TEMA 3: LA PALABRA DE DIOS EN LA CELEBRACIÓN
- La Sagrada Escritura en la liturgia
1.1 Introducción
Todas
las liturgias de Oriente y Occidente han reservado un puesto privilegiado a la
Sagrada Escritura en todas las celebraciones. La versión de los LXX fue el
primer libro litúrgico de toda la Iglesia (cf. 2 Tim 3, 15-16). El propio
Jesús, que citaba las Escrituras del Antiguo Testamento, aplicándolas a su
persona y a su obra, no solamente mandó acudir a la Biblia para entender su
mensaje (cf. Jn 5,39), sino que, además, nos dio ejemplo ejerciendo el
ministerio del lector y del homileta en la sinagoga de Nazaret (cf. Le
4,16-21) y explicando a los discípulos de Emaús «cuanto se refería a él
comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas» (cf. Le 24,27), antes
de realizar la «fracción del pan» (cf. Le 24,30). En efecto, después de la
resurrección hizo entrega a los discípulos del sentido último de las Escrituras
al «abrirles la inteligencia» para que las comprendiesen (cf. Lc 24,44-45).
Cuando se habla de la Palabra de
Dios, la expresión tiene alguno de estos significados, el Verbo de Dios, el Hijo preexistente (cf. Jn 1,1) que se ha
encarnado (v. 14); la Promesa hecha a los
Padres; el contenido de las
Escrituras bajo la inspiración del Espíritu Santo; la proclamación de estas Escrituras en la comunidad; y, finalmente, el libro que contiene la Palabra divina
dispuesta para ser leída y proclamada en la celebración. «La Palabra de Dios
como un canto a varias voces»: XII asamblea
G. del sínodo de los obispos, Instrumentum
laboris (LEV, 2008) n.9.
Hacia
el año 155, en Roma, san Justino dejó escrita la más antigua descripción de la
eucaristía dominical. La celebración comenzaba con la Liturgia de la Palabra.
Es muy probable que, desde el principio, la liturgia cristiana siguiera la
práctica sinagogal de proclamar la Palabra de Dios en las reuniones de oración
y en particular la eucaristía (cf. Hch 20,7-11). Por otra parte, es fácilmente
comprensible que, cuando empezaron a circular por las Iglesias «los recuerdos
de los Apóstoles», su lectura se añadiese a la del Antiguo Testamento. Más aún,
muchas de las páginas del Nuevo Testamento han sido escritas después de haber
formado parte de la transmisión oral en un contexto litúrgico.
1.2. Significado: la presencia del Señor en la Palabra
Tan
importante es este hecho que el Vaticano II no dudó en referirse a los
leccionarios de la Palabra de Dios como los tesoros bíblicos de la Iglesia,
disponiendo que se abrieran con mayor amplitud (SC 51; cf. 92). En este
sentido, el Concilio afirmó también la importancia máxima de la Sagrada
Escritura en la celebración de la liturgia (cf. SC 24).
Esta
abundancia obedece a la convicción de la presencia
del Señor en la Palabra proclamada. «En efecto, como enseña el mismo
Concilio, en la liturgia Dios habla a su pueblo: Cristo sigue anunciando el
Evangelio; y el pueblo responde a Dios con cánticos y oraciones» (SC 33). La
Iglesia sabe que, cuando abre las Escrituras, encuentra siempre en ellas la
Palabra divina y la acción del Espíritu, por quien «la voz del Evangelio
resuena viva en la Iglesia» (DV 8; cf. 9; 21).
La
Palabra leída y proclamada en la liturgia es uno de los modos de la presencia
del Señor junto a su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica: «está presente
en su palabra, pues es él mismo el que habla cuando se lee en la Iglesia la
Sagrada Escritura» (SC 7). En efecto, la Palabra encarnada «resuena» en todas
la Sagradas Escrituras, que han sido inspiradas por el Espíritu Santo con
vistas a Cristo, en quien culmina la revelación divina (cf. DV 11-12; 15-16,
etc.).
La
misma homilía, cuya misión es ser «un
anuncio de las maravillas de Dios en la historia de la salvación, es decir,
del misterio de Cristo, que está siempre presente y obra en nosotros, sobre
todo en las celebraciones litúrgicas» (SC 35,2; cf. 52), goza también de una cierta presencia del Señor, como afirma
el papa Pablo VI: «(Cristo) está presente en su Iglesia que predica, puesto que
e] Evangelio que ella anuncia es la Palabra de Dios y solamente se anuncia en
el nombre, con la autoridad y con la asistencia de Cristo...».
2.
