viernes, 24 de julio de 2015

ESPIRITUALIDAD AGUSTINO RECOLETA




 
Por distintas razones, no es fácil exponer de manera sistemática y sintética la doctrina de san Agustín. En primer lugar porque se encuentra dispersa en muchísimos escritos (libros, cartas y discursos), y, en segundo lugar, porque san Agustín es uno de los autores que "escriben progresando y progresan escribiendo" (Ep. 143,2). Esta doble circunstancia hace que su

pensamiento, como también su experiencia, haya que captarlos más diacrónica que sincrónicamente. Y, en tercer lugar porque, para dar unidad a todo el cuerpo de la doctrina, es necesario percibir la idea central, que es centro o núcleo de las reflexiones del autor. Sólo colocándonos en su perspectiva es posible comprender plenamente lo que él dice sobre los diversos temas (Cristo, Espíritu Santo, Iglesia, sacerdocio, vida religiosa, etc.) y articular su pensamiento no de forma extrínseca y subjetiva, sino de forma objetiva. Consciente de las dificultades, considero sin embargo que el intento es un deber, indicando ya de antemano la idea que, en mi opinión, constituye el eje central del pensamiento de san Agustín: su visión del plan de Dios en la historia del hombre.


1. El plan de Dios

Las palabras que mejor ilustran esta visión se leen en el De civitate Dei: "No ignoraba Dios que el hombre había de pecar, y que, ya ligado a la muerte como estaba, había de propagar seres destinados a morir, y que esta raza de mortales había de llegar tan lejos en su salvajismo pecador, que las mismas bestias irracionales y sin voluntad, nacidas de múltiples estirpes, unas de las aguas, otras de la tierra, vivirían entre sí con más paz y seguridad que los hombres, surgida toda su estirpe de un solo individuo para asegurar la concordia. Jamás los leones ni los dragones han desencadenado entre sí mismos guerras semejantes a las humanas.  Pero Dios también tenía prevista la llamada a la adopción por su gracia de un pueblo de justos, destinándolo a vivir la paz eterna en compañía de los santos ángeles, después de perdonarle sus pecados y santificarlo por el Espíritu Santo, destruido su último enemigo, la muerte. A este pueblo le habría de ser útil la consideración de que Dios decidió la creación del género humano a partir de un solo hombre para hacerle más patente a los hombres cuánto le agrada la unidad de muchos (in pluribus unitas)" (Civ. Dei XII,22).

Del pasaje citado se desprende:

1.         Que Dios ha creado a los hombres por medio de un único individuo porque quería recomendarles que viviesen en la unidad y en la concordia como pertenecientes a una única familia.
2.         Que aún sabiendo que los hombres, con sus graves pecados, iban a luchar entre ellos con mayor ferocidad que los animales, Dios preveía llamar a la adopción a un pueblo de fieles, justificándolo en el Espíritu Santo, con la remisión de los pecados.

3          .Que Dios dispuso asociar este pueblo a la sociedad de los ángeles en la paz eterna, tras la victoria final sobre la muerte. La historia humana, por consiguiente, a los ojos de san Agustín, está marcada por tres momentos: el momento inicial de la creación, el intermedio de la reunión del pueblo de los fieles, y el momento final de la asociación de este pueblo con la sociedad de los ángeles.
El sentido de la historia, en su totalidad, está encerrado en la afirmación final: "A Dios le agrada la unidad de muchos. Ésta es la perspectiva particular, el mirador desde donde contemplaba al hombre y su historia: Dios quiere que los hombres vivan en la unidad. Quiere decir que Dios ha creado al hombre con una naturaleza tendente a la relación y, al mismo tiempo, que sus intervenciones en la historia apuntan a reconducir a los hombres a la unidad, a pesar de que ellos siempre sean propensos a dividirse y a oponerse con el pecado.



2. La naturaleza humana.

Estudiemos, en primer lugar, la vocación  a la unidad inscrita por el Creador en la estructura más profunda y permanente de la naturaleza humana. En un segundo momento, veremos cómo Dios promueve la unidad de los hombres en la historia, haciéndolos progresar en la interioridad. Es decir en la relación interior con Dios mismo, fuente de unidad para los individuos y para toda sociedad humana.

Nos hiciste Señor para ti.

El Dios trinitario de la revelación cristiana, es Uno y "es la unidad que es principio originario de todo lo que es uno" (Vera. re!. 36,66). El es "único Dios, por quien fuimos creados, y semejanza suya, que nos vuelve a la unidad, y paz que nos mantiene en concordia" (Ib.55,113);  "a quien le agrada la unidad, incluso en la pluralidad" y que al final reconducirá a todos hacia la unidad, cuando "será todo en todos" (ICor 15,28) (Civ. Dei XXII,30,1). La perspectiva de la unidad, la relación con Dios es, sin duda, la primera que el hombre está llamado a vivir y a desarrollar. Y es éste, justamente, el punto fundamental de la espiritualidad de san Agustín, que aparece expresado ya en la primera página de las Confesiones con las famosas palabras: "Nos has hecho Señor para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti" (Conf. 1,1). La expresión latina "ad te", expresa bien la vocación del hombre a la relación con Dios. Pero ya antes había observado que la sabiduría divina ha creado todas las criaturas, pero que sólo el hombre ha sido creado también ad Sapientiam, es decir que está llamado a participar de la sabiduría (Vera re!. 44,82).

La ley de la gravedad de los cuerpos ilustra la relación del hombre con Dios: "Todo cuerpo, por su propio peso, tiende al lugar que le es propio. Un peso no tiende únicamente hacia abajo, sino hacia su propio lugar. El fuego tiende hacia arriba, la piedra hacia abajo. Accionados por sus propios pesos, buscan el lugar que les compete. Las cosas menos ordenadas están inquietas. Al ordenarlas, hallan su descanso. Mi amor es mi peso, él me lleva adonde soy llevado. Es tu Don el que nos enciende y nos lleva hacia lo alto" (Conf. XIII, 9, 10).

La imagen del peso y del lugar natural no significa, por cierto, que el hombre está determinado ad unum, como los seres sin libertad y sin razón. Quiere decir que el hombre no se puede realizar encerrándose en si mismo, y que Dios es la posibilidad más grande, aquella que lo realiza plenamente. Un estudioso alemán, W. Beierwaltes, ha comparado la inquietud constitutiva del corazón humano con la autosuficiencia de Dios: "E! (Dios) no trata, en absoluto, de apartarse en un lugar que pudiera ser oportuno para poderse apaciguarse, primero entre todos; Él es el que es; el mismo ser puro e inmutable. Su "fuerza de gravedad", por consiguiente, le impulsa hacia lo exterior, pero permanece concentrada en si misma, de manera tal que, siendo summum bonum por naturaleza, no tiene como fin algo distinto".


Dios no tiene como fin algo distinto, el hombre sí lo tiene. El hombre  no puede encontrar su total realización ni en sí mismo, ni en ninguna otra cosa creada, sino sólo en Dios, porque ha sido creado capax Dei, es decir capaz de participar de la naturaleza divina de manera tal que le, sea posible conocer y amar a Dios (Trin. XIII, 8,11; XIV, 4,6; XII, 15). Para San Agustín, el hombre ha sido creado a imagen de Dios (Gn 1,26), para que se acuerde de Él, lo comprenda y lo ame (lb. 14,12,15). Creado para poseer a Dios, que es sumo bien, verdad y amor, es evidente que no podrá conseguir una paz total y verdadera, a no ser que descanse en Dios.

Ahora  bien, si esta capacidad divina constituye la gran dignidad del  y al mismo tiempo es imperdible, justamente porque es una criatura, el hombre tiene también necesidad de Dios (indigens Deo). De ninguna manera puede realizarse por sí solo, sino que tiene una absoluta necesidad de la ayuda de Dios. Escribe en De civitate Dei: "Si nuestra naturaleza procediera de nosotros, seríamos nosotros los autores de nuestra sabiduría, y no nos preocuparíamos de aprenderla con la doctrina; y nuestro amor, partiendo de nosotros y referido a nosotros, nos bastaría para vivir felizmente y no tendría necesidad de algún otro bien del que gozar. Ahora bien, como nuestra naturaleza para existir tiene a Dios por autor, sin duda tenemos que tenerle a El como maestro para conocer la verdad, y como suministrador de la suavidad íntima, para ser" (Civ. Dei Xl,25). Insiste en esta misma idea en otro lugar: "No es tal el hombre que una vez creado pueda ejecutar algo bueno como propio suyo, si le abandona el que le hizo, pues toda su acción buena consiste en convertirse hacia aquel por quien fue hecho, y sólo por esto se hace justo, piadoso, sabio o eternamente bienaventurado" (Gn. Litt. 12,25)

Es el punto en que la antropología agustiniana discrepa notoriamente de la de Pelagio, como también de la cultura predominante en nuestros días, que tiende a considerar como algo marginal y superfluo la relación del hombre con Dios. Para el obispo de Hipona, la dimensión religiosa, entendida como relación íntima con Dios, es esencial para la calidad de la vida humana. Esto no quiere decir que sin Dios el hombre no puede vivir o que la vida sin él no tenga ni sentido ni belleza (Vera rel. 26,48). Pero, ciertamente, sin Dios no podrá gozar nunca de la plenitud de la paz en sí, ni en la relación con sus semejantes. De aquí la invitación constante de san Agustín a la interioridad. "Pues si el hombre fue creado en tal condición que por lo que en él hay de excelente alcanza lo que excede a todas las cosas, es decir, un solo Dios verdadero y perfecto,  sin el cual no subsiste naturaleza alguna, ni instruye doctrina alguna, ni aprovecha costumbre alguna: busque a aquel en quien todas son ciertas; dame a aquel en quien tenemos la suprema rectitud" (Civ. Dei V1II,4).
 



3. La naturaleza social del hombre.

Además de convocado a vivir con Dios, el hombre está llamado a vivir en relación con sus semejantes y con las demás criaturas. Algunos filósofos paganos -leemos en el De civitate Dei- "afirman que el sabio debe vivir en sociedad. Esta afirmación la suscribimos nosotros con mucha más fuerza que ellos. En efecto, ¿de dónde tomaría su origen, cómo iría desarrollándose y de qué manera conseguiría el fin que se merece esta ciudad de Dios, si la vida de los santos no fuese una vida en sociedad?" (lb. XIX,5). El sentido de la afirmación no deja lugar a dudas. Si es verdad que la meta final, asignada por Dios a la historia humana,  es "la convivencia que en perfecto orden y armonía goza de Dios y de la mutua compañía de Dios" (lb. XIX,17), el hombre ha de ser creado necesariamente inclinado al aspecto social. Sería absurdo que para alcanzar su objetivo, Dios tuviera que intervenir en el transcurso de la obra, modificando la naturaleza o superponiéndose a la misma.

La vocación originaria de los hombres a la unidad se encuentra manifestada en el relato bíblico de la creación por un único arquetipo, que revela la intención del Creador por unir a todos los hombres con lazos de parentesco: "Fue creado un solo individuo, aunque no fue abandonado a su soledad, del cual se propagaría la humanidad con el fin de que, aun siendo muchos, nos conservásemos unidos en la concordia, ayudándonos de este recuerdo" (lb. XIl,27; XIV, 1; XXII,2). Sin embargo, la revelación bíblica no hace sino confirmar con autoridad divina una realidad ya inscrita en la naturaleza humana y que se manifiesta en muchos deseos  (appetitus) que cada hombre experimenta en sí mismo: el deseo y la necesidad de comunicar con los demás, el deseo de amar y ser amado, de tener amistades y vivir, en lo posible, en paz con todos.

De estas necesidades y tendencias naturales han nacido todas las sociedades humanas, desde la más pequeña y fundamental que es la familia a la de la ciudad, del estado y del mundo. Lo afirma de manera explícita san Agustín a propósito del matrimonio: "Como quiera que cada hombre en concreto es una porción del género humano y la misma naturaleza humana es de condición sociable, se sigue de ello una gran excelencia natural, como es el vínculo solidario de la amistad entre todos los hombres... La primera alianza natural de la sociedad humana nos la dan, pues, el hombre y la mujer enamorados" (B. coniug.1,l). No obstante el fuerte acento puesto en el carácter social de la naturaleza humana, san Agustín no duda en decir que "ninguna raza hay tan sociable por naturaleza, y tan dada a la discordia en su degradación" (Civ. Dei. X1I,27,1),  ya que no es posible una verdadera amistad, ni una convivencia en paz y en concordia entre los hombres si ambas no están fundadas en el amor de Dios (Ep. 137,5,17). Dicho con otras palabras, la comunión con el prójimo tiene como pilar la comunión con Dios y, por consiguiente, está directamente enlazada con la interioridad.

3.1 La corporiedad

Este es el punto más controvertido de la espiritualidad agustiniana;  el tema sobre el cual más a menudo discuten teólogos y moralistas. El cuerpo ¿forma parte integrante del hombre? ¿Es una ayuda o es un obstáculo para la unión con Dios y con los demás? Muchos estudiosos consideran que la antropología agustiniana sigue siendo de matriz platónica, y hay quienes afirman que hasta conserva vetas maniqueas. Muchos otros prefieren hablar de evolución: desde una fase netamente platónica, el convertido habría pasado, paulatinamente, a una visión cada vez más madura y menos dualista. Personalmente considero que, ya desde los primeros tiempos de la conversión, él haya considerado el cuerpo como una parte integrante del hombre, alejándose así de la idea platónica, aunque haya continuado sosteniendo tesis típicamente platónicas, como por ejemplo la espiritualidad y la inmortalidad del alma, y que no haya nunca concebido la unión del alma con el cuerpo según la manera aristotélica.

Plotino había escrito que el hombre, y en particular el sabio, no es el compuesto de alma y de cuerpo, porque la felicidad y el bien vivir están en el alma racional y no en el alma entera'. En el De ordine, Agustín afirma exactamente lo opuesto: "El sabio no sólo consta de alma y cuerpo, pero aun del alma íntegra, pues sería locura negar que también pertenece a ella la porción que usa de los sentidos" (Ord. 2,2,6). Inmediatamente después del bautismo, se pregunta: ".cuál de las dos sustancias que he mencionado es la que constituye realmente al hombre? ¿Son las dos, o el cuerpo solamente, o sola el alma?" Y contesta: "El cuerpo y el alma son dos realidades distintas y ni la una sin la otra es el hombre; no es el cuerpo sin el alma que le anima, ni el alma sin el cuerpo al que da la vida" (Mor. 1,4,6).

No se trata de afirmaciones puramente teóricas. En los Soliloquia reconoce que la sabiduría es el bien más alto, al que quiere subordinar todo otro bien, pero no duda en manifestar su aprecio por los demás bienes, como la vida y la salud del cuerpo, o por un bien exterior, como la amistad, mostrando así que acoge la triple distinción sobre los bienes que hace Aristóteles (Sol. 1,9,16-12,20; Lib. arb. 1,15,32). En contra de los platónicos en el De quantitate animae escribe que nadie ha de quejarse que al cuerpo se le dé el alma, porque "el orden de las cosas, tan excelente y tan divino, no puede armonizarse mejor" (An. quant. 36,81) En el De vera religione, tras haber dicho que la resurrección de Cristo ha mostrado "y cuán fácilmente el cuerpo sirve al alma si ésta se somete a Dios" (Vera, re!. 16,32), reitera una vez más la acusación de los platónicos, afirmando que el auriga o cochero no debe culpar aquello de lo que se sirve "porque el coche está bien construido" (Ib. 83).

