domingo, 26 de julio de 2015

3. LA PALABRA DE DIOS EN LA LITURGIA



TEMA 3: LA PALABRA DE DIOS EN LA CELEBRACIÓN

  1. La Sagrada Escritura en la liturgia


1.1  Introducción

Todas las liturgias de Oriente y Occidente han reservado un puesto privilegiado a la Sagrada Escritura en todas las celebraciones. La versión de los LXX fue el primer libro litúrgico de toda la Iglesia (cf. 2 Tim 3, 15-16). El propio Jesús, que citaba las Escrituras del Antiguo Testamento, aplicándolas a su persona y a su obra, no solamente mandó acudir a la Biblia para entender su mensaje (cf. Jn 5,39), sino que, además, nos dio ejemplo ejerciendo el ministerio del lector y del homileta en la si­nagoga de Nazaret (cf. Le 4,16-21) y explicando a los discípulos de Emaús «cuanto se refería a él comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas» (cf. Le 24,27), antes de realizar la «fracción del pan» (cf. Le 24,30). En efecto, después de la resurrección hizo entrega a los discípulos del sentido último de las Escrituras al «abrirles la inte­ligencia» para que las comprendiesen (cf. Lc 24,44-45).

            Cuando se habla de la Palabra de Dios, la expresión tiene alguno de estos signifi­cados, el Verbo de Dios, el Hijo preexistente (cf. Jn 1,1) que se ha encarnado (v. 14); la Promesa hecha a los Padres; el contenido de las Escrituras bajo la inspiración del Espí­ritu Santo; la proclamación de estas Escrituras en la comunidad; y, finalmente, el libro que contiene la Palabra divina dispuesta para ser leída y proclamada en la celebración. «La Palabra de Dios como un canto a varias voces»: XII asamblea G. del sínodo de los obispos, Instrumentum laboris (LEV, 2008) n.9.

Hacia el año 155, en Roma, san Justino dejó escrita la más anti­gua descripción de la eucaristía dominical. La celebración comenzaba con la Liturgia de la Palabra. Es muy probable que, desde el principio, la liturgia cristiana siguiera la práctica sinagogal de pro­clamar la Palabra de Dios en las reuniones de oración y en particular la eucaristía (cf. Hch 20,7-11). Por otra parte, es fácilmente com­prensible que, cuando empezaron a circular por las Iglesias «los re­cuerdos de los Apóstoles», su lectura se añadiese a la del Antiguo Testamento. Más aún, muchas de las páginas del Nuevo Testamento han sido escritas después de haber formado parte de la transmisión oral en un contexto litúrgico.


1.2.    Significado: la presencia del Señor en la Palabra

Tan importante es este hecho que el Vaticano II no dudó en refe­rirse a los leccionarios de la Palabra de Dios como los tesoros bíbli­cos de la Iglesia, disponiendo que se abrieran con mayor amplitud (SC 51; cf. 92). En este sentido, el Concilio afirmó también la im­portancia máxima de la Sagrada Escritura en la celebración de la li­turgia (cf. SC 24).

Esta abundancia obedece a la convicción de la presencia del Se­ñor en la Palabra proclamada. «En efecto, como enseña el mismo Concilio, en la liturgia Dios habla a su pueblo: Cristo sigue anun­ciando el Evangelio; y el pueblo responde a Dios con cánticos y ora­ciones» (SC 33). La Iglesia sabe que, cuando abre las Escrituras, en­cuentra siempre en ellas la Palabra divina y la acción del Espíritu, por quien «la voz del Evangelio resuena viva en la Iglesia» (DV 8; cf. 9; 21).

La Palabra leída y proclamada en la liturgia es uno de los modos de la presencia del Señor junto a su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica: «está presente en su palabra, pues es él mismo el que habla cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura» (SC 7). En efecto, la Palabra encarnada «resuena» en todas la Sagradas Escrituras, que han sido inspiradas por el Espíritu Santo con vistas a Cristo, en quien culmina la revelación divina (cf. DV 11-12; 15-16, etc.).

La misma homilía, cuya misión es ser «un anuncio de las maravi­llas de Dios en la historia de la salvación, es decir, del misterio de Cristo, que está siempre presente y obra en nosotros, sobre todo en las celebraciones litúrgicas» (SC 35,2; cf. 52), goza también de una cierta presencia del Señor, como afirma el papa Pablo VI: «(Cristo) está presente en su Iglesia que predica, puesto que e] Evangelio que ella anuncia es la Palabra de Dios y solamente se anuncia en el nom­bre, con la autoridad y con la asistencia de Cristo...». 