La Palabra de Dios en la historia de la salvación
Al
llegar la plenitud de los tiempos (cf. Gal 4,4), «la Palabra se hizo carne y
habitó entre nosotros» (Jn 1,14). Hasta ese momento Dios «había hablado a los
padres de muchos modos por medio de los profetas, ahora nos habló en la persona
de su Hijo» (Heb 1,1-2). El padre mismo lo presentó diciendo: «Este es mi Hijo
amado, escuchadle» (Mc 9,7 y par.).
El
Verbo encarnado, Cristo Jesús, enseñó a
sus discípulos la manera de acercarse al misterio de la Palabra de Dios, es
decir, a él mismo como Palabra divina subsistente, consustancial e igual al
Padre y al Espíritu Santo. Él invitó a
leer las Escrituras para conocerle a él y el poder de su resurrección (cf. Flp
3,10), y saber ir, desde él, hacia los tiempos de la Promesa, al Antiguo
Testamento (cf. Lc 24,25-27.32.44-48). Cristo
es el centro de las Escrituras,
de forma que toda lectura, meditación, estudio o proclamación de la Palabra,
máxime en la celebración litúrgica, ha de girar en torno a Él. Desde Cristo se
va hasta el Antiguo Testamento, y se vuelve a Cristo en la continuidad que
representa el Nuevo Testamento.
3. La Iglesia bajo la
palabra de Dios
Dios
se ha comunicado con los hombres por medio de su Palabra. Pero la Palabra
divina espera siempre una respuesta. En efecto, la Palabra de Dios convoca al
pueblo (cf. Ex 12; 20,1-2) y lo constituye en asamblea pascual litúrgica (cf.
Ex 12; Hch 1-2), como sacerdocio real y pueblo de su pertenencia para anunciar
a todo el mundo las obras de Dios:
«Calla y escucha, Israel. Hoy te has convertido en el pueblo del Señor tu Dios.
Escucha la voz del Señor tu Dios, y pon en práctica los mandatos y preceptos
que yo te prescribo hoy» (Dt 27,9-10; cf. Sal 95,1.7-8; Heb 3,7-11).
Cada
año, el pueblo del Antiguo Testamento
se reunía delante del Arca de la Alianza para renovar su adhesión y fidelidad.
El Arca contenía las tablas de la Ley, Palabra permanente del Señor, y el vaso
del maná, comida de salvación para el pueblo (Ex 25,10-16; Dt 10,1-5).
La
misma realidad, transfigurada por Cristo, resuena en el Nuevo Testamento: La ofrenda de la Alianza nueva y eterna, sellada
con la Sangre del Cordero de Dios, se realiza también en la fidelidad a la
Palabra: «Si me amáis, guardad mis mandamientos» (Jn 14,15); «el que me ama,
guardará mi Palabra...» (Jn 14,23.24).
El
pueblo de Dios está llamado a escuchar continuamente la Palabra de Dios (cf.
Rom 10,8-17; Jn 14,15), y a preferirla por encima de cualquier otra cosa (cf.
Le 10,38-42). Pero, además, el pueblo de la Palabra está caracterizado por la
misión recibida del Señor de anunciar el Evangelio a todas las gentes (cf. Mt
28,18-20), para que todos los hombres vengan a formar parte de la asamblea
pascual de los discípulos del Señor (cf. Hch 2,1-11). Todo bautizado y confirmado
por el Espíritu Santo es servidor de la Palabra y mensajero del Evangelio (cf.
1 Cor 9,16).
4. La
liturgia de la palabra
El Concilio Vaticano II se presentó ya efectivamente
como una asamblea que «escuchó con devoción la Palabra de Dios y la proclamó
con valentía» (cf. DV 1). Ambas actitudes responden al comportamiento
permanente de la Iglesia ante la Palabra de Dios descrita así: «La Iglesia ha
venerado siempre las Sagradas Escrituras al igual que el mismo Cuerpo del
Señor, no dejando de tomar de la mesa y de distribuir a los
fieles el pan de vida, tanto de la Palabra de Dios como el Cuerpo de Cristo,
sobre todo en la liturgia» (DV 21).
4.1 La
liturgia, lugar de la Palabra
En
efecto, en la liturgia se advierte que los destinatarios de la Palabra divina
no son únicamente los fieles aislados, sino el pueblo de Dios congregado por el
Espíritu Santo, que se hace asamblea de oración, mediante la escucha de la
Palabra. La liturgia es lugar privilegiado
donde la Palabra de Dios suena con una particular eficacia.
La
certeza que la Iglesia tiene de la presencia de Cristo en la Palabra la ha
llevado a no omitir nunca la proclamación de la Escritura (cf. SC 6) y a venerar
con honores litúrgicos el Leccionario, como hace con el Cuerpo del Señor (cf.
