lectionum missae sigue sustancialmente el criterio del capítulo octavo de la Lumen gentium dando más relieve a los libros históricos y profetices del Antiguo Testamento. Las lecturas apostólicas proponen ante todo una serie de perícopas de las cartas paulinas (Romanos, 1 Corintios, Calatas, Efesios) y luego otras de la carta a los Hebreos, de los Hechos y del Apocalipsis. La mayor parte de las lecturas evangélicas provi­enen de los dos primeros capítulos de Mateo y de Lucas. En su conjunto, el leccionario mariano respeta la centralidad del ciclo anual de los misterios de Cristo, en el que se inserta de manera orgánica y en estrecho vínculo con el mismo la memoria de María.

La eucología de los formularios marianos del Misal merece un juicio diversificado. Las solemnidades, las fiestas y los formularios de la última parte del Adviento tienen una eucología que se inspira abun­dantemente en los textos de la Escritura y ofrece una visión del misterio de María muy integrada con el misterio de la salvación. Son fórmulas ricas de doctrina, de gran aliento, que ilustran la figura de María no aisladamente y en sus privilegios, sino que tienen en cuenta la relación profunda que mantiene con el acontecimiento salvador de Cristo y de su Iglesia. En cambio, merece un juicio menos positivo la eucología de las memorias marianas y la de los formularios del "común de la Virgen María". El contenido de dichos textos es de cierta pobreza teológica y de una enojosa monotonía temática. Se trata de composiciones no bien caracterizadas y no siempre pertinentes, que insisten excesivamente en los temas de la intercesión y de la liberación del mal, y lo hacen en términos más bien genéricos.

Merece una atención especial la Collectio missarum de Beata María Virgine (= Misas de santa María Virgen) y el correspondiente leccionario, publi-
cados en 1987, que contiene 46 formularios de misas, distribuidos en los diversos tiempos del año litúrgico. Son formularios destinados a los santuarios marianos y a las comunidades eclesiales que desean celebrar con mayor variedad de textos la memoria de santa María "en sábado . La riqueza de doctrina de tales formularios ha sido juzgada como feliz síntesis entre la tradición mejor y la mejor creatividad; resonancia orante del magisterio eclesial y de la reflexión teológica postconciliar sobre la mariología.

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