2.    La Palabra de Dios en la historia de la salvación

Al llegar la plenitud de los tiempos (cf. Gal 4,4), «la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14). Hasta ese momento Dios «había hablado a los padres de muchos modos por medio de los profetas, ahora nos habló en la persona de su Hijo» (Heb 1,1-2). El padre mismo lo presentó diciendo: «Este es mi Hijo amado, escu­chadle» (Mc 9,7 y par.).

El Verbo encarnado, Cristo Jesús, enseñó a sus discípulos la ma­nera de acercarse al misterio de la Palabra de Dios, es decir, a él mis­mo como Palabra divina subsistente, consustancial e igual al Padre y al Espíritu Santo. Él invitó a leer las Escrituras para conocerle a él y el poder de su resurrección (cf. Flp 3,10), y saber ir, desde él, hacia los tiempos de la Promesa, al Antiguo Testamento (cf. Lc 24,25-27.32.44-48). Cristo es el centro de las Escrituras, de forma que toda lectura, meditación, estudio o proclamación de la Palabra, máxime en la celebración litúrgica, ha de girar en torno a Él. Desde Cristo se va hasta el Antiguo Testamento, y se vuelve a Cristo en la continuidad que representa el Nuevo Testamento.

3. La Iglesia bajo la palabra de Dios

Dios se ha comunicado con los hombres por medio de su Palabra. Pero la Palabra divina espera siempre una respuesta. En efecto, la Palabra de Dios convoca al pueblo (cf. Ex 12; 20,1-2) y lo constituye en asamblea pascual litúrgica (cf. Ex 12; Hch 1-2), como sacerdocio real y pueblo de su pertenencia para anunciar a todo el mundo las obras de Dios: «Calla y escucha, Israel. Hoy te has convertido en el pueblo del Señor tu Dios. Escucha la voz del Señor tu Dios, y pon en práctica los mandatos y preceptos que yo te prescribo hoy» (Dt 27,9-10; cf. Sal 95,1.7-8; Heb 3,7-11).

Cada año, el pueblo del Antiguo Testamento se reunía delante del Arca de la Alianza para renovar su adhesión y fidelidad. El Arca contenía las tablas de la Ley, Palabra permanente del Señor, y el vaso del maná, comida de salvación para el pueblo (Ex 25,10-16; Dt 10,1-5).

La misma realidad, transfigurada por Cristo, resuena en el Nuevo Testamento: La ofrenda de la Alianza nueva y eterna, sellada con la Sangre del Cordero de Dios, se realiza también en la fidelidad a la Palabra: «Si me amáis, guardad mis mandamientos» (Jn 14,15); «el que me ama, guardará mi Palabra...» (Jn 14,23.24).

El pueblo de Dios está llamado a escuchar continuamente la Pa­labra de Dios (cf. Rom 10,8-17; Jn 14,15), y a preferirla por encima de cualquier otra cosa (cf. Le 10,38-42). Pero, además, el pueblo de la Palabra está caracterizado por la misión recibida del Señor de anunciar el Evangelio a todas las gentes (cf. Mt 28,18-20), para que todos los hombres vengan a formar parte de la asamblea pascual de los discípulos del Señor (cf. Hch 2,1-11). Todo bautizado y con­firmado por el Espíritu Santo es servidor de la Palabra y mensajero del Evangelio (cf. 1 Cor 9,16).



4.  La liturgia de la palabra

El Concilio Vaticano II se presentó ya efectivamente como una asamblea que «escuchó con devoción la Palabra de Dios y la procla­mó con valentía» (cf. DV 1). Ambas actitudes responden al compor­tamiento permanente de la Iglesia ante la Palabra de Dios descrita así: «La Iglesia ha venerado siempre las Sagradas Escrituras al igual que el mismo Cuerpo del Señor, no dejando de tomar de la mesa y de distribuir a los fieles el pan de vida, tanto de la Palabra de Dios como el Cuerpo de Cristo, sobre todo en la liturgia» (DV 21).

4.1 La liturgia, lugar de la Palabra

En efecto, en la liturgia se advierte que los destinatarios de la Pa­labra divina no son únicamente los fieles aislados, sino el pueblo de Dios congregado por el Espíritu Santo, que se hace asamblea de ora­ción, mediante la escucha de la Palabra. La liturgia es lugar privile­giado donde la Palabra de Dios suena con una particular eficacia.