DV 21). La parte de la celebración, sobre todo de la misa, en la que tienen
lugar las lecturas bíblicas, fue denominada por el Vaticano II liturgia de
la Palabra (SC 56), dejando antiguas expresiones como misa didáctica o
de los catecúmenos. No obstante, el Concilio afirmó también que esta
liturgia «está tan íntimamente unida al rito que constituye con él un solo acto
de culto» (ibíd.).
La
revalorización de la Palabra en la liturgia (cf. SC 24) significa reconocer que
la fuerza de la liturgia reside en la Palabra de Dios, alimento de la fe (cf.
DV 23; PO 4), y en la Eucaristía, fuente pura y perenne de la vida en el
Espíritu que conduce a toda la Iglesia (DV 21; SC 10; POS).
4.2. Estructura
de la liturgia de la Palabra
La
Sagrada Escritura, proclamada en la liturgia, expone el desarrollo de la
economía divina cumplida en el Evangelio de Jesucristo (DV 2, 4, 7). En la
Escritura, leída y entendida en su unidad fundamental, es decir, tomando a
Cristo como centro y punto de referencia constante, se manifiesta la salvación
que Dios ha querido realizar, Preparada en el Antiguo Testamento y realizada en
la encarnación y en la vida, muerte y resurrección de Jesucristo.
El
Dios que habla y actúa, revelándose con hechos y palabras (DV 2, 14), sigue
hablando a los hombres para que no les falte nunca tanto el aviso de los
hechos, ya realizados en la vida y en la muerte de Cristo (Evangelio), como
la explicación o ilustración de estos hechos en la Iglesia (Apóstol) y el
recuerdo de los acontecimientos que los prepararon o de las profecías que los
anunciaron (Profeta). Por eso el
Evangelio significa el culmen de la revelación divina y de la proclamación
de las Sagradas Escrituras (cf. DV 18).
La
lectura litúrgica de la Palabra de Dios se realiza siempre de la manera en que
el propio Cristo, los Apóstoles y los Santos Padres utilizaron las Escrituras,
es decir, situando en primer término el misterio pascual y explicando, desde
él, todos los hechos y palabras que llenan la historia de la salvación y
constituyen el contenido de las celebraciones litúrgicas.
4.3. Primacía
del Evangelio
Aunque
toda la Biblia habla de Cristo (cf. Jn 5,39), son los cuatro evangelios los que
contienen la narración de los hechos y de las palabras realizados por
él. Estos hechos y palabras, y de modo particular el misterio pascual,
constituyen el centro de la historia de la salvación. En este sentido, Cristo
glorificado, que está junto al Padre, reúne en sí mismo el pasado, el presente
y el futuro de la historia humana e ilumina con la luz de la Pascua tanto el
Antiguo como el Nuevo Testamento (cf. DV 14-20), y la celebración de la Iglesia
en el tiempo del Espíritu.
Esto
supone que los hechos y las palabras de la vida histórica de Jesús, que
sucedieron «para que se cumplieran las Escrituras» (Le 24,44), tienen que ser
continuamente recordados y actualizados para que los hombres
tengan acceso a la salvación efectuada por Cristo. «La lectura del Evangelio
constituye el punto culminante de la liturgia de la Palabra; las demás
lecturas, que, según el orden tradicional, hacen la transición del Antiguo al
Nuevo Testamento, preparan a la asamblea reunida para esta lectura evangélica» (OLM
13). «Los Evangelios ocupan, con razón,
el lugar preeminente» (DV 18).
Por
eso el Evangelio se proclama y el resto de la Escritura simplemente se
lee. El desarrollo interno de la homilía debería respetar también esta
prioridad del Evangelio respecto de las restantes lecturas. Cada episodio
evangélico es el contenido concreto del hoy litúrgico de la Iglesia, que
actualiza el misterio de la salvación en cada celebración siguiendo el año
litúrgico.
5. El leccionario de la
palabra de Dios
La Sagrada
Escritura es libro que contiene la revelación divina para ser leída y
proclamada en la celebración. En efecto, Dios mismo presentó su palabra como libro
para los creyentes al profeta Ezequiel (cf. Ez 3,1-11) y al autor del
Apocalipsis (cf. Ap 5,l ss). Se puede decir, aplicando el texto de Jn 1,14,
que «la Palabra se hizo escritura y libro para morar entre
nosotros».
5.1
Signo de la Palabra
Este
libro es, por tanto, un signo de la presencia de Dios que se comunica a los
hombres mediante su Palabra leída y proclamada. En él está contenido todo cuanto
Dios ha querido manifestar en orden a la salvación. El resto se conocerá cuando
se produzca el «cara a cara» (cf. 1 Cor 13,13), es decir, sin la mediación de
los signos.