Por consiguiente, ni siquiera en los primeros escritos la antropología agustiniana puede considerarse totalmente platónica. Y en el De doctrina Christiana esto aparece de forma indiscutible. Recordemos solamente un texto que sirva de confirmación: "Lo que no pocos dicen que quisieran carecer enteramente de cuerpo, por completo se engañan, pues lo que odian no es su cuerpo, sino su peso y su corrupción" (castigo del pecado). En realidad, añade, nadie aborrece su propio cuerpo. En la Escritura se nos han dado dos mandamientos: el amor de Dios y del prójimo. No se nos dio el mandamiento de amarnos a nosotros mismos y a nuestro cuerpo, ya que "no hubo necesidad de dar un precepto para que el hombre se amase a sí mismo y también a su cuerpo; lo amamos por la ley inviolable de la naturaleza, la cual se promulgó en favor de las bestias" (Doctr. chr. 1,26,27). En el De civitate Dei se exalta la bondad y la sabiduría del Creador, que se revela tanto en la funcionalidad como en la belleza de los miembros del cuerpo, al manifestar que "no vemos en el hombre nada creado que tenga un fin utilitario y a la vez que no sea una expresión de belleza" (Civ. Dei XXII,24,4).
Es innegable, sin embargo, la evidencia de un cierto dualismo que, a pesar del reconocimiento de la exaltación del cuerpo, asigna la primacía al alma y considera el cuerpo como un instrumento al servicio del alma, como lo consideraban los estoicos.

El tema del placer corporal merece un comentario aparte, porque algunos moralistas ven aquí un residuo de maniqueísmo. En realidad,  Agustín considera el placer del cuerpo como un bien, aunque sea ínfimo.
 
3. 2 El hombre y el mundo.

Ahora bien, no cabe duda que el cuerpo pone al hombre en relación con el mundo físico. Lejos de ser un forastero en el mundo, “el hombre es una pequeña parte del mundo creado por Dios” (Conf. 1,1). Mejor dicho, es un microcosmos, porque en él se condensa toda la creación, "no ya porque en él estén todos los ángeles, o el cielo y la tierra y el mar
con todo lo que hay en ellos, sino porque toda criatura en parte es espiritual, en parte es animal y en parte es corporal
" (Div. Qu. 83,67,5). Pese a estas afirmaciones, parece, sin embargo, que Agustín no se interese mucho por este mundo. En los primeros diálogos repite que quiere conocer sólo a Dios y el alma (Ord. 2,18,47;Sol. I,2,7).También en el maduro Enchiridion juzga los conocimientos del mundo físico como algo que no ayuda para nada a salvarnos (Ench. 3,9). Reconoce que para el hombre pecador el mundo sensible es el punto de partida obligado para elevarse a Dios: "Luego en las mismas cosas carnales que nos detienen, hay que apoyarse para conocer las que pertenecen a un orden invisible"  (Vera re!. 24,45). Las criaturas de la tierra gritan con la voz de su belleza a los hombres que suban hacia Dios, sin detenerse en ellas (Conf. X,6,10).

En el comentario literal al Génesis, la reflexión sobre la relación del hombre con el mundo físico da un salto cualitativo. La tierra no ofrece sólo un espectáculo de belleza útil para unirnos a Dios. Es también la madre que nos alimenta con sus productos (En. Ps. 62,10) y que el hombre está llamado a trabajar y custodiar. Esta tarea no le fue impuesta al hombre a raíz del pecado como un castigo por su desobediencia. Le fue impuesta antes, cuando se le colocó en el jardín, porque ya en el plan originario Dios preveía que "todos los productos de la creación fueran más abundantes y pujantes con la colaboración del género humano". Es otra señal de la gran dignidad del hombre, imagen de Dios, llamado a colaborar con el Creador para conservar y mejorar la tierra. Además del valor religioso, el trabajo tiene un valor más específicamente humano, porque al trabajar seriamente el hombre puede ejercer y desarrollar sus capacidades físicas e intelectuales. Y por último, conforme con una con-cepción del hombre y de la historia dominada por la idea de la unidad,.  san Agustín afirma que hay que ejecutar el trabajo conversando con la naturaleza misma, para saber de ella si puede ser de alguna utilidad y cómo, la intervención del hombre (Gn. Litt. 8,8,15-16).

II. Dios y el hombre en la historia.

Hasta aquí hemos expuesto a grandes rasgos el pensamiento agustiniano sobre la naturaleza humana en su estructura más profunda y permanente, antes de que fuera embellecida y enriquecida por los dones gratuitos de Dios y antes de que fuera desfigurada y empobrecida por el pecado. Al fin de evitar posibles confusiones, es oportuno no olvidar estos dos aspectos de la naturaleza humana: el aspecto permanente y el aspecto histórico. De hecho, la imagen de Dios, es decir la capacidad de participar de la naturaleza divina, es una prerrogativa impresa de forma indeleble en el alma humana, que ningún pecado puede destruir (Inn. XIV,4,6). Ni siquiera los deseos de felicidad, de verdad y de inmortalidad pueden perderse del todo, como tampoco la inclinación a la sociabilidad,  a la amistad y a la paz. Pero junto con tantos dones imperdibles, en el momento de la creación Dios había enriquecido al hombre con otros tantos dones que podían conservarse y acrecentarse con la obediencia y podían perderse con la desobediencia. Así, gracias a un don gratuito, el hombre puesto en el paraíso, podía no pecar y no morir; podía labrar la tierra sin cansarse y, sobre todo, podía vivir en paz consigo mismo, con el prójimo y con el mundo, porque gozaba de una gran intimidad con Dios en un régimen de perfecta interioridad: "Antes de que el alma pecase -leemos en uno de los primeros libros- Dios la regaba con una fuente interior, hablando al entendimiento de ella, de modo que no necesitaba las palabras desde fuera como si fuera una lluvia de nubes, sino que se saciaba con propia fuente, es decir, con la verdad que manaba en lo más íntimo de su ser" (Gn.adu. Man.2,4).

Lamentablemente, la feliz condición de los comienzos se vio pronto perjudicada por el pecado de Adán, que "aún no había arrojado de su alma por la soberbia las cosas íntimas" (Ib 5,6). Es una anotación sumamente relevante porque, como se verá a continuación, a los ojos de san Agustín la historia humana está marcada por dos fuerzas que bogan en dirección opuesta: Mientras el hombre con el pecado no hace más que tender a la exterioridad, es decir que se aleja de Dios y de sí mismo, Dios con su amor no hace otra cosa que buscar al hombre para que vuelva a la casa paterna, de la que se ha alejado como el hijo pródigo de la parábola. Con un grave pecado de soberbia, pues, los primeros hombres han perdido para si y para sus descendientes los dones recibidos gratuitamente: han caído en la necesidad de morir y de pecar, siendo ahora afligidos por la ignorancia y la codicia (cupiditas), que se han manifestado en los miembros corruptibles y mortales por el pecado. La naturaleza humana está ahora herida y enferma: necesita del médico. La soberbia rebeldía hacia Dios ha hecho que el hombre dejara de reconocerse como igual a sus semejantes y buscara fuera de sí cómo apaciguar aquellos deseos (conocer la verdad y vivir felices) que sólo Dios puede satisfacer, siendo así presa de los tres vitia de la soberbia, de la curiositas y de la voluptas o libido (Lib.arb. 2,19,53), que son fuente de toda iniquidad (Conf. 111,8,16).

En resumen, el hombre con el pecado pasa de ser interior a exterior, de espiritual a carnal. Y ahora todos nacen en una condición de muerte y el tiempo se ha convertido en el saeculum, que muda todo en vanidad y que arrastra todo hacia el fin. El hombre pierde hasta el cono-cimiento de si mismo: ignora las tendencias más profundas y verdaderas de su propia naturaleza`. Y mucho más aún, ignora a Dios. No pudiendo siquiera conocerle ni amarle, el hombre se crea unos ídolos a los que se subyuga porque espera de ellos la felicidad (Vera re!. 38,69). Y así, de la unidad originaria ha caído en la multiplicidad dispersiva y en la división del alma (distentio) (S. 96,6; Conf. XI, 29,39). La división y la dispersión se han extendido también a la sociedad humana: "Injurias, celos, enemistades, la guerra. ¿No están llenos los aconteceres humanos de todo esto? ¿No sucede así con demasiada frecuencia, incluso en las amistades más limpias de amigos? ¿No es verdad que por todas partes la vida humana está llena de todas estas miseria, de injurias, celos, enemistades, de guerra, de una manera infalible? En cambio, el bien de la paz es problemático, puesto que ignoramos el corazón de aquellos con quienes la quisiéramos pactar, y si hoy podemos conocerlo, mañana nos serán desconocidas sus intimidades" (Civ. Dei XIX, 5).

Aunque los pecados se hayan multiplicado y aumentado en gravedad, Dios no ha renunciado jamás a su plan de unidad y ha seguido siempre interviniendo en el tiempo, para llevar a cumplimiento su plan. Ya en el tratado De vera religione Agustín habla de la dispensatio temporalis, con la que la divina providencia cuida de la humanidad en su con-junto y de cada individuo en particular (Vera re!. 25,46). Siguiendo las indicaciones de la Escritura, distingue en la historia seis edades o épocas: la primera desde Adán a Noé, la segunda desde Noé a Abraham ,la tercera desde Abraham al rey David, la cuarta desde David al exilio en Babilonia, la quinta desde el exilio a la predicación de Juan el Bautista. La sexta época comienza con la primera venida de Cristo y culminará con su segunda venida en la gloria (Cat. rud. 22, 39-40). Más brevemente, en los comentarios a las cartas paulinas divide la historia en tres fases: antes de la ley, bajo la ley y bajo la gracia (Exp. Prop. Rm. 22-28; Exp. Gol. 46). De todas las maneras, a la historia se la ve siempre del mismo modo: Dios sigue interviniendo en el tiempo para reunir a los hijos dispersos, con una acción dirigida a favorecer en los hombres una paulatina recuperación de la interioridad, perdida con el pecado. En cada edad tiene lugar un avance en esa dirección, aunque el progreso se hace más evidente a partir de la Alianza de Dios con el pueblo de Israel.

En efecto, Dios se hizo conocer por el pueblo de Israel como el único Dios y como padre; por medio de Moisés le dio una ley escrita que eliminaba la ignorancia de la ley natural, causada por el pecado. No obstante, el espíritu que prevalecía seguía siendo carnal y servil. La ley era espiritual, es decir dada por el Espíritu de Dios, pero escrita sobre las tablas de piedra y no en el corazón de los fieles. Tenía la función de preparar los Israelitas a que acogieran al Mesías y su liberación, haciéndoles ver la incapacidad natural que tenían en observar los preceptos de justicia sin la gracia. También hubo un gran progreso en la unidad: Dios adquirió para sí un pueblo devoto con fuerte brazo, unido mediante algunos sacramentos o ritos sacros (Vera re. 17,33), difíciles de comprender, ciertamente, y observados espiritualmente sólo por pocos quienes, iluminados por Dios, creían en el Cristo que había de venir. Sucintamente, la distancia entre la interioridad del Antiguo y del Nuevo Testamento está en que "la ley fue escrita en aquél sobre tablas de piedra, y en éste en los mismos corazones, para que lo que en aquel causaba terror por medio de amenazas exteriores, deleite en éste interiormente, y lo que allí hacía prevaricador al hombre, mediante la letra, que mata, le haga aquí amante mediante el espíritu, que vivifica; siendo esto así, no se ha de afirmar que Dios nos ayuda a obrar la justicia y que obra en nosotros así el querer como el obrar según su beneplácito sólo porque suena en nuestros oídos exteriormente la ley de la justicia, sino porque interiormente da el incremento, derramando la caridad en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado" (Spir. et litt.25,42).


1. La mediación de Cristo.

El profundo cambio entre los dos Testamentos, anunciado por los Profetas, lo realiza Dios mediante el envío al mundo de su Hijo Unigénito y mediante el don del Espíritu Santo. San Agustín subraya la centralidad de Cristo en el plan divino en la promoción de la interioridad y de la unidad. Cristo es el verdadero mediador entre Dios y los hombres. Es mediador, en primer lugar, por el conocimiento de la verdad: "la misma verdad incorruptible es el único maestro interior ... él se hizo también maestro exterior para llamarnos de lo exterior a lo interior" (C. ep. Man.36). En este sentido dirá: "yo soy el Verbo del Padre" (lo. ev. tr. 22,14) y, por consiguiente, Cristo es nuestra ciencia y nuestra sabiduría, ya que tiene en sí todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia (Trin.XIII, 19,24).

Ahora bien, Cristo es asimismo "sacramento del hombre interior y ejemplo para el hombre exterior". Con su muerte y resurrección es el sacramento eficaz de nuestra muerte al pecado y de nuestra resurrección interior. Por otro lado, la muerte física de Cristo es el ejemplo de la muerte de nuestro cuerpo, como la resurrección de su cuerpo es el ejemplo de la futura resurrección de nuestro hombre exterior. En consecuencia, concluye: "A esta nuestra doble muerte consagró nuestro Salvador, su muerte única, y para obrar nuestra doble resurrección antepuso y propuso su única resurrección ... pero vestido de carne mortal, muere sólo en la carne y resucita en la carne sola, y así la armoniza con nuestra doble muerte, siendo sacramento del hombre interior y ejemplo del exterior" (lb. lV,3,6).

La mediación de Cristo, sin embargo, aparece en todo su valor en la reconciliación de los hombres con Dios y entre sí. En efecto, Dios "ha enviado a su Hijo al mundo, para reconciliar a los hombres entre sí y reconducirlos todos a la unidad" (lb. IV,7,11). El Padre, "teniendo un Hijo unigénito, no quiso que estuviera solo, sino para que tuviese hermanos, adoptó otros hijos, que pudieran poseer con él la vida eterna" (Ep. Jo. tr. 8,14). Y subraya con fuerza la reconciliación de los hombres con Dios: "El que es Dios sobre todas las cosas, Hijo igual al Padre, se hizo hombre para que, siendo Hombre-Dios, fuese el Mediador entre los hombres y Dios, y así reconciliase a los alejados, uniese a los separados, llamase a los repudiados y acompañase a los peregrinos" (En. Ps. 100,3). Con la misma fuerza se subraya también la incorporación de los hombres con Cristo: "Dios no puede dar ningún don mayor a los hombres que hacer que su Verbo, por el cual creó todas las cosas, fuese Cabeza de ellos y adaptarlos a El como miembros, a fin de que fuese Hijo de Dios e hijo del hombre; un solo Dios con el Padre y un solo hombre con los hombres" (En. Ps. 85,1).