La certeza que la Iglesia tiene de la presencia de Cristo en la Pa­labra la ha llevado a no omitir nunca la proclamación de la Escritura (cf. SC 6) y a venerar con honores litúrgicos el Leccionario, como hace con el Cuerpo del Señor (cf. DV 21). La parte de la celebración, sobre todo de la misa, en la que tienen lugar las lecturas bíblicas, fue denominada por el Vaticano II liturgia de la Palabra (SC 56), dejan­do antiguas expresiones como misa didáctica o de los catecúmenos. No obstante, el Concilio afirmó también que esta liturgia «está tan íntimamente unida al rito que constituye con él un solo acto de cul­to» (ibíd.).

La revalorización de la Palabra en la liturgia (cf. SC 24) significa reconocer que la fuerza de la liturgia reside en la Palabra de Dios, alimento de la fe (cf. DV 23; PO 4), y en la Eucaristía, fuente pura y perenne de la vida en el Espíritu que conduce a toda la Iglesia (DV 21; SC 10; POS).


4.2.  Estructura de la liturgia de la Palabra

La Sagrada Escritura, proclamada en la liturgia, expone el desa­rrollo de la economía divina cumplida en el Evangelio de Jesucristo (DV 2, 4, 7). En la Escritura, leída y entendida en su unidad funda­mental, es decir, tomando a Cristo como centro y punto de referencia constante, se manifiesta la salvación que Dios ha querido realizar, Preparada en el Antiguo Testamento y realizada en la encarnación y en la vida, muerte y resurrección de Jesucristo.

El Dios que habla y actúa, revelándose con hechos y palabras (DV 2, 14), sigue hablando a los hombres para que no les falte nunca tanto el aviso de los hechos, ya realizados en la vida y en la muerte de Cristo (Evangelio), como la explicación o ilustración de estos he­chos en la Iglesia (Apóstol) y el recuerdo de los acontecimientos que los prepararon o de las profecías que los anunciaron (Profeta). Por eso el Evangelio significa el culmen de la revelación divina y de la proclamación de las Sagradas Escrituras (cf. DV 18).

La lectura litúrgica de la Palabra de Dios se realiza siempre de la manera en que el propio Cristo, los Apóstoles y los Santos Padres utilizaron las Escrituras, es decir, situando en primer término el mis­terio pascual y explicando, desde él, todos los hechos y palabras que llenan la historia de la salvación y constituyen el contenido de las ce­lebraciones litúrgicas. 


4.3.  Primacía del Evangelio

Aunque toda la Biblia habla de Cristo (cf. Jn 5,39), son los cuatro evangelios los que contienen la narración de los hechos y de las pa­labras realizados por él. Estos hechos y palabras, y de modo particu­lar el misterio pascual, constituyen el centro de la historia de la sal­vación. En este sentido, Cristo glorificado, que está junto al Padre, reúne en sí mismo el pasado, el presente y el futuro de la historia hu­mana e ilumina con la luz de la Pascua tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento (cf. DV 14-20), y la celebración de la Iglesia en el tiempo del Espíritu.

Esto supone que los hechos y las palabras de la vida histórica de Jesús, que sucedieron «para que se cumplieran las Escrituras» (Le 24,44), tienen que ser continuamente recordados y actualizados para que los hombres tengan acceso a la salvación efectuada por Cristo. «La lectura del Evangelio constituye el punto culminante de la litur­gia de la Palabra; las demás lecturas, que, según el orden tradicional, hacen la transición del Antiguo al Nuevo Testamento, preparan a la asamblea reunida para esta lectura evangélica» (OLM 13).  «Los Evangelios ocupan, con razón, el lugar preeminente» (DV 18).

Por eso el Evangelio se proclama y el resto de la Escritura simplemente se lee. El desarrollo interno de la homilía debería respe­tar también esta prioridad del Evangelio respecto de las restantes lecturas. Cada episodio evangélico es el contenido concreto del hoy litúrgico de la Iglesia, que actualiza el misterio de la salvación en cada celebración siguiendo el año litúrgico.

5.      El leccionario de la palabra de Dios

La Sagrada Escritura es libro que contiene la revelación divina para ser leída y proclamada en la celebración. En efecto, Dios mismo presentó su palabra como libro para los creyentes al profeta Ezequiel (cf. Ez 3,1-11) y al autor del Apocalipsis (cf. Ap 5,l ss). Se puede de­cir, aplicando el texto de Jn 1,14, que «la Palabra se hizo escritura y libro para morar entre nosotros».


5.1 Signo de la Palabra

Este libro es, por tanto, un signo de la presencia de Dios que se comunica a los hombres mediante su Palabra leída y proclamada. En él está contenido todo cuanto Dios ha querido manifestar en orden a la salvación. El resto se conocerá cuando se produzca el «cara a cara» (cf. 1 Cor 13,13), es decir, sin la mediación de los signos.