El
respeto y el amor que la Iglesia siente por la Sagrada Escritura (cf. DV 21) se
ha manifestado en los honores litúrgicos que rodean la proclamación del
Evangelio. El libro es llevado entre luces, incensado, besado, colocado sobre
el altar, mostrado al pueblo, guardado en cubiertas —guardas— preciosas, etc.
El lugar propio de este libro es el ambón,
desde el que el ministro lee y proclama la Palabra. El arte ha reservado
también bellísimas ilustraciones y miniaturas para el Evangeliario, que debe ser distinto de los otros libros de la
Escritura.
Ahora
bien, el Leccionario es mucho más que
un libro, es el modo normal, habitual y propio, según el cual la Iglesia lee en
las Escrituras la Palabra viva de Dios siguiendo los diferentes hechos y
palabras de salvación cumplidos por Cristo y ordenando en torno a estos
hechos y palabras los demás contenidos de la Biblia.
5.2 Leccionario de la Misa
en la historia
En los
orígenes de la liturgia cristiana, las comunidades no tenían más libro
litúrgico que las Sagradas Escrituras del Antiguo Testamento, en los volúmenes
en forma de rollo o en fragmentos de papiro cosidos por un
lado. Se supone que la lectura sería hecha empleando el mismo ritual de la
sinagoga judía (cf. Le 4,16-21). El encargado entregaba el volumen al lector,
el cual leía el texto sagrado empezando en el punto donde había quedado
interrumpida la lectura en la reunión precedente. Este procedimiento se conoce
como lectura continuada, y se puede suponer que se siguió también en la
lectura de los Evangelios y de las cartas de los Apóstoles.
Más
tarde se hicieron unas anotaciones en los libros de la Escritura para indicar
el comienzo y el final de cada lectura, así como el día en que debía tomarse el
pasaje señalado. El paso siguiente fue copiar la lista de estas anotaciones,
pero ordenadas conforme al calendario. Esto supuso ya una labor de
sistematización de las lecturas bíblicas. La selección de textos y su
asignación a determinados días, lo que hoy se denomina lectura temática, empezaría
a hacerse a medida que aparecían las fiestas en el año litúrgico.
Los
primeros indicios de un ordenamiento fijo de lecturas se obtienen analizando
las homilías de san Ambrosio de Milán (340-397), de san Agustín (354-430), de
san Cesáreo de Arles (470-543) y de otros Padres. Las listas de perícopas
bíblicas con el comienzo y el final de las lecturas, siguiendo el calendario
litúrgico, se llamaban capitularía lectionum (las lecturas no
evangélicas); capitularía evangeliorum (los evangelios) y cotationes
epistolarum et evangeliorum (ambas series de textos).
5.3
Organización del Leccionario de la Misa
El
Leccionario responde a la necesidad de proclamar los hechos y palabras de
Cristo según los Evangelios, y de reorganizar, en torno a él, el resto de las
Escrituras. Por tanto no basta la Biblia como tal. Cada Iglesia particular ha tomado las Escrituras para meditar, proclamar y vivir, según su propia
sensibilidad espiritual e histórica, el misterio de Cristo. Por eso cada
Iglesia ha tenido no uno, sino varios leccionarios a lo largo de su historia,
y, en ocasiones, de manera simultánea. El conocimiento del Leccionario es
fundamental para comprender qué celebra y qué vive una Iglesia.
La
reforma litúrgica (cf. SC 35§ l;51) ha dado lugar al más abundante Leccionario
de la Misa de toda la historia de la liturgia romana, sin contar los no
menos ricos leccionarios de los rituales de los sacramentos y el de la liturgia
de las horas. El actual orden de lecturas de la Misa entró en vigor el
30 de noviembre de 1969, juntamente con el Ordo Missae.
Los principios directivos de la organización del
Leccionario son los siguientes: tres lecturas en los domingos y fiestas,
profecía, apóstol y Evangelio; ciclo de tres años para el
Leccionario dominical y festivo, y de dos años para el Leccionario ferial del
tiempo durante el año; independencia y complementariedad del Leccionario ferial
respecto del dominical; posibilidad de selección de lecturas en las misas
rituales, del común de los santos, votivas, por diversas necesidades y de
difuntos; conservación del uso tradicional de algunos libros de la Escritura en
determinados tiempos litúrgicos; mayor presencia del Antiguo Testamento;
recuperación de algunos textos evangélicos ligados al catecumenado, etc.
Una de
las novedades que aportó la reforma litúrgica del Vaticano II en el
Leccionario de la Misa y de los sacramentos ha sido el salmo responsorial o
gradual. Este salmo, normalmente, debe ser cantado por un salmista, de manera
que la asamblea se une por medio de la respuesta.
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