Como se desprende de las últimas palabras, Cristo no ha reconciliado solamente a los hombres con Dios, sino que los ha reunido entre sí. Comentando la oración sacerdotal, observa: "anhela también que los suyos sean una misma cosa, pero en Él, porque en sí mismos no lo pueden ser, distanciados como están entre sí por diversidad de placeres, concupiscencias y lacras del pecado; y de ahí que su purificación es obra del Mediador, para que sean unidad en ÉL, no sólo en cuanto a la naturaleza humana.., sino incluso por unión de voluntades, que aspiran a la misma bienandanza, fusionados en unidad de espíritu por el fuego aglutinante de la caridad. Tal es el significado de las palabras para que sean uno como nosotros somos uno. Como el Padre y el Hijo son uno en unidad de esencia y amor, así aquellos de quienes el Hijo es mediador ante Dios no sólo sean uno en virtud de la identidad de naturaleza, sino también en unidad de voluntades del mismo amor" (Tríri. IX, 12). La centralidad de Cristo en el plan de Dios resplandece ya en la predestinación, a propósito de la cual escribe: "El Padre nos ama porque somos miembros del Hijo amado, y para que lo fuésemos, nos amó antes de que existiéramos" (lo. Eu. Tr.110,5; Praed. Sanct. 15,31-16,32).


2. El don del Espíritu Santo.

La mediación de Cristo es inseparable de la acción del Espíritu Santo. Ya en los primeros diálogos, el Espíritu es el centro de interés del convertido: es la llamada interior que hace nos acordemos de Dios y lo busquemos: es aquel que nos conduce hacia la verdad y hace posible nuestra adhesión al Padre (Beata u. 4,35-36); es aquel que nos convierte y nos purifica (Sol. 1,1,3); renueva y santifica con el don de la caridad (Mor. 1,13,22-23; 35,80). Muy pronto para san Agustín, el Espíritu Santo es la caridad inmutable (An. quant. 34,77), el Don de Dios, la Gracia, la Paz "que nos vuelve a la unidad" (Vera. re!. 55,113), es la comunión del Padre y del Hijo, el amor y la caridad que tienen el uno por el otro, fuente de nuestra reconciliación con el Padre (F.et symb. 9,19). La misma doctrina se repite en el De Trinitate y se profundiza en ella. Al Espíritu se le llama "la misma comunión consustancial" o "el amor sustancial, que une desde la eternidad al Padre y al Hijo" (Trin. VI,5,7).

Por tanto, es el mismo Espíritu Santo "Dios de Dios, el que cuando se da al hombre, le inflama en amor de Dios y del prójimo, pues Él es el amor" (Ib. 15,17,31); es él, "quien difundiendo en nuestros corazones la caridad de Dios, hace que la Trinidad entera viva en nosotros" (Ib. XV,18,32). Una vez que ha fijado su morada en el alma, "el Espíritu habita, llena, rige, obra, frena para el mal, excita para el bien, hace suave la justicia, para que el hombre obre el bien por amor a la rectitud, no por el temor del suplicio" (S. 72/A2) En conclusión, el Espíritu Santo es el principio de la nueva vida del alma: la renueva, hace que se una a Dios y al prójimo con amor. En efecto, "a él pertenece la unión por la que nos constituimos en el único cuerpo del único Hijo de Dios" y en virtud de la cual, "aquellos sobre los que vino por primera vez hablarán las lenguas de todas las naciones" (S. 71,17,28). El don del Espíritu Santo hace que los creyentes participen de la comunión trinitaria. Así "lo que es común al Padre y al Hijo, quisieron que estableciera la comunión entre nosotros y con ellos; por ese 'don' nos recogen en uno, pues ambos tienen ese uno, esto es, el Espíritu Santo" (Ib. 71,12,18); es el Espíritu que "nos congrega y nos reúne", para formar "la unidad del Cuerpo de Cristo, congregada de todas las lenguas reuniendo a todos los pueblos extendidos por la totalidad del orbe de la tierra" (S. 270,6). Con un poco de audacia, san Agustín no duda en decir que "lo que es nuestro espíritu o nuestra alma respecto a nuestros miembros, eso mismo es el Espíritu Santo respecto a los miembros del cuerpo de Cristo que es la Iglesia" (S. 268,2).

3. La múltiple unidad de la Iglesia.

La Iglesia es "el pueblo de Dios congregado en unidad por el Espíritu Santo" (S. 71,12,19). La humanidad, rota a raíz de la caída, ha llenado toda la tierra; en la Iglesia "la misericordia de Dios ha recogido los fragmentos de todas las partes y las ha sometido al fuego de la caridad, haciendo una sola cosa de aquello que había sido fracturado" (En. Ps. 95,11). Los cristianos son "muchos hombres y un hombre solo, muchos cristianos y un solo Cristo... siendo nosotros muchos en Aquel, somos uno. Luego Cristo es uno, Cabeza y Cuerpo" (En. Ps. 127,3). La doctrina de la Iglesia-cuerpo de Cristo, el Christus totus, es un elemento esencial de la espiritualidad agustiniana. En la Iglesia, de hecho, se realiza, de momento de forma limitada pero un día de forma perfecta y definitiva, el designio de Dios de reunir a los hombres en Cristo. Para el obispo de Hipona esta doctrina no es sólo una bella idea teológica, sino que es la realidad de la que los fieles han de tomar conciencia para vivir de manera coherente. Les decía: "En el nombre de Cristo nos mantenemos en una misma fe, bajo un mismo Señor vivimos en una misma casa, bajo una sola cabeza somos miembros de un mismo cuerpo, y un mismo espíritu nos anima" (S. 52,4,8).

De esta toma de conciencia nace el compromiso para la unidad y la solidaridad: "Para que no exista discordia entre los miembros de Cristo, realicen todas las funciones que les son propias en el cuerpo. Haga el ojo, colocado en la parte superior, lo que al ojo pertenece; la oreja lo que corresponde a la oreja, y lo mismo las manos y los pies, respectivamente, para que no existan divisiones en el cuerpo, sino que todos los miembros se preocupen de él como de sí mismos" (S. 24,5). Las diferencias de carismas y de funciones dentro de la Iglesia no se ven eliminadas, pero gracias, a la caridad todos trabajan para el bien de todo el cuerpo. La diversidad de las lenguas de la carne, introducida por la soberbia, no es eliminada, pero el Espíritu Santo las ha reunificado en la Iglesia con la unidad de la fe (En. Ps. 54,11). Por eso, "Nada debe ser tan temible al cristiano como el separarse del cuerpo de Cristo, porque, si se separa del cuerpo de Cristo, ya no es miembro suyo; y si no es miembro suyo, no vive de su Espíritu. El que no tiene, dice el Apóstol, el Espíritu de Cristo, este tal no es de Cristo" (lo. ev. tr. 27,6).

Siguiendo las indicaciones de la Escritura, a san Agustín le gusta expresar la unidad múltiple de la Iglesia de diferentes modos: la Iglesia es templo o casa de Dios; es la ciudad de Dios, como explica en el siguiente texto: "Pues los hombres que se aman mutuamente y que aman a su Dios, que habita en ellos, constituyen la ciudad de Dios... Quien está lleno de caridad, está lleno de Dios, y los muchos llenos de caridad constituyen la ciudad de Dios" (En. Ps. 98,4). No podemos detenernos más sobre estas expresiones. Sin embargo, es un deber advertir que la Iglesia, aunque es ante todo una comunión de orden espiritual, constituida por una única fe y una sola caridad inspiradas por el único Espíritu de Cristo, es también una communio sacramentorum. El nuevo pueblo de Dios queda unido por signos visibles, como son los sacramentos, cuya única función consiste en promover la comunión espiritual. Es siempre una razón de enorme tristeza para Agustín el constatar que muchos tienen en común los sacramentos, sin tener en común la fe y la caridad. Todavía, no obstante la presencia en su seno de muchos falsos cristianos y de muchos pecadores, la Iglesia sigue siendo siempre la Esposa que Cristo amó hasta dar su vida, y la Madre que sigue engendrando nuevos hijos a Dios.




4. La tensión escatológica

La unidad de muchos hombres en Cristo es ya una realidad en la Iglesia, aunque todavía no haya llegado a su plenitud total y perfecta. Ya hoy la Iglesia forma "la futura ciudad única, en la que todos sus moradores no han de tener más que una sola alma y un solo corazón en Dios", pero esta unidad "constituirá la perfección de nuestra unidad, después de esta peregrinación terrenal" (B. coniug 18,21). Dicha unidad "también en el tiempo presente es ya reino de Cristo y reino de los cielos". Pero "dejemos a un lado aquel reinado del que se dirá al final: Venid, benditos de mi Padre; heredad el reino preparados para vosotros" (Cio. Dei XX,9,1). Ésta no es aún la societas ordinatissima et concordissima, en la que todos gozarán de Dios y mutuamente en Dios (lb. XLX,17); es la ciudad de Dios que "en el presente discurrir de los tiempos se encuentra peregrina entre los impíos viviendo de la fe, y espera ya ahora con paciencia la patria definitiva y eterna" (lb. 1, praefatio): tiene la mirada dirigida hacia las cosas que están delante y se extiende no hacia el presente, sino hacia el futuro (En. Ps. 101,dl,4).

La tensión escatológica, otro aspecto esencial de la espiritualidad agustiniana, no es espera inerte; pide un compromiso activo, porque "Prosigue edificándose la casa del Señor, Dios nuestro; todavía se edifica... Esto se hizo, esto se hace, esto lo hacen estas voces, estas lecturas, esta predicación del Evangelio en todo el orbe de la tierra. Todavía se continua edificando. Esta casa creció mucho, se engrosó con muchas gentes; sin embargo, aún no se apodero de todas las naciones; creciendo, retiene a muchas; se apoderará de todas... Todavía crece; aún han de crecer todas las naciones que todavía no creen" (En. Ps. 95,2).

 Todos los fieles, por consiguiente, movidos por el amor, han de tener el firme propósito de anunciar a Cristo y llevar a Dios a los incrédulos. Están llamados a mostrar a los hombres el poder de Cristo por toda la tierra, atrayendo, acompañando y arrastrando a todos cuantos sea posible (En. Ps. 96,10).


LA VIDA CRISTIANA


Tras haber expuesto los presupuestos antropológicos y teológicos de la espiritualidad de san Agustín, ha llegado el momento de examinar más de cerca su doctrina de la vida espiritual y del camino de perfección. Para nuestro Santo, si es verdad que las intervenciones de Dios en la historia apuntan a la construcción de la ciudad y del templo de Dios, también es cierto que cada cristiano está llamado a contribuir en la construcción de este edificio espiritual, dejando que Dios permanezca y reine siempre más en su corazón. En una carta escribía: "Cuando dice congregará en uno, se entiende en un espíritu, en un cuerpo, cuya cabeza es Cristo. Tal congregación es la unificación del templo de Dios. Tal congregación no la produce la generación carnal, sino la regeneración espiritual" (Ep. 187,12,37). La tarea del creyente consiste, sobre todo, en secundar la acción santificadora de Dios: "Todavía hay muchas piedras en manos del Artífice; no caigan de sus manos para que puedan, escuadradas, ser colocadas en la construcción del templo. Su cimiento es Cristo" (En. Ps..121,4). Dicho con otras palabras, Dios quiere "habitar en los individuos como en sus tem-plos y en todos reunidos en uno como en su templo" (Ep. 187,13,38); el hombre no ha de poner impedimentos a la voluntad de Dios, sino que ha de dejarse conducir dócilmente por Él. Esto ocurre si el creyente hace todo lo posible para purificarse de la concupiscencia, para crecer en la caridad y en la justicia, llegando a ser cada vez más espiritual.

En las obras escritas antes de la ordenación presbiteral, san Agustín enseña que todos los hombres, por el antiguo pecado, nacen necesariamente carnales, en la condición de hombres viejos y exteriores. Muchos de ellos pasan toda la vida en esta condición; otros, por el contrario,"renacen interiormente con el vigor espiritual y el crecimiento de la sabiduría, sometiéndolas a las leyes divinas hasta la total renovación después de la muerte. Este se llama el hombre nuevo, el interior y celestial, que tiene también a su manera algunas edades espirituales, que no se cuentan por años, sino por los progresos que el espíritu realiza" (Vera re!. 26,49). Es una doctrina que se inspira claramente en la distinción paulina de la vida según la carne y según el espíritu. En el libro XIV de De civitate Dei, san Agustín observa que esta distinción no corresponde a la distinción ontológica del cuerpo y del alma: vivir según la carne quiere decir, más bien, vivir según el hombre y la mentira, mientras que vivir según el espíritu quiere decir vivir según Dios y en la verdad. La ciudad de Dios y la ciudad terrenal se distinguen justamente por estas dos modalidades de vida que, a su vez, dependen de dos diversas maneras de amar:"dos amores dieron origen a dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, la terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de si, la celestial" (Civ. Dei XIV,28).

Por consiguiente, la caridad es determinante para vivir según el espíritu y pertenecer a la ciudad de Dios. Ahora bien "el hombre no consigue ser espiritual más que por don del Espíritu Santo" (S. 270,2); más precisamente "en las aguas santas del bautismo se inicia la renovación del hombre nuevo" (Mor. 1,35,80). La renovación bautismal, sin embargo, aún haciendo del hombre una nueva criatura -miembro del cuerpo de Cristo, hijo adoptivo de Dios y templo del Espíritu Santo- no realiza inmediatamente su renovación completa. El sacramento "limpia todos los pecados, absolutamente todos, sean de obra, de palabra, de pensamiento; sea original, sea personal; ahora cometidos por ignorancia, ahora a sabiendas; pero no quita la flaqueza (infirmitas)" (C. ep. Pel. 3,3,5). Expresado de otro modo, la renovación realizada en el bautismo con remisión de todos los pecados, marca el comienzo de una curación que debe conducir a la plena sanación de la concupiscencia de la carne. El cristiano ha de "renovarse en el conocimiento de Dios, en justicia y santidad verdaderas, al crecer en perfección de día en día" ,y esto ocurre si "transfiere sus amores de lo temporal a lo eterno, de las cosas visibles a las invisibles, de las carnales a las espirituales, y pone todo su empeño y diligencia en frenar y debilitar la pasión (cupiditas) en aquéllas y en unirse a éstas por caridad" (Trin. XIV,17,23).

Así, no sólo el bautismo sino toda la vida cristiana asume un carácter pascual, es decir que se configura con la muerte y la sepultura de Cristo por un lado, y por su resurrección y ascensión al cielo por otro (Ench.14,53). Acogiendo las sugerencias del apóstol, san Agustín define esta obra como restauratio o reformatio. En efecto, -observa- Cristo, asumiendo la condición de siervo, se ha hecho deforme, "para reformar lo que él mismo había formado" y devolverlo a la antigua belleza (lo. ev. tr 40.9).

En los escritos agustinianos encontramos varios esbozos para trazar un itinerario espiritual. El primero es el intento hecho inmediatamente después del bautismo en el De quantitate animae, donde se habla de siete grados de la actividad del alma. Es un esquema abandonado inmediatamente porque depende demasiado de los filósofos paganos y con escasos elementos cristianos. Un segundo esquema aparece en el comentario del Génesis en contra de los maniqueos, y luego en el tratado De vera religione, basado sobre las siete edades del hombre vistas a la luz de los días de la creación. Aquí la inspiración bíblica, y en particular la inspiración paulina, es mayor pero se resiente todavía demasiado de la tradición filosófica. Por último en el De sermone Domini in monte (393- 394) se propone un esquema totalmente nuevo, inspirado todo él en la Sagrada Escritura. Se vuelve a hablar de grados, porque a la vida cristiana se la concibe como la subida a un monte cuya meta representa la perfección de la sabiduría y de la asimilación con Cristo. Los grados no están ritmados por la actividad del alma; son, más bien, las disposiciones que el alma adquiere con los dones del Espíritu Santo y viviendo según las bienaventuranzas del Evangelio.

Con toda probabilidad, la idea de enlazar el progreso espiritual con las bienaventuranzas del evangelio y los siete dones del Espíritu Santo, se la sugiere san Ambrosio a san Agustín. En el comentario del evangelio de Lucas, el obispo de Milán había dicho que las ocho bienaventuranzas del evangelio de Mateo, además de tener un significado de subida moral, son un número simbólico de la perfección.

En el comentario sobre el salmo 118, había presentado luego los siete dones del Espíritu Santo como eslabones para obtener la sabiduría desde el temor de Dios, es decir invirtiendo el orden de los dones que se lee en Is. 11,2-3 6. Una tal inversión, por otro lado, encontraba su justificación en la Escritura misma, en la que "el principio de la sabiduría es el temor del Señor" (Ps. 111,10).

Según el nuevo esquema, el primer grado de la vida cristiana está marcado por el don de temor de Dios y la bienaventuranza: dichosos los pobres de espíritu; el segundo grado por el don de piedad y por la mansedumbre: dichosos los mansos; el tercer grado por el don de ciencia y por la bienaventuranza: dichosos los que lloran; el cuarto grado por el don de fortaleza y por la bienaventuranza: dichosos los que tienen hambre y sed de justicia; el quinto por el don de consejo y por la bienaventuranza: dichosos los misericordiosos; el sexto por el don de entendimiento y por la bienaventuranza: dichosos los limpios de corazón; el séptimo por el don de sabiduría y por la bienaventuranza: dichosos los artífices de la paz. Falta en este esquema la octava bienaventuranza: dichosos los perseguidos por la justicia. En realidad, la octava bienaventuranza expresa la perfección de todos los grados anteriores: "Las siete primeras bienaventuranzas son, en consecuencia, los grados de la vida perfecta. La octava muestra y esclarece la perfección alcanzada y, como si empezase de nuevo por la primera, manifiesta que por estos grados todos los demás se perfeccionan" (S. dom. m. 1,3,10).

¿Qué valor otorgar al nuevo esquema? No parece exento de un cierto artificio y libertad, de los que el autor mismo parece ser consciente (Ib. 11,25,87). Sin embargo, a pesar de sus limites, tuvo que resultarle grato ya que volvió a proponerlo, con la distancia de muchos años, en el segundo libro de De doctrina Christiana, en la carta 171 y en el sermón 347. En efecto, el último esquema permite poner de relieve numerosos aspectos de la espiritualidad cristiana y agustiniana, siendo los más relevantes entre ellos, por un lado la necesaria acción del Espíritu Santo en la santificación de los fieles y, por otro, el compromiso personal del creyente que quiere seguir e imitar a Jesucristo según las bienaventuranzas del evangelio. San Agustín insiste en ambos aspectos.

En primer lugar pone de relieve la necesidad de la acción del Espíritu Santo "Como nadie posee la recta sabiduría, el recto entendimiento, ni el recto consejo, ni la recta fortaleza, nadie es piadoso con ciencia o sabio con piedad, nadie teme a Dios con temor casto ni recibe el espíritu de sabiduría y entendimiento, de consejo y fortaleza, de ciencia, piedad y temor de Dios; como nadie tiene valor verdadero, caridad sincera, continencia religiosa, sino por el espíritu de valor, caridad y continencia; del mismo modo, sin el espíritu de fe nadie creerá rectamente y sin el espíritu de oración nadie orará saludablemente. No es que sean tantos los espíritus, sino que todas estas cosas las obra un mismo Espíritu, que reparte sus dones a cada uno como quiere, porque el Espíritu sopla donde quiere" (Ep. 194,4,18).

Una vez asegurado este principio fundamental, el obispo de Hipona no deja de reiterar el irremplazable compromiso del hombre: "Todo proviene de Dios, sin que esta afirmación signifique que podamos echarnos a dormir o que nos ahorremos cualquier esfuerzo o hasta el mismo querer. Si tú no quieres, no residirá en ti la justicia de Dios. Pero aunque la voluntad no es sino tuya, la justicia no es más que de Dios. Si el ser hombre es obra de Dios, y el ser justo es obra tuya, al menos esa obra tuya es más grande que la de Dios. Pero Dios te hizo sin ti. ¿Cómo podías dar el consentimiento si no existías? Quien te hizo sin ti, no te justificará sin ti. Por lo tanto, creó sin que lo supiera el interesado, pero no justifica sin que lo quiera él" (S. 169,11,13).

Otro elemento puesto de relieve en el citado esquema, es el seguimiento de Cristo. Ya en el comentario de la Carta a los Gálatas, san Agustín había dicho que por medio de la fe Cristo se forma en el corazón del creyente, que está llamado a ser como Cristo, manso y humilde de corazón (Exp. Gal. 38) En otra ocasión dirá que el cristiano está llamado a vivir con Cristo, en Cristo y de Cristo (B. vid 19,24). Y por último, el esquema ofrece la ventaja de presentar el camino de la vida cristiana como un crecimiento en las virtudes cardinales y teologales (Ep. 171/A,2) o en el conocimiento y en la caridad, según la enseñanza del Apóstol: "El que se renueve en el conocimiento de Dios, en justicia y santidad verdaderas, al crecer en perfección de día en día, transfiere sus amores de lo temporal a lo eterno, de las cosas visibles a las invisibles, de las carnales a las espirituales y pone todo su empeño y diligencia en frenar y debilitar la pasión en aquellas y unirse a éstas por la caridad" (Trin. XIV, 17,23). La purificación paulatina del corazón consiste en hacer disminuir la concupiscencia o el amor desordenado de sí, que es el origen de las divisiones y de las luchas, para dejar crecer cada día más la caridad que une a Dios y al prójimo. La riqueza de la doctrina espiritual agustiniana no se agota, como es natural, en los pocos subrayados que aca-bamos de hacer. Son mucho más numerosos los temas unidos al esquema de los siete grados, a los que hacemos sólo alusión.







El itinerario espiritual

 


            En los escritos agustinianos encontramos varios esbozos para trazar un itinerario espiritual. El primero es el intento hecho inmediatamente después del bautismo en el De quantitate animae, donde se habla de siete grados de la actividad del alma. Es un esquema abandonado inmediatamente porque depende demasiado de los filósofos paganos y con escasos elementos cristianos. Un segundo esquema aparece en el comentario del Génesis en contra de los Maniqueos, y luego en el tratado de Vera religione, basado en las siete edades del hombre vistas ala luz de los siete días de la creación. Aquí la inspiración bíblica, y en particular la inspiración paulina, es mayor pero se resiente todavía demasiado de la tradición filosófica: por último en el Sermone Domini in monte (393-394) se propone un esquema totalmente nuevo, inspirado todo él en la sagrada Escritura. Se vuelve a hablar de grados, porque a la vida cristiana se la concibe como la subida a un monte cuya meta la representa la perfección de la sabiduría y de la asimilación con Cristo. Los grados no están ritmados por la actividad el alma; son más bien, las disposiciones que el alma adquiere con los dones del Espíritu Santo y viviendo según las bienaventuranzas del Evangelio.

            Con toda probabilidad, la idea de enlazar el progreso espiritual con las bienaventuranzas del evangelio y los siete dones del Espíritu Santo, se la sugiere san Ambrosio a San Agustín. En el comentario del evangelio de san Lucas, el obispo de Milán había dicho que las ocho bienaventuranzas del evangelio de Mateo, además de tener un significado de subida moral, son un número simbólico de la perfección. En el comentario sobre el salmo 118, había presentado luego los siete dones del Espíritu Santo como eslabones para obtener la sabiduría desde el temor de Dios, es decir, invirtiendo el orden de los dones que se lee en Is. 11,2-3. Una tal inversión encontraba su justificación en la Escritura misma, en la que “el principio de la sabiduría es el temor del Señor” (Ps 111,10).

            Según el nuevo esquema, el primer grado de la vida cristiana está marcado por el don de temor de Dios y la bienaventuranza: dichosos los pobres de espíritu; el segundo grado por el don de piedad y por la mansedumbre: dichosos los mansos; el tercer grado por el don de ciencia y por la bienaventuranza: dichosos los que lloran; el cuarto grado por el don de fortaleza y por la bienaventuranza: dichosos los que tienen hambre y sed de la justicia; el quinto por el don de consejo y por la bienaventuranza: dichosos los misericordiosos; el sexto por el don de entendimiento y por la bienaventuranza: dichosos los limpios de corazón; el séptimo por el don de la sabiduría y la bienaventuranza dichosos los artífices de la paz. Falta en este esquema la octava bienaventuranza: dichosos los perseguidos por la justicia. En realidad, la octava bienaventuranza expresa la perfección de todos los grados anteriores: “Las siete primeras bienaventuranzas son, en consecuencia, los grados de la vida perfecta. La octava muestra y esclarece la perfección alcanzada y, como si empezase de nuevo por la primera, manifiesta que por estos grados todos los demás se perfeccionan” (S. Dom.m.I,3,10).

            ¿Qué valor otorgar al nuevo esquema? No parece estar exento de un cierto artificio y libertad, de los que el autor mismo parece ser consciente (Ib. II,25,87). Sin embargo, a pesar de sus límites, tuvo que resultarle grato ya que volvió a proponerlo, con la distancia de muchos años, en el segundo libro de De doctrina Cristiana, en la carta 171 y en sermón 347. En efecto, el último esquema  permite poner de relieve numerosos aspectos de espiritualidad cristiana y  agustiniana, siendo los más relevantes entre ellos, por una lado la necesaria acción del Espíritu Santo en la santificación de los fieles y, por otro, el compromiso personal del creyente que quiere seguir e imitar a Jesucristo según las bienaventuranzas del evangelio. San Agustín insiste en ambos aspectos.

            En primer lugar pone de relieve la necesidad de la acción del Espíritu Santo “Como nadie posee la recta sabiduría, el recto entendimiento ni el recto consejo, ni la recta fortaleza, nadie es piadoso con ciencia o sabio con piedad, nadie teme a Dios con temor casto ni recibe el espíritu de sabiduría y entendimiento, de consejo y fortaleza, de ciencia, piedad y temor de Dios; como nadie tiene valor verdadero, caridad sincera, continencia religiosa, sino por el espíritu de valor, caridad y continencia; del mismo modo, sin el espíritu de fe nadie creerá rectamente y sin en espíritu de oración nadie orará saludablemente. No es que sean tantos los espíritus, sino que todas estas cosas las obra un mismo Espíritu, que reparte sus dones a cada uno como quiere, porque el Espíritu sopla donde quiere” (Ep 194,4,18).
           
Una vez asegurado este principio fundamental, el Obispo de Hipona no deja de reiterar el irremplazable compromiso del hombre: “Todo proviene de Dios, sin que esta afirmación signifique que podemos echarnos a dormir o que nos ahorremos cualquier esfuerzo o hasta el mismo querer. Si tú no quieres no residirá en ti la justicia de Dios. Pero aunque la voluntad no es sino tuya, la justicia no es más que de Dios. Si el ser hombre es obra de Dios, y el ser justo es obra tuya, al menos esa obra tuya es más grande que la de Dios. Pero Dios te hizo sin ti. ¿Cómo podrías dar el consentimiento si no existías? Quien te hizo sin ti, no te justificará sin ti. Por lo tanto, creó sin que lo supiera el interesado, pero no justifica sin que lo quiera él” (S 169,11,13).

            Otro elemento puesto de relieve en el citado esquema, es el seguimiento de Cristo. Ya en el comentario de la Carta a los Gálatas, san Agustín había dicho que por medio de la fe Cristo se forma en el corazón del creyente, que está llamado a ser como Cristo, manso y humilde de corazón (Exp. Gal.38) En otra ocasión dirá que el cristiano esta llamado a vivir con Cristo, en Cristo y de Cristo (B. vid 19,24). Y por último, el esquema ofrece la ventaja de presentar el camino de la vida cristiana como un crecimiento en las virtudes cardinales y teologales (Ep. 171/A,2) o en el conocimiento y en la caridad, según la enseñanza del Apóstol: “El que se renueve en el conocimiento de Dios, en justicia y santidad verdaderas, al crecer en perfección  de día en día, transfiere sus amores de lo temporal a lo eterno, de las cosas visibles a las invisibles, de las carnales a las espirituales y pone todo su empeño y diligencia en frenar y debilitar la pasión de aquellas y unirse a estas por la caridad” (Trin. XIV, 17,23). La purificación paulatina del corazón consiste en hacer disminuir la concupiscencia o el amor desordenado de sí, que es el origen de las divisiones y de las luchas, para dejar crecer cada día más la caridad que une a Dios y al prójimo. La riqueza de la doctrina espiritual agustiniana no se agota, como es natural, en los pocos subrayados que acabamos de hacer. Son muchos más numerosos los temas unidos al esquema de los siete grados, a los que hacemos sólo alusión.




Grado 1: El temor de Dios y la pobreza de espíritu.

            Es el grado de la conversión, fruto del amor de Dios y de la humildad del hombre, que se reconoce criatura y pecador ante Dios. La explicación más exhaustiva la leemos en el De doctrina Cristiana: “Ante todo es preciso que el temor de Dios nos lleve a conocer su voluntad y así sepamos que nos manda apetecer y de qué huir. Es necesario que este temor infunda en el alma el pensamiento de nuestra mortalidad y el de la futura muerte, y que como, habiendo clavado las carnes, incruste en el madero de la cruz todos los movimientos de la soberbia” (Doctr. Chr. II, 7,9). El temor de Dios, la humildad y la confesión de los pecados, por consiguiente, son los grandes temas unidos al primer grado. No cualquier temor de Dios lleva a la conversión. El temor carnal y servil de aquellos que sólo temen a Dios por los castigos de esta vida deja el corazón pegado a los bienes de la tierra. Distinto es el temor de Dios, servil sí, pero que nace de la fe en los castigos eternos: puede impulsar hacia una verdadera conversión. Ahora bien, el cristiano está llamado a pasar del temor por el castigo, típico del siervo, al temor casto de ofender a Dios: se trata del temor típico del hijo, que va unido al amor, y que por consiguiente durará por siempre (Ep 127,7; S 188,10; En Ps. 127,7).

            El otro tema es la humildad con su contrario: la soberbia. Para san Agustín la soberbia es el origen de todo mal, asimismo la humildad es el fundamento del edificio espiritual: “¿Quieres ser grande?, comienza por lo ínfimo. ¿Piensas construir una fábrica en la altura? Piensa primero en el cimiento de la humildad. Y cuanta mayor mole pretende alguien imponer al edificio, cuanto más elevado sea el edificio, tanto más profundo cava el cimiento” (S 69, 1,2). La humildad es necesaria no solo al comienzo del camino espiritual, sino siempre, porque la soberbia “no permitirá perfeccionar al hombre, ninguna otra cosa impide más la perfección… La soberbia es el vicio capital, puesto que, cuando alguien progresa en la virtud, tienta para que pierda todo los que progresó. Todos los vicios deben ser temidos por sus malas obras, pero la soberbia debe ser temida mucho más en las buenas acciones” (En. Ps 58, d2,5). La humildad, por último, lleva a la confesión de los pecados, algo que todos, hombres y mujeres, han de practicar en un arrepentimiento que conlleve un cambio real. (En. Ps 93,15).

Grado 2: El don de piedad y la  mansedumbre.

            Si el temor de Dios quiebra la soberbia de manera que uno se dispone a uniformar la propia voluntad con la ley divina, con el don de la piedad nace en el alma un sentimiento de amor hacia Dios que impulsa a buscar en cada circunstancia su voluntad, para someterse a él sin oponer resistencia alguna (Cf. Ep.171/A,1). El don de piedad ayuda a buscar con amor la voluntad de Dios, la mansedumbre ayuda a acogerla con docilidad, sin rebeldía, aún cuando la Escritura resulte incomprensible (En. Ps 146,17) o los acontecimientos de la vida son contrarios a nuestras expectativas (S 347,3; En. Ps 32,d1,2).

Grado III: El don de la ciencia y el gemido de la oración.

            Después de estos dos grados, del temor y la piedad, se sube al tercero, que es el de la ciencia. Porque en este se ejercita todo el estudioso de las divinas Escrituras, no encontrando en ella otra cosa más que se ha de amar a Dios por Dios y al prójimo por Dios”. (Doctr.chr.II,7,10). El estudio y el conocimiento en profundidad de la Sagrada Escritura son indispensables para quienes quieren alcanzar la sabiduría, y cuanto más se avanza en la comprensión de la Escritura, tanto mayor es el progreso en la sabiduría (ib. IV,5,7). El don de ciencia, sin embargo, no consiste tanto en un conocimiento técnico o científico de la Escritura, sino más bien en el conocimiento de la voluntad de Dios y en el conocimiento de uno mismo. Posee el don del conocimiento aquel que, tras haber reconocido el mal de los propios pecados en el primer grado de la penitencia, reconoce la miseria inherente a su propia condición mortal y a la lejanía del Señor, y por esto gime e invoca con lágrimas la ayuda de Dios (S 347,3).

            Reconocerse como en exilio y peregrinos en este mundo, lo considera Agustín un rasgo esencial de la vida cristiana. El cristiano, con el cuerpo camina en la tierra, pero con el corazón habita en el cielo porque pone su gozo en la esperanza futura (En. Ps. 48, d2,2 y 5). Insiste también mucho en el reconocimiento de la propia miseria, sobre todo con motivo del excesivo optimismo pelagiano. Con la oración “no nos dejes caer en la tentación, sino líbranos del mal” –observa- “El Señor nos enseña que hay mal del que no podemos líbranos a solas”, sino que sólo es posible con la ayuda de la gracia de Dios. Y la bienaventuranza, dichosos los que lloran, indica el remedio a nuestra miseria en la invocación asidua y constante de la ayuda de Dios. La ayuda de la Ley no basta; se nos dio “para convencer al enfermo de que estaba enfermo, y así pidiese médico” (En. Ps. 102, 15).

Grado IV: el don de fortaleza y el hambre de justicia.

            Si el don de ciencia ha hecho que el creyente fuera consciente de su miseria, induciéndole a invocar llorando la gracia de Dios, el don de fortaleza lo hace más confiado en desear con mayor ardor la perfección de la justicia y lo impulsa a luchar con fuerza para sustraerse al encanto de las cosas que pasan y convertirse de lleno al amor de aquello que es eterno (Doctr. Chr. II, 7,10). Tener hambre y sed de justicia no quiere decir otra cosa sino que tener hambre y sed de Cristo, a cuya imagen hemos sido hechos, despojándonos del hombre viejo y revistiéndonos del hombre nuevo (S 9,8-9). A causa de la concupiscencia “quien vive justamente, al volver sus ojos al interior, encuentra en sí la guerra. Notad que no digo si es malo. Es bueno si vive justamente y encuentra en sí lo que dice el Apóstol “la carne tiene deseos contrarios a los del espíritu, y el espíritu desea cosas contrarias a la carne” (S 25,4). En el tiempo presente, el hambre y la sed de la justicia se traducen necesariamente en la lucha contra la carne, el diablo y el mundo, ya que la justicia se perfeccionará  en ti cuando no te deleite hacer cosa alguna fuera de la justicia; cuando será absorbida la muerte por la victoria; cuando ningún deseo carnal te deleite; cuando no haya lucha contra la carne y la sangre; cuando obtengas la corona de la victoria, trofeo del enemigo. Entonces tendrás justicia perfecta”(Ep. Io. Tr. 4,3). Concluyendo, el cuarto eslabón es el del hambre y la sed de la perfección cristiana, pero también de la lucha, por los cual es necesario el don de fortaleza y de oración para que Dios cree en nosotros la justicia (En. Ps 98,7).


Grado V: El don de consejo y la obras de misericordia.

            El quinto grado se presenta así: “No obstante, cuando alguno encuentra dificultad en estos trabajos y, caminando por una senda dura y áspera rodeado de varias tentaciones y viendo que por uno y otro lado se levantan enormes obstáculos de la vida pasada, teme no poder llevar a cabo la obra emprendida, tome un consejo para que merezca ser ayudado. ¿Cúal es ese consejo sino el sufrir la enfermedad de su prójimo, favoreciendo cuanto puedan, como desea en las suyas recibir auxilio del cielo?” (S. dom.m 1,18,55). Misericordiosos, explica san Agustín, son los que conocen las necesidades de los menesterosos”. Estos, como dice el Evangelio, “son dichosos porque ellos también serán librados de su  miseria” (Ib. I,2,7). La misericordia tiene una enorme eficacia en la purificación del corazón. “con ningún modo se vence mejor al enemigo que siendo misericordioso… Mas cuando sucumbe la fragilidad humana por algunos engaños de él, entréguese a la humildad mediante la confesión y se ejercite en las obras de misericordia y de caridad” (En. Ps. 143,7).

            Grado VI: el don de entendimiento y pureza de corazón.

            El Sexto eslabón del itinerario espiritual se presenta en los siguientes términos: “A aquel que lleno de esperanza e íntegro en sus fuerzas llega hasta el amor del enemigo, y de aquí sube al sexto grado donde purifica el ojo mismo con que puede ver a Dios, como pueden verle aquellos que cuanto pueden mueren a este mundo” (Doctr. Chr.II,27,11). En realidad toda la vida cristiana tiene como fin la purificación de la mente, que permitirá la visión de Dios. En el sexto grado, sin embargo, se supera el último obstáculo, es decir, aquel que “el ojo del corazón, de idéntica manera, perturbado y dañado se aparta de la luz de la justicia y ni se atreve y ni es capaz de contemplarla” (S 88,5).Y ¿Cual es este último y grave obstáculo sino la falta de sencillez del corazón?. Para dirigir hacia Dios una mirada pura y sencilla, es necesario que ni las acciones buenas y loables que uno logra hacer, ni los pensamientos agudos y profundos que uno logra tener, tengan como fin el placer a los hombres o el satisfacer las necesidades del cuerpo (Ep. 171/A,2), sino que todo ha de tener a Dios como punto de referencia: “no tiene corazón sencillo, esto es puro, sino aquel que pasando sobre las alabanzas humanas, al vivir bien, busca solamente agradar a Dios, que es único en penetrar la conciencia” (S. dom.m. 2,1). En este eslabón no se trata de añadir más obras buenas, sino que se trata de hacer todo con una recta intención y “la intención de la buena conciencia, por la cual se hace ante Dios y para su gloria todo aquello que ante los hombres brilla en las buenas obras” (Ep. 140,31,75).


Grado VII El don de la sabiduría y la paz de los hijos de Dios.

            A quien llega al séptimo grado le llama san Agustín hombre espiritual, y sabio es aquel que ha recibido el don de sabiduría y que, una vez restaurada y reformado en sí la imagen de Dios, goza de la paz típica de los hijos de Dios (Ep. 171/A,2). Es una sabiduría esencialmente cristiana: “Vistiéndose de Cristo, mediante la fe, todos los hombres se hacen hijos no por naturaleza como el único Hijo, qué también es sabiduría de Dios, sino que se hacen hijos por participación de la sabiduría, y hermanos del Mediador a quien conduce y prepara la fe” (Exp. Gal. 27).Por consiguiente, en los hombres espirituales “resplandece la figura de Cristo” (Qu. Ev. 2,2) Ellos son sabios porque conocen la gloria tan grande que supone el estar unido a Dios, hasta tal punto de vivir para él, participar de su sabiduría, y de su felicidad”( Civ. Dei XII, 1,3). Los hombres espirituales son hombres de paz “no se dividen, no piensan en cismas. Conservan la paz en sí mismos y la guardan en cuanto pueden con los demás y, cuando dejan de tenerla con otros, la retienen en sí” (En. Ps. 103, d3,5).

            Más que en experiencias místicas extraordinarias, san Agustín ve la perfección cristiana en la unión con Dios y con el prójimo. Es espiritual quien vive constantemente en presencia de Dios, para que él le ilumine y le guíe en la vida concreta de cada día, y así el hombre pueda servirle con amor de hijo en los hermanos, para ofrecerle en sacrificio toda su vida, para darle gracias por los beneficios recibidos y contemplarlo y alabarlo, anticipando, de alguna manera, el gozo del cielo. Un hombre así goza, tanto como es posible en la tierra, de unidad y de paz interior y trabaja por la unidad y la paz de todos.

            Con su acción contribuye a la vida de la Iglesia y a la construcción del edificio espiritual. Sin embargo, la perfección que el cristiano puede alcanzar en la vida terrenal no es nunca como la perfección absoluta que alcanzará cuando se asemejará a Cristo también en su cuerpo resucitado. Por ahora, la perfección no es sino aquella posible a los caminantes o peregrinos que están todavía de camino, es decir, “ésta es nuestra justicia durante el mismo destierro… que tendamos ahora con un caminar recto y perfecto a aquella perfección y plenitud de la justicia, por la que corremos hambrientos y sedientos, para después saciarnos de ella” (Perf. Ius. 8, 18).










LA INTERIORIDAD AGUSTINIANA
PRESENTACIÓN
San Agustín fue un hombre de genial inteligencia, conceptos profun­dos y lenguaje selecto, pero no un hombre teórico ocupado en sutilezas abstractas. Por el contrario, su pasión y el objetivo de sus obras fue com­prenderse más y mejor a sí mismo y, desde este puerto de partida, com­prender más y mejor el mundo, la vida y a Dios. De ahí su predilección por el camino de la interioridad: Viaje al propio interior para descubrir cómo somos y cómo vibramos por dentro. Un viaje que cuenta con pocos afi­cionados y para el que no abundan guías que acompañen en esta clase de turismo. Resulta apasionante para el que lo emprende, aunque san Agustín lamenta que son pocos quienes se deciden a esta aventura: "Los hombres viajan para admirar las cimas de los montes, las gigantescas olas del mar, las anchurosas corrientes de los rios, la grandeza del océano y las órbitas de los astros. Pero se olvidan de sí mismos ... " (Con/. X, 8,15).
Vamos a emprender aquí este viaje guiados por san Agustin. Para comprenderlo debidamente, no hemos de olvidar su primera norma: Que las palabras no son sino signos y lo que importa es alcanzar lo signifi­cado (ef. (Doctr. chr. 1, 2,2).Quiere decir que hemos de poner más nues­tro interés y atención en lo que Agustín quiere decimos que en el modo de decímoslo. Esto último sólo nos proporcionaría una mayor cultura sobre san Agustín. Lo primero es lo que nos llevará a una comprensión más profunda de nuestra propia existencia.
I. SIGNIFICADO DE lA INTERIODIDAD
1. Algunos precedentes de la interioridad agustiniana
La palabra interioridad es un término típicamente agustiniano.
Pero el contenido a que apunta tiene, antes de Agustín, una larga tra­yectoria histórico-bíblica.
Los fundamentos de la interioridad quedaron ya sentados en la creación del ser humano, según el relato del Génesis. Dios forma al hombre del polvo de la tierra otorgándole un cuerpo animal, e insufla en él su espíritu que le imprime su imagen trinitaria (Cf. Gn 1,26 Y 2,7). El ser humano tendría así una doble alternativa: Vivir su existencia desde el espí­ritu que Dios le otorgó, que es sensibilidad afectiva, inteligencia, creativi­dad y libertad, o bien vivirla desde los instintos, apetencias, recuerdos e imágenes de su cuerpo animal. Este es simple exterioridad mecánica, el espíritu es interioridad: dinamiza lo más noble y digno que hay en el ser humano y es lo que verdaderamente humaniza al hombre, situándolo a años luz del reino animal.
De hecho, muy pronto Dios manifestará su preocupación porque sus hijos humanos han marginado de su vida el espíritu centrándose en los deseos de su cuerpo y declara: "No permanecerá para siempre mi espíritu en el hombre, porque no es más que carne" (Gn 6, 3).
La pérdida del espíritu implica no solamente la entrega a las pasio­nes desordenadas de la carne y a comportamientos egoístas, sino tam­bién a la inconsistencia e inautenticidad de la relación y la religiosidad misma, que pasan a ser un cuerpo sin alma, un cumplimiento de formas, sin espíritu. La Palabra revelada y, muy enfáticamente la tradición profé­tica, desarrollarán, por ello, una amplia teología del espíritu, o teología del corazón, urgiendo a la superación de las simples exterioridades y la vuelta a la autenticidad del corazón:
- "Este pueblo me alaba con la boca y me honra con los labios; pero su corazón está lejos de mi. Su religión no es más que enseñanzas y obligaciones humanas" (Is 29, 13).
- "Yo les daré un corazón íntegro, y pondré en ellos un espíritu renovado" (Ez 11,19).
- "No será por el poder y la fuerza, sino por mi Espíritu, dice Yaveh Sebaot" (Zac. 4,6 b).


           El mundo extrabíblico no ignoró tampoco la importancia decisiva de la autenticidad interior de cada ser humano, si queremos tener una huma­nidad mejor. Los griegos vislumbraron ya la imposibilidad de conocer y entender las realidades del mundo y de la vida sin conocerse y entenderse a sí mismo. Convicción que plasmaron en el axioma Conócete a ti mismo, que presidió la entrada del templo de Apolo, en Delfos. Esta frase, común­mente atribuida a Sócrates, muchos la consideran hoy mucho más anti­gua. Más antigua, incluso, que la historia de la filosofía. Antes que Sócrates, Tales de Mileto (s. VII a.c.), escribió que la cosa más difícil de este mundo es conocerse a sí mismo y la más fácil hablar mal de los demás.
            Fue el Maestro de Nazaret el que centró su vida y mensaje en el cul­tivo de la interioridad humana. Inauguró su misión proclamando: "El Espíritu me ha enviado para proclamar la libertad a los presos, dar vista a los ciegos y poner en libertad a los oprimidos" (Lc 4, 18). Pero se negó a convertirse en un revolucionario social esgrimiendo sus pode­res. No porque menguase la importancia de liberar a los hombres de sus esclavitudes externas, sino por metodología: Sabía que es inútil comen­zar por las ramas descuidando la raíz, y centró sus afanes no tanto en cambiar el mundo, cuanto en cambiar al hombre mismo: Es necesario "nacer de nuevo ... , del agua y del espíritu" (Cf. Jn 3,3 Y 5). Todo su mensaje apunta al corazón, porque "del corazón salen los malos pen­samientos, los homicidios, los adulterios, la inmoralidad sexual, los robos, los falsos testimonio y las calumnias" (Mt 15,19).
             Jesús sabe que, sin esta liberación interior, las liberaciones externas sólo lograrán liberar y dar salida a lo que hay dentro del hombre. Y si lo que hay es basura, sólo lograremos una sociedad-basurero. De ahí que se negara a ser un líder revolucionario y decidiera ser El Maestro. Más en concreto, el Maestro del Amor. Todo su Evangelio deja patente que la clave para el logro de un hombre nuevo (Ef 2,15), una tierra nueva (2 Pe 3,13) Y una nueva humanidad (Ef 2,15), no es la revolución, sino la educación. No una educación que informa sobre la vida, sino una edu­cación que forma al hombre mismo.
            Jesús revolucionó muchas cosas. Pero no con la fuerza del poder, sino con la fuerza de la luz que radiografía falsedades. '( así sustituye una reli­giosidad centrada en exterioridades -las leyes (Torá), los ritos y sacrificios (Templo) y las costumbres heredadas (Tradiciónh por una religiosidad cen­trada en los valores más profundos del ser humano: el espíritu, el amor, y el hombre mismo. Porque "no ha sido hecho el hombre para el sábado (por sagrado que éste sea), sino el sábado para el hombre" (Mt 2,27).
         2. El descubrimiento experiencial agustiniano de la inte­rioridad
            La doctrina de la interioridad agustiniana no es meramente el fruto de la inventiva intelectual de san Agustín, sino el resultado final de una larga experiencia de vida, afrontada en inquieta y honesta búsqueda. Desde muy joven se contagió del anhelo que impulsó a los más grandes y genuinos filó­sofos: encontrar la clave para vivir la existencia con sabiduría y verdad.

El mundo y la vida humana son realidades que están ahí y han de tener su verdad. Sin embargo, tal como en la praxis son entendidos, pre-
sentan evidentes y burdas contradicciones e incoherencias. La primera de ellas es la aspiración indeclinable de felicidad, común a todo ser humano y la frustración sistemática de tal deseo. No es posible vivir sabiamente s; se ignora la verdad acerca del mundo y acerca del hombre. ¿Tienen el ser humano y el mundo un fundamento, un sentido y una meta, o SOn más bien un absurdo existencial?
He aquí los primeros interrogantes que lanzaron al joven Agustín a una inquietante búsqueda. Comienza sus ensayos y se embarca, primero por el rumbo que siguen las mayorías tras el disfrute del placer sin res­tricciones, la fama y el dinero, que reconoce al fin puros espejismos. Sondea después la mayoría de las escuelas filosóficas, en las que encuen­tra luces valiosas, pero insuficientes. Cree ver, por el momento, un faro en las doctrinas maniqueas, pero descubre, muy pronto, su inconsisten­cia y vira hacia la astrología, que parece brindarle un rayo de esperanza con sus pronósticos, predicciones y horóscopos. Muy pronto, sin embargo, se convence de que "estas cosas no eran más que tonterías y ridiculeces" (Conj. VII, 6). Tantos intentos frustrados conducen a Agustín a un escepticismo transitorio que tampoco le tranquilizó.
La lectura comparada de los libros neoplatónicos y de las Escrituras cristianas, particularmente el Evangelio de San Juan, le hicieron caer en la cuenta de que estaba equivocando el rumbo en su búsqueda: Había buscado fuera lo que sólo es posible encontrar dentro: en la interioridad de sí mismo y de las cosas. "Amonestado por aquellos escritos, que me intimaban a retornar a mí mismo, penetré en mi intimidad, guiado por Ti", afirma Agustín (Conj. VII, 10,16). Unos y otros hablaban, en efecto, del Verbo, Luz de Dios que ilumina a todo hombre que viene a este mundo (Cf. Jn 1,1-10). Había buscado respuestas en maestros exterio­res, y descubre, ahora, que quien las tiene es el Maestro Interior que nos enseña desde dentro: "Lo que enseñan los maestros desde fuera son ayu­das y amonestaciones; la cátedra la tiene el que enseña en los corazo­nes" (Ep. lo. tr. 3,13). y en la interioridad aprenderá, al fin, no tanto con razonamientos cuanto con la mirada intuitiva y contemplativa, quién es realmente el Dios de la Verdad, quién es verdaderamente el ser humano y cuál es el sentido del mundo y de la vida. Recordando sus caminos equi­vocados, un día, ya convertido, lamentará y celebrará al mismo tiempo:

"Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva. ¡Tarde te amé! He aquí que Tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba. Y deforme como era me lanzaba sobre estas cosas her­mosas que creaste. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Me retenían lejos de Ti aquellas cosas que no serían si no estuvie­ran en Ti. Llamaste y clamaste y rompiste mi sordera; brillaste y res­plandeciste y ahuyentaste mi ceguera ... " (Conj. X, 28,38).
El camino de la interioridad le llevará de descubrimiento en descu­brimiento.
3. Camino y proceso de la interioridad
No han faltado quienes han creído ver en la doctrina agustiniana de la interioridad un intimismo peligroso que mutila el necesario interés y compromiso con el mundo y con los demás seres humanos. Se debe, sin duda, a un conocimiento de san Agustín a base de textos fragmentarios fuera de contexto. La lectura recortada, tanto del Evangelio como de san Agustín, deja entrever, en efecto, una manifiesta contradicción. Cristo afirma: "El que quiera seguirme, olvídese de sí mismo ... " (Mt 16,24). San Agustín declara: "No quieras derramarte fuera; entra dentro de ti mismo: en el hombre interior mora la verdad" (Vera. rel. 39,72). Leídas de modo fragmentado, estas frases no son entendidas adecuadamente, ni en Jesucristo, ni en san Agustín.
Tomada literalmente la frase de Cristo, contradice la globalidad de su mensaje que apunta claramente al cambio interior del hombre, a un renacimiento. Y la frase recortada de Agustín traiciona, asimismo, el con­texto de la misma cita, la enseñanza global de sus escritos y su mismo testimonio de vida. Comencemos por completar la cita:
"No quieras derramarte fuera; entra dentro de ti mismo, por­que en el HOMBRE INTERIOR reside la verdad. Y, si hallares que tu naturaleza es mudable, TRASCIÉNDETE A TI MISMO. Mas no olvides que, al remontarte sobre las cimas de tu ser, te elevas sobre tu alma, dotada de RAZÓN. Encamina, pues, tus pasos allí donde la LUZ DE LA RAZÓN se enciende. Pues ¿dónde arriba todo buen pensador sino a la verdad? La cual no se descubre a sí misma mediante el DISCURSO, sino es más bien la meta de toda dialéc­tica racional. Mírala como la armonía superior posible, y vive en conformidad con ella. Confiesa que tú no eres la Verdad, pues ella no se busca a sí misma, mientras tú le diste alcance por la investi­gación, no recorriendo espacios, sino con el AFECTO ESPIRI­TUAL, a fin de que EL HOMBRE INTERIOR concuerde con su huésped, no con la fruición carnal, sino con subidísimo deleite espi­ritual" (Vera re!. XXXIX, 72).

No toda la visión agustiniana de la interioridad está reflejada en este texto. Pero en él queda patente que, para Agustín, la interioridad no es una instalación en el propio interior para hacer de él un oasis de paz, al margen del mundo y de la vida. Es, por el contrario, un proceso insusti­tuible para vivir con profundidad y sentido las exterioridades: "Entra den­tro de ti mismo y trasciéndete a ti mismo". Este "trasciéndete a mismo" es, en realidad, la traducción agustiniana del "olvídese (o nié­guese) a mismo" de Cristo. No se trata de ignorarse a sí mismo, lo que conduce a la gran problemática personal que hoy afrontan las psi­cologías modernas, sino de descubrir lo mejor de sí mismo, para poder ponerlo al servicio de los demás.
La interioridad agustiniana es un proceso hacia la propia madurez y autenticidad, pues "dentro del corazón soy lo que soy" (Conj. X, 3,4). Partimos del hecho, de todos conocido, que lo primero a lo que abrimos nuestros ojos es a la exterioridad. El niño es pura exterioridad, vive de lo que perciben sus sentidos y del modo cómo le impacta lo externo. Ama a quien le ama, sonríe a quien le sonríe, echa mano de lo que le atrae, pone su alma en lo que le gusta. Y, en algún modo y grado, seguimos de adultos dependiendo de lo externo. Desde aquí, Agustín nos invita a ini­ciar el camino interior en cuatro etapas:
1)No quieras derramarte fuera. Es la mística del desapego, de la liberación de tus dependencias, de poner la razón de tu vivir en los valores externos, de ser un puro eco de los estímulos que te impaetan, del hecho de que sea la vida la que te vive a ti, en lugar de ser tú quien vives la vida.
2)Entra dentro de ti mismo. Busca tu propia consistencia y libe­ración internas; sé tú mismo. Trata de entenderte por dentro porque es dentro de ti donde se encuentra tu verdad (y la ver­dad).
3)Trasciéndete a ti mismo. En ti vas a encontrar de todo: luces y sombras, valores y arbitrariedades, convicciones y contradiccio­nes, deseos nobles y sentimientos mezquinos: "Todo el que dirige su mirada a su interior, se ve pecador" (lo. evo tr. 33,5). Remóntate, entonces, a lo que hay de más noble y elevado en ti mismo. Y desde ahí, a la fuente de donde procede cuanto de bueno, verdadero y valíoso hay en ti. Alcanzarás a Dios, y en Dios te re encontrarás a ti mismo y el verdadero valor y signifi­cado de lo demás y los demás.

4)   Vive ahora todas las exterioridad es desde tu interioridad. Este paso no está insinuado en el texto antes citado. Pero forma parte del itinerario espiritual de Agustín: la interioridad no es para entrar y quedarse en ella, sino para salir nuevamente a las reali­dades externas, a nuestras relaciones y compromisos, con una mirada nueva y un corazón nuevo. Es cierto que Agustín vivió una primera etapa romántica en la que soñó con dedicarse, junto a sus amigos, a la vida contemplativa, al margen del mundo. Pretensión que revisó y superó cuando fue empujado a asumir el sacerdocio y el episcopado. Buscó entonces el debido equilibrio entre la contemplación y el compromiso activo, dimensiones que él vivió coherentemente (Cf. Civ. Dei XIX, 19).
He aquí, en apretada síntesis, la dialéctica de la interioridad agusti­niana. Sin ella no es posible recorrer el camino hacia la verdadera sabi­duría. "El hombre -dice Agustín-, sólo es bueno en su interior; y si no lo es en su interior no es bueno en absoluto" (S. 15,6). Se trata de no andarse por las ramas, sino ir a las raíces de nuestra existencia y de nues­tra vida. Es condición indispensable para entenderla: "No vagues y te extiendas por muchos lugares. ¿Te preocupa la extensión viciosa de las ramas? Atiende, más bien, a la raíz, y no pienses en la corpulencia del árbol" (En. Ps. 79, 2).
En realidad no se trata de un proceso lineal, en el que cada etapa una vez recorrida queda superada, sino de un proceso en espiral que es necesario recorrer siempre de nuevo: be lo exterior a lo interior; de lo interior a lo exterior, de lo exterior, nuevamente, a lo interior. Es la dia­léctica contemplación-acción, en cuyo énfasis abundaron nuestros místicos.
4. La estructura interior del hombre: primer descubri­miento agustiniano
Uno de los interrogante s que inquietaron a Agustín desde muy joven fue la gran cuestión del ¿quién soy yo? Pregunta fundamental, pues entendió muy pronto que en vano se busca conocer la verdad sobre el mundo, sobre Dios y sobre la vida humana, si no se alcanza siquiera a entender la verdad sobre sí mismo: "¿cómo conocer a otras almas si uno se ignora a sí mismo, siendo que nada hay tan presente a sí mismo como el alma propia?" (Vera. rel. X, 3,5). En consecuencia -nos refiere él-, "hice de mí mismo la gran cuestión e interrogaba a mi alma: ¿Tú quién eres?" (Conj. IV, 4,9). "Me dirigí a mí mismo y me dije: Tú ¿quién eres?" (Conj. X, 6,8-9).
En la práctica solemos identificar (o sustituir), por sistema, el quién soy yo, por el qué soy yo para soslayar un misterio que se nos escapa. A la pregunta ¿quién es usted?, respondemos con exterioridades: el nom­bre, la profesión, el credo político o religioso, la relación (la esposa, madre o hija del presidente).
Todos y cada uno conocemos una suma de algas que somos, pero se nos escapa el alguien que llevamos dentro. Por ello tampoco apre­ciamos en los demás más que la suma de algas que es cada uno. San Agustín vislumbró claramente el problema y subrayó la distinción:
"Alguien hay que mira por los ojos. ¿No te sucede a veces que, ocupado el que mora dentro de ti en otros pensamientos, no ves lo que tienes delante de los ojos? En vano están abiertas de par en par las ventanas, si quien mira por ellas está ausente. No son los ojos los que ven, sino que alguien ve por los ojos: levántal~; despiértale" (S. 126, 3-4).
Pero ¿quién es ese alguien? "Prescinde -recomienda Agustín- de los calificativos esto o aquello, y contempla el bien puro -al hombre puro- si puedes. Entonces verás en él a Dios" (Trin. VIII, 3,4; d. Vera. rel. 47,90).
5. El hombre exteriorizado y el hombre interior
San Agustín trata de dejamos en claro con gran diversidad de explicaciones, que el ser humano dispone de dos niveles posibles de facultades para vivir su existencia con resultados diametralmente opues­tos. Llama al primero el hombre exterior, o exteriorizado, cuyo centro rector es la memoria adquirida, sensible y mecánica, con su razón infe­rior (Trin. XIV, 7,10), hoy llamada intelecto; su pensamiento y su voluntad condicionados, resultado de la larga acuñación de su historia personal.
El segundo nivel es el hombre interior, con su memoria interior, su inteligencia interior y su voluntad interior: "Nos referimos aquí a la memoria interior del alma, que la lleva a recordarse de sí misma; y a la inteligencia interior, por la que se conoce; y a la voluntad interior, por la que se ama. Estas tres facultades existen simultáneamente y siempre exis­tieron a un tiempo, desde que se inició su existencia, ya se piense o no se piense en ellas" (Trin. XIV, 7,10).
Nos encontramos aquí con la clave de la interioridad agustiniana, desde la que comprenderemos fáci~mente las distintas aplicaciones prác­ticas de las que luego hablaremos. De hecho, podemos vivir nuestra vida desde la simple exterioridad, como ocurre a los demás seres vivos que carecen de interioridad, pero no podemos vivir la interioridad sin la exte­rioridad, pues somos esencialmente relación: "El hombre interior conoce las cosas de Dios por ministerio del hombre exterior" (Conf. X,6,9). Veamos un breve análisis de uno y otro.
Dinamismo del hombre exterior
No olvidemos que el centro rector del hombre exterior es la memo­ria adquirida, que ha ido acumulando, desde el nacimiento, incontables recuerdos, experiencias, conocimientos e imágenes, con su carga emo­tiva, -positiva o negativa- correspondiente. También con algunos datos genéticos heredados. Un depósito de ideas y emociones. En ella se ha ido acuñando en cada uno un carácter o temperamento, un modo de ser, de reaccionar y de comportarse, resultado de la propia historia.


Esta memoria es, en sí misma, un automatismo reactivo: reacciona ante los acontecimientos, situaciones y personas, según lo que estos esti­mulen en ella. Sigue el esquema estímulo-respuesta: el color del estí­mulo decide el color de la respuesta. Por ello, oscilamos continuamente entre el te quiero y el te odio, entre la simpatía y la aversión, entre la sonrisa y la agresividad. Son los hechos, acontecimientos y situaciones externas, las que deciden la calidad interior de los seres humanos y no la calidad interior (que no existe) la que decide la respuesta positiva y crea­tiva ante los retos. Ante una persona problemática, el hombre exterior se convierte también en problemático. Y sus amores y odios, sus simpatías y antipatías, sus amistades y enemistades, sus bondades y maldades, son un simple eco de los que le llegan de afuera.
El hombre exterior, tiene su propia lógica: Es lógico que yo ame al que me ama e igualmente lógico que yo deteste al que me detesta. Quien no responde con la misma moneda es tenido socialmente como cobarde o tonto. De ahí que no acabemos de entender el apremio de Cristo:
"Amad a vuestros enemigos; haced bien a los que os odian; bendecid a los que os maldicen; orad por los que os calumnian" (Lc 6, 27-28). Surge siempre, aun en los buenos, la reacción cuestionante: ¿¡Cómo voy a amar yo a ese tipo que me detesta y me ha hecho tanto daño!?
Sin embargo, las convenciones sociales, la previsión de consecuen­cias negativas para sí mismo o el concepto inculcado del debe ser, llevan muchas veces al hombre exterior a no dar salida a sus emociones de ira, enojo, aversión y venganza, reprimiéndolas. Y la represión le ocasiona todavía más daño que el desahogo.
Todo ser humano desea ser feliz. Pero el hombre exterior entiende que sólo podrá lograrlo cuando los demás respondan a sus expectati­vas, cuando los que tiene a su alrededor se ajusten a sus ideas y anhe­los, cuando la vida sea justa con él. De igual modo, todos en el fondo deseamos ser buenos, pero el hombre exterior no logra entender que eso sea posible, mientras esté rodeado de malvados. De ahí que esgrima todos sus poderes para cambiar el entorno (que por lo demás parece intento respetable), porque está en juego su propia calidad interna. Afortunadamente, en situaciones muy concretas parece romperse esta lógica: muchos trabajan en el psiquiátrico, rodeados diariamente de enfermos mentales, sin, por ello, ¡volverse locos!.
El hombre exterior establece espontáneamente una línea divisoria entre la cercanía y la lejanía: se acerca y sintoniza con quienes le son gra­tos, sienten, piensan y creen como él, vibran en la misma onda. Y esta­blece una distancia con quienes son diferentes. Para él es siempre peli- graso mezclarse con indeseables, porque puede terminar él mismo siendo un indeseable: "Dime con quien andas, y te diré quién eres". Lógica que los saduceos y fariseos aplicaron a Cristo.
El dinamismo del hombre interior
El hombre interior dispone de unas facultades de orden diferente: es, en sí mismo y de manera innata: inteligencia autoconsciente e inte­rrogativa, sensibilidad afectiva, auto determinante y libre. Gracias a estas facultades, puede reprocesar interiormente el significado de todo aquello que le impacta desde fuera: "Los ojos interiores son jueces de los exte­riores. Estos tienen, en cierto modo, la función de siervos: anunciar lo que los ojos interiores ven, y no ven los exteriores" (Ep. 147,17,4). Por ello pueden dar una respuesta original y creativa, de color totalmente dife­rente al del estímulo. Su esquema no es ya como el del hombre exterior estímulo-respuesta, sino estímulo-interiorización-respuesta. Y ésta no se adecua ya al color del estímulo, sino a la interiorización que se ha hecho del mismo.
Sólo el hombre interiorizado es capaz, por ello, de devolver bien por mal, de responder alodio con amor, a una ofensa con un gesto de bene­volencia. Y es que el hombre interior tiene su propia consistencia interna, su propia salud y riqueza, su propia paz, que no dependen para nada de lo que los demás sean, digan o hagan. El filósofo griego y esclavo Epicteto pudo, por ello, responder serenamente a su dueño y señor que preten­día subyugarle: "Sólo sois dueño de mi cadá~er (. .. ). ¿Me ponéis en cadenas? Lo haréis a mis piernas, no a mi voluntad. ¿Me desterráis? ¿Y quién puede impedirme ir al destierro sonriendo de veras? ¿He de morir? De acuerdo, pero eso no quiere decir que haya de morir lamen­tándome. Seguiré siendo dueño de lo que soy dueño, y no preocu­pándome por aquello de lo que no lo soy". Por eso, el hombre interior no necesita desahogar ni reprimir enojos, odios o resentimientos; porque no se hace conflicto dentro de sí mismo. Son gestos que admiramos (y aun contamos como chiste), porque revelan una calidad interior que sabe­mos rara entre los seres humanos.
"En el hombre interior mora la verdad", declara Agustín: el verda­dero amor, la verdadera paz, la verdadera fe, la verdadera libertad, la verdadera inteligencia, la verdadera sabiduría. Y es que "el ojo del cora­zón puede proyectar sus rayos para alcanzar aquellas realidades que nada tienen que ver con el cuerpo, como son el amor, el gozo, la espe­ranza, la paz, la benignidad, la bondad, la fe, la mansedumbre, la con- tinencia" (Ep. 147, 43). En cambio, en el hombre exteriorizado todos estos valores quedan inevitablemente falseados: "La miseria del alma es la necedad, contraria a la sabiduría como la muerte a la vida, como la vida feliz a la infeliz, pues no hay término medio entre ambas (. .. ) La sabiduría es, pues, la mesura del alma, por ser contraria a la necedad" (Beata v. IV, 28 Y 32).
La educación, el ambiente, la autoridad pueden reescribir, en algún modo, la memoria automática del hombre exterior, grabando en ella hábi­tos y comportamientos respetables y el concepto de lo que debe ser. Utilizando un término poco común, es domesticable. Pero sólo el hom­bre interiorizado será capaz de vivir su vida y conducta desde conviccio­nes profundas y desde su libre y sana espontaneidad. San Agustín apre­mia a sus monjes a alcanzar esta meta, diciéndoles, como colofón de su Regla: "El Señor os conceda cumplir todas estas cosas ... , como enamo­rados de la belleza espiritual..., no como siervos bajo la ley, sino como personas libres movidas por la gracia" (Reg. 8,48).
6. El encuentro con el Dios interior, segundo gran descu­brimiento agustiniano
El viaje a la interioridad llevó a Agustín a la iluminación del miste­rio del quién soy yo, quién es realmente el ser humano, en qué radica su valor, dignidad y destino. Pero le condujo igualmente al descubrimiento que, inicialmente, no sospechó: el encuentro, en sí mismo, con el Dios-Misterio. Encuentro tan sorprendente que le lleva a releer su pro­pia historia con una nueva luz: él ciertamente había vivido alejado de Dios, pero Dios jamás estuvo alejado de él porque "tú me eras más íntimo que mi propia intimidad y más alto que lo alto de mi ser" (Conf. I1I, 6,11). Reconoce que Dios lo estuvo trabajando siempre interiormente, sin él saberlo, para llevarle al encuentro.
Este descubrimiento fue tan determinante en la vida de Agustín que dedicará a exponerlo una de sus obras más geniales: La Trinidad. No es una disquisición intelectual de lo que la Revelación nos enseña sino una radiografía de lo que él mismo percibe, en mirada intuitiva, en el cora­zón del hombre. Su tratado sobre la Trinidad es una larga enumeración y análisis de las huellas trinitarias, reflejo del Dios Trinitaria que encuen­tra en la interioridad humana. Dios imprimió en el hombre, al crearlo, algo de su misma vida.
Afirma Agustín: "Quisiera que los hombres reflexionaran sobre tres cosas que tienen dentro de ellos. Estas tres realidades son algo muy distinto de aquella Trinidad. Yo las propongo como tema para que se ejerciten, prueben y constaten lo distantes que son. Las tres cosas que propongo son: ser, conocer, querer. Pues yo existo, conozco y quiero. Existo sabiendo y queriendo. Sé que existo y que quiero. Quiero existir y saber. Quien sea capaz de ello, comprenda cuán inseparable es la vida de estas tres cosas, siendo una la vida y una la mente y una la esencia" (Conf. XIII, 11,12).
A Agustín no deja de impresionarle la semejanza entre lo que él ve en su interior y el Dios de la Revelación Bíblica que es el Ser por esen­cia y creador de todo ser (Padre), luz e inteligencia por la que se conoce a Sí mismo (Hijo), y Amor unificador de todo cuanto es (Espíritu Santo). Evidentemente, Dios diseñó al ser humano, al modo de Dios mismo; "a su imagen y semejanza" según el Génesis (Gn 1,26), dotándole de exis­tencia, inteligencia y amor, al mismo tiempo en diversidad y unidad. Una imagen no estática como la escultura que realiza un escultor, sino diná­mica; pues, por no tener los seres humanos en sí mismos la fuente de su ser, Dios mismo es quien existe en la existencia del hombre, y el que i1uc mina y ama en su inteligencia y amor. ¡Dios está aquí, más interior a mí mismo que yo mismo!: "En vano se esforzaría el obrero en su trabajo exterior, si el Creador no obrase calladamente en su interior" (B. vid. 18,22).
Otra formulación similar de Agustín acerca de las huellas del Dios Trinitaria en el hombre es la memoria-entendimiento-voluntad (Trin. X, 12,19), refiriéndose aquí no tanto a la memoria adquirida, sino a la memo­ria interior. En el fondo de su ser, todo hombre lleva, de algún modo, una cierta nostalgia de Dios, añoranza del Dios que nos .creó, en expresiones diferentes: anhelo de un bien total, de una felicidad sin sombras, de una vida sin fin, de un amor pleno, de una aspiración de infinitud. Así como la memoria sensible contiene la herencia recibida de los padres, la memo­ria espiritual contiene, de alguna manera, la herencia recibida de Dios (Cf. S. 112A, 2). El sentido religioso universal pone de relieve una cierta "memoria de Dios -inteligencia de Dios- amor de Dios" (Memoria Dei­Intelligentia Dei-Amor Dei): "Esta trinidad de la mente no es imagen de Dios por el hecho de conocerse, recordarse y amarse, sino porque puede recordar, conocer y amar a su Hacedor" (Cf. Trin. XN,12,15).
Por la misma razón, el ser humano es esencialmente relación, como lo es el Dios Trinitaria. Y también en la relación humana Agustín vis­lumbra el misterio trinitaria. Escribe:
"Cuando amo algo, hay tres cosas: Yo, lo que amo y el amor ( ... ) Hay tres elementos: el amante, el amado y el amor (. .. ). No hay amante sin amado y sin amor. No hay amado sin amor y sin amante. No hay amor sin amante y sin amado" (Trin. IX, 2,2ss).
Nuevamente la diversidad en la unidad. Cuando la relación es vivida desde la interioridad, es siempre el amor (que define a Dios mismo) el que manda, y no el amante ni el amado. Entonces Agustín puede decir a cada uno: "Ama y haz lo que quieras" (Ep. lo. tr. 7,8). Porque tu amor gratuito te impedirá hacer nada que redunde en daño o disminución del que amas. Pero cuando el amor procede del dinamismo re activo del hom­bre exterior, para el amante el "haz lo que quieras" cuenta más que el "ama", exigiendo que el amado no le ponga obstáculos, puesto que dice amarlo. Por eso los amores que brotan del dinamismo automático de la memoria adquirida, son pseudoamores, porque si acaricias al amado cuando te agrada y porque te agrada, mientras lo rechazas con ira cuando te desagrada, tan falso es el primer gesto como el segundo. Ambos, por igual, brotan no de un amor sino de un egoísmo dominante.
En otras palabras, en los falsos amores, propios del hombre exte­rior, se quiebra la trinidad (amante-amada-amor), para no quedar sino el amante y el amado, cada uno de ellos con sus propios intereses. Y por ello, unas veces en colaboración y otras en competencia. En nombre de los amores, con demasiada frecuencia se ha matado el Amor.
Agustín va más allá. No sólo descubre el misterio del Dios Trinitaria en el hombre sino, de algún modo, en todas las realidades creadas. Toda la Creación es trinitaria: "Es necesario conocer al Hacedor de las criatu­ras y descubrir en éstas, en cierta.y digna proporción, las huellas de la Trinidad" (Trin. VI, 10,12). En efecto, en toda la Creación contempla­mos tres cosas: "unidad-belleza-orden" (Ibid. VI, 10,12). Y éstas reve­lan un misterio de poder creador, de inteligencia orientadora y de amor unificante. "El que esto contemple parcialmente en enigma y como en un espejo, gócese de conocer a Dios, y hónrele como a tal, y déle gra­cias rendidas" (Ibidem).
San Agustín ha descubierto así al Dios omnipresente y actuante desde el misterio que todo está revelando. Eso sí, subraya reiteradamente que lo que descubrimos en las criaturas y en nosotros mismos no son sino huellas, vestigios o reflejos del Dios Trinitaria, como la luz y el calor que encontramos en las cosas de la tierra, no son sino vestigios y reflejos del Sol. Pero Dios es siempre más, el Gran Otro, que nos desborda y nues­tra inteligencia no alcanza y es preciso adorar su Misterio. De ahí la nece­sidad de trascender: "Sube por encima de lo corporal y tienta de sondear la vida de tu alma. Sube por encima de tu alma, y tienta de comprender la vida de Dios. Cuando desde tu interior inquieres, entonces estás en el justo medio. Si desde allí miras hacia arriba encontrarás a Dios" (lo. evo tr. 20,5,11).









Jesucristo en la espiritualidad agustiniana

            Vamos a presentar, en este apartado, el cristocentrismo vital de Agustín. Es decir, su cristianismo en el sentido auténtico de estar centrado en Cristo o, lo que es lo mismo, contemplar lo que Cristo ha sido para la persona de Agustín. Poner el acento en este punto es necesario porque, como sabemos, lo más granado de la doctrina agustiniana es, la mayoría de las veces, vida tematizada, experiencia que en la reflexión y por la reflexión llega a convertirse en principios rectores de comportamiento. Dicho de otro modo, toda la doctrina de Agustín, y con mayor motivo la doctrina espiritual, es autobiográfica, nace primero como experiencia para pasar después a ser un articulado doctrinal coherente. Por esto, querer llegar a la raíz misma de la cristología agustiniana es comenzar por la propia vida de san Agustín y presentar lo que Cristo significó en su vida. El problema que podemos encontrarnos, afrontando así el tema, es que posiblemente nos repitamos en alguna ocasión; por eso, en este primer acercamiento al Cristo agustiniano, haremos solo insinuaciones que, en un segundo momento, serán objeto de una mayor profundización.

            Se ha dicho, y posiblemente con toda razón, que lo más típico del agustinismo se reduce a una triple conexión de la humanidad con Cristo: como Verbo eterno e iluminante de la vida – el Verbo de Dios-, como el único y verdadero mediador entre Dios y los hombres,- el Verbo de Dios hecho carne en Cristo-, como el Cristo místico y total, prolongación y vida de la humanidad en y por la Iglesia, que es el Cuerpo Místico de Cristo.

            De hecho, san Agustín, cuando quiere resumir en pocas palabras las dimensiones que podemos considerar en Cristo desde un estudio serio de las Sagradas Escrituras, nos presenta estros tres modos: “Por cuanto he podido vislumbrar en las página sagradas, hermanos, a nuestro Señor Jesucristo, se le considera y nombra de tres modos cuando es anunciado por la ley y los profetas como en las cartas apostólicas o en los hechos merecedores de fe que conocemos por el Evangelio. El primero de ellos, anterior a la asunción de la carne, es en cuanto a Dios y en referencia a la divinidad , igual y coeterna a la del Padre. El segundo refiere al momento en que ha asumido ya la carne, en cuanto se lee y se entiende que el mismo que es Dios es hombre y el mismo que es hombre es Dios, según una cierta propiedad de excelsitud, por la que no se equipara a los restantes hombres, sino que es mediador y cabeza de la Iglesia. El tercer modo es lo que, en cierta manera, denominamos Cristo total, en la plenitud de su Iglesia, es decir, cabeza y cuerpo, según la plenitud de cierto varón perfecto de quien somos miembros cada uno en particular” (S 341, 1). Si esto es así, y el texto de Agustín parece claro a este respecto, estudiar la cristología de Agustín nos llevará necesariamente a mirar a Cristo bajo estas tres dimensiones y tratar de sacar las consecuencias prácticas para nuestra vida cristiana.

            Agustín es un hombre inquieto por relacionarse con Cristo, porque esta convencido de que “en el Verbo el Padre ha dicho todo de manera inefable” (Io.ev.tr.106,7), pero es también sacerdote y obispo y, como tal, tiene sus tareas que realizar; todo lo que hace es movido por el mismo Cristo al que ansía contemplar.
Así se lo dice a sus fieles que se queja de que está demasiado ausente de su diócesis: “Lo que me contrista a mí, quizás más que a vosotros mismos, es que mis enfermedades me impidan atender a todos los servicios que exigen de mí los miembros de Cristo: me obligan a  ellos el temor mismo de Cristo y la caridad”(Ep. 122,1)
            Además de pastor y predicador, Agustín es teólogo, y filósofo, escriturista, asceta y místico, y lo es todo en su plenitud y cuando comenta la Escritura, lo hace de un modo sabroso desde el hondón de su ser espiritual todo él empapado en Cristo. Agustín ha vivido la verdad, en extremo vital, de nuestra identificación con Cristo, como miembro de su Cuerpo Místico, por eso cada día se asimilaba mejor el sentido de Cristo y el amor de Cristo, que hacía extensivo al Cristo total; y trata de edificar a su pueblo, y a través de sus escritos a todos los pueblos de la posteridad, en la caridad, con la verdad de Cristo. El sabe que tiene que ser una fuente que mana y no un depósito que acumula: “¿Qué significa  no llevéis bolsa? No seáis sabios para vosotros solos. Recibe el Espíritu. En ti debe haber una fuente, nunca un depósito; de donde se puede dar algo, no donde se acumule. Dígase lo mismo de la alforja” (S. 101,6). Hay momentos en que agustín parece tener conciencia de vivencias muy íntimas y regaladas de índole intuitivo-amorosa de la verdad de nuestra identificación con Cristo, que le hacen salir de sí y prorrumpir alborozado, abrazando a su auditorio con sus ojos, brazo y corazón, como si fuera Cristo mismo: “No sólo somos cristianos, somos Cristo mismo” (Io. Ev. Tr. 21,8).Agustín es consciente que la puerta que cierra la entrada a la contemplación de Verbo y de sus cosas, es la impureza de la mente y del corazón; por tanto, será necesario purificar el corazón y la mente; esta labor de purificación pertenece a la esencia del auténtico agustinismo.

1  Cristo en la vida de Agustín.

Posiblemente nadie como Agustín ha sido capaz de interiorizar en experiencia, pensar en conceptos y expresar en palabras la realidad cristiana. Cualquiera que esté familiarizado con Agustín se da cuenta que vida, reflexión y expresión están inseparablemente unidas; esto ha dado a su doctrina una capacidad de fascinación a los largo de la historia digna de todo elogio; es la unidad de vida, determinada por la búsqueda de la verdad, por el servicio desinteresado a la verdad, por la expresión teórica y práctica de la verdad lo que atrae en la doctrina agustiniana. Pero esto es posible porque él se ha dejado configurar con Cristo.

      Agustín ha buscado la verdad con toda su alma, es el buscador de la verdad: una verdad de vida y de pensamiento, que sea capaz de enseñarnos como vivir y cómo morir, qué esperar y qué amar. Pero una verdad que no termine descubriendo plenamente el amor no puede ser suficiente ni digna del hombre. Agustín se ha convertido a Cristo porque descubrió que él era la Verdad en persona. Que Cristo es el centro de la vida de san Agustín no es una frase retórica; él mismo, en sus escritos antidonatistas, nos presenta a Cristo como el todo de  su vida: “Es siempre Cristo quien justifica al impío haciendo de él un cristiano, y siempre es de Cristo de quien se recibe la fe, y siempre es Cristo el origen de regenerados y la cabeza de la Iglesia… Cuando oiga: Todo ser tiene su fundamento en su origen y en su raíz, y si hay algo que no tiene cabeza es nada, contestará: Cristo es mi origen, Cristo mi raíz, Cristo mi cabeza” ( C. litt.Pet.1,7,8). Aunque como vemos, no lo dice en primera persona, esta frase resume mucho de su vida y el talante de estar en el mundo.

      Cualquiera que haya leído sus confesiones, se dará cuenta que, la primera cosa que resalta Agustín en la primera parte de su vida, mucho antes de su conversión, es que el nombre de Cristo está grabado en su alma desde la más tierna infancia y que no era fácil que esta enseñanza pudiera caer en el olvido; su madre Mónica, había realizado un delicado trabajo de cincel en el tierno y moldeable corazón del niño Agustín: “Porque este nombre, Señor, este nombre de mi Salvador, tu Hijo, lo había traído yo por misericordia bebido piadosamente con la leche de mi madre, y lo conservaba en lo más profundo de mi corazón; y así, cuanto estaba escrito sin este nombre, por muy verídico, elegante y erudito que fuese, no me arrebataba del todo” (Conf. III,4,8). Con el correr de los años, dado que su corazón se había formado al calor de este nombre, nos hará notar, incluso en medio del entusiasmo juvenil que le proporcionan ciertas lecturas, la falta de este sello, fundamental para él, que tiene algunas doctrinas. De hecho, cuando lee el Hortensio de Cicerón, que tanta trascendencia ha tenido en su vida, al no encontrar en él el nombre de Cristo, le dejó insatisfecho: “Lo único que aguardaba en mí aquella hoguera tan grande era el no hallar en aquel libro el nombre de Cristo”( Conf. III, 4,8).

      Por otra parte, parece ser que su adhesión al maniqueísmo se debe no poco a la utilización, por parte de los maniqueos, de este nombre de Cristo que continuamente pronunciaban, aunque como Agustín reconoce más tarde, eran sólo palabras vacías de charlatán: “De este modo vine a dar con unos hombres que deliraban soberbiamente, carnales y habladores en demasía, en cuya boca hay lazos diabólicos y una liga viscosa hecha con las sílabas de tu nombre, el de nuestro Señor Jesucristo y el de nuestro Paráclito y Consolador, el Espíritu Santo. Estos nombre no se apartaban de sus bocas, pero sólo en el sonido y en el ruido de la boca, pues en lo demás su corazón estaba vacío de toda verdad” (Conf. III 6, 10).

      Cuando Agustín descubre esta falsedad, que comenzó a sospechar y pedir aclaraciones desde muy poco después de la adhesión, enferma en el alma, pierde el entusiasmo que el mantenía en vida, no sabe a donde dirigir sus pasos y duda de todo; no sabe ni encuentra a quien encomendar la cura de su corazón profundamente desfondado. En ninguno de los escritos que caen en sus manos y que lee con avidez, encuentra ese nombre de Cristo. ¿Qué hacer? Es la etapa del escepticismo vital, la etapa dramática, crítica. Agustín no puede engañarse, quiere ser demasiado honrado consigo mismo y no aguanta más la falsedad. Decide, por tanto, abandonar a los maniqueos y su enfermedad se agrava por momentos: “Así que, dudando de todas las cosas, y fluctuando entre todas, según costumbre de los académicos, como se cree, determiné abandonar a los maniqueos, juzgando que durante el tiempo de mi duda no debía permanecer en aquella secta, a la que anteponía ya a algunos filósofos, a quienes, sin embargo, no quería encomendar de ningún modo la curación de la enfermedad de mi alma por no hallarse en ellos el nombre saludable de Cristo” (Conf. V, 14,25).
     
La idea que Agustín tiene de Cristo en este momento deja mucho que desear y está bastante distante de lo que lo que creen los cristianos. Pensaba que Cristo estaba unido a la sabiduría, pero no que fuese de la misma Sabiduría. Para él, en estos momentos, Jesucristo no es más que un hombre, “el hombre mismo”, prototipo del hombre, pero sin dar el paso trascendental, por lo demás natural, de que fuera Dios. No podemos negar que está en el buen camino, pero le falta dar pasos sucesivos, ya que estaba terriblemente adherido al mundo humano y sensible: “sintiendo de mi Señor Jesucristo tan solo lo que se puede sentir de un varón de extraordinaria sabiduría, a quien nadie puede igualar… Reconocía yo en Cristo al hombre entero, no cuerpo sólo de hombre o cuerpo y alma sin mente, sino al mismo hombre, el cual juzgaba debía ser preferido a todos los demás no por ser la persona de la verdad, sino por cierta excelencia de la naturaleza humana y una más perfecta participación en la sabiduría”. (Conf. VII, 19,25). Como vemos, Agustín profesaba una cierta cristología humanista muy próxima a la concepción de Porfirio, que afirmaba que Cristo era un hombre muy piadoso y que vino inmortal, pero que los cristianos le adoraban por ignorancia. Jesucristo es un hombre, no es la Verdad en persona, no es el Hijo de Dios venido sobre la tierra, para ser el Salvador, sino que es tan solo un hombre superior.

      Cuando Agustín descubre y llega a conocer la verdad acerca de la encarnación, todo adquiere un nuevo color, todo cambia para él. Esta fe en la encarnación será una experiencia fundamental que le transforma. Podemos decir que este hecho concreto representará la esencia de la espiritualidad agustiniana. Supone un conocimiento exacto de la divinidad de Cristo, una penetración de lo que ha sido su humillación, y, a la vez, un conocimiento de la acción de la gracia elevando la humanidad con las mismas humillaciones de Jesús.

      Agustín nos dice cómo en su alma fue haciéndose la luz al abrazar a Cristo que se hace alimento para el hombre. Se dio cuenta que era en la humildad donde estaba la clave para poder comprender algo del misterio de Cristo, y desde este momento, partiendo de esta premisa, comienza todo un camino de crecimiento y de elevación: “Y buscaba yo el medio de adquirir la fortaleza que me hiciese idóneo para gozarte; no había de hallarla sino abrazándome con el Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, que es sobre todas las cosas Dios bendito por los siglos, el cual clama y dice: Yo soy el camino, la verdad y la vida, y el alimento mezclado con carne (que yo no tenía fuerzas para tomar) por haberse hecho el Verbo carne, afin de que fuese amamantada nuestra infancia por la sabiduría, por la cual creaste todas las cosas. Pero yo, que no era humilde, no tenía a Jesús humilde por mi Dios, ni sabía de qué cosa pudiera ser maestra su flaqueza. Porque tu Verbo, verdad eterna, trascendiendo las partes superiores de tu creación, levanta hacia sí a las que están ya sometidas, al mismo tiempo que en las partes inferiores se edificó para sí una casa humilde de nuestro barro, por cuyo medio abatiera en sí mismo a los que había de someterse y los atrajese a sí, sanándoles el tumor y fomentándoles el amor, no sea que, fiados en sí, se fuesen más lejos, sino, por el contrario, se hagan débiles viendo a sus pies débil a la divinidad por haber participado de nuestra túnica de pieles, y, cansados, se arrojen en ella, para que, al levantarse, ésta los eleve” (Conf. VII, 18,24).

      Este abrazo con le Verbo, del que nos habla san Agustín, se realiza de una manera más profunda a través de un texto de san Pablo que invita a Agustín a revestirse del Señor Jesús, y a ensayar un nuevo estilo de vida. Aunque, a decir verdad, ya antes Agustín estaba abrazo a Cristo. La invitación que recibe ahora, en este momento trascendental del Jardín de Milán es a revestirse de Cristo, es decir a, a adherirse y transformarse totalmente en él. Esto en en san Agustín, ciertamente una experiencia, pero no menos un programa a realizar en su vida. Ante la obra que Cristo ha hecho en él, no puede menos de ser agradecido y da prueba de ello toda la vida. En esta época descubre que Cristo es el camino para ir al Padre, y por tanto es inútil quemar energías en búsquedas que no estén centradas en Cristo. También descubre que Cristo es el camino para ir al Padre, y por tanto, que es inútil quemar energías en búsquedas que no estén centradas en Cristo. También descubre que Cristo es el revelador del amor paterno de Dios. Por otra parte descubre que Cristo es el mediador verdadero, el único paso válido y con garantías de éxito entre el hombre y Dios.
     
Agustín se ha dado cuenta que su deseo de vida verdadera sólo puede orientarse en la búsqueda de Cristo y que su anhelo de sosiego interior solo tendrá plena satisfacción en la paz, en Cristo.

      El misterio de Cristo nos  lo presenta san Agustín de forma resumida así: “Si el Hijo único es igual al Padre; si es Hijo único tiene la misma omnipotencia que el Padre; si es Hijo único es coeterno con el Padre. Todo ello en sí, junto a sí y junto al Padre. ¿Qué hizo por nosotros? ¿Qué tiene que ver con nosotros? Considera por qué medio, quien y a quienes vino: vino por la virgen María, sobre la que actuó no un marido humano, sino el Espíritu Santo, quien fecundó a la casta y la dejó intacta. Así se revistió de carne Cristo el Señor, así se hizo hombre quien hizo al hombre: asumió lo que no era sin perder lo que era. Pues la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. No se convirtió en carne la Palabra, sino que, permaneciendo como Palabra, recibió la carne, pero permaneció siendo invisible, se hizo visible cuando quiso y habitó entre nosotros. ¿Qué significa entre nosotros?. Entre los hombres, haciéndose numéricamente uno de ellos, uno y único, el único respeto al Padre. Y respecto a nosotros, ¿qué? Respecto a nosotros único salvador, pues nadie, fuera de él, es nuestro Salvador; y nuestro redentor, pues nadie, fuera de él, es nuestro redentor; no aprecio de oro y plata, sino a costa de su sangre” (S 213,3). Como es fácil apreciar en el presente texto, Agustín alterna la exégesis con la especulación teológica, la contemplación con la exhortación práctica, la experiencia y la teoría, haciendo un todo que se captará mejor desde la propia experiencia reflexiva.

      Agustín