El respeto y el amor que la Iglesia siente por la Sagrada Escritura (cf. DV 21) se ha manifestado en los honores litúrgicos que rodean la proclamación del Evangelio. El libro es llevado entre luces, incensa­do, besado, colocado sobre el altar, mostrado al pueblo, guardado en cubiertas —guardas— preciosas, etc. El lugar propio de este libro es el ambón, desde el que el ministro lee y proclama la Palabra. El arte ha reservado también bellísimas ilustraciones y miniaturas para el Evangeliario, que debe ser distinto de los otros libros de la Escritura.

Ahora bien, el Leccionario es mucho más que un libro, es el modo normal, habitual y propio, según el cual la Iglesia lee en las Escrituras la Palabra viva de Dios siguiendo los diferentes hechos y palabras de salvación cumplidos por Cristo y ordenando en torno a estos hechos y palabras los demás contenidos de la Biblia.

 5.2 Leccionario de la Misa en la historia

En los orígenes de la liturgia cristiana, las comunidades no tenían más libro litúrgico que las Sagradas Escrituras del Antiguo Testa­mento, en los volúmenes en forma de rollo o en fragmentos de pa­piro cosidos por un lado. Se supone que la lectura sería hecha empleando el mismo ritual de la sinagoga judía (cf. Le 4,16-21). El encargado entregaba el volumen al lector, el cual leía el texto sagra­do empezando en el punto donde había quedado interrumpida la lec­tura en la reunión precedente. Este procedimiento se conoce como lectura continuada, y se puede suponer que se siguió también en la lectura de los Evangelios y de las cartas de los Apóstoles.

Más tarde se hicieron unas anotaciones en los libros de la Escri­tura para indicar el comienzo y el final de cada lectura, así como el día en que debía tomarse el pasaje señalado. El paso siguiente fue copiar la lista de estas anotaciones, pero ordenadas conforme al ca­lendario. Esto supuso ya una labor de sistematización de las lecturas bíblicas. La selección de textos y su asignación a determinados días, lo que hoy se denomina lectura temática, empezaría a hacerse a me­dida que aparecían las fiestas en el año litúrgico.

Los primeros indicios de un ordenamiento fijo de lecturas se ob­tienen analizando las homilías de san Ambrosio de Milán (340-397), de san Agustín (354-430), de san Cesáreo de Arles (470-543) y de otros Padres. Las listas de perícopas bíblicas con el comienzo y el final de las lecturas, siguiendo el calendario litúrgico, se llamaban capitularía lectionum (las lecturas no evangélicas); capitularía evangeliorum (los evangelios) y cotationes epistolarum et evangeliorum (ambas series de textos).

5.3 Organización del Leccionario de la Misa

El Leccionario responde a la necesidad de proclamar los hechos y palabras de Cristo según los Evangelios, y de reorganizar, en torno a él, el resto de las Escrituras. Por tanto no basta la Biblia como tal. Cada Iglesia particular ha tomado las Escrituras para meditar, pro­clamar y vivir, según su propia sensibilidad espiritual e histórica, el misterio de Cristo. Por eso cada Iglesia ha tenido no uno, sino varios leccionarios a lo largo de su historia, y, en ocasiones, de manera si­multánea. El conocimiento del Leccionario es fundamental para comprender qué celebra y qué vive una Iglesia.

La reforma litúrgica (cf. SC 35§ l;51) ha dado lugar al más abundante Leccionario de la Misa de toda la historia de la liturgia romana, sin contar los no menos ricos leccionarios de los rituales de los sacramentos y el de la liturgia de las horas. El actual orden de lecturas de la Misa entró en vigor el 30 de noviembre de 1969, jun­tamente con el Ordo Missae.

Los principios directivos de la organización del Leccionario son los siguientes: tres lecturas en los domingos y fiestas, profecía, apóstol y Evangelio; ciclo de tres años para el Leccionario dominical y festivo, y de dos años para el Leccionario ferial del tiempo durante el año; independencia y complementariedad del Leccionario ferial respecto del dominical; posibilidad de selección de lecturas en las misas rituales, del común de los santos, votivas, por diversas necesidades y de difuntos; conservación del uso tradicional de algunos libros de la Escritura en determinados tiempos litúrgicos; mayor presencia del Antiguo Testamento; recuperación de algunos textos evangélicos li­gados al catecumenado, etc.

Una de las novedades que aportó la reforma litúrgica del Vatica­no II en el Leccionario de la Misa y de los sacramentos ha sido el salmo responsorial o gradual. Este salmo, normalmente, debe ser cantado por un salmista, de manera que la asamblea se une por me­dio de la respuesta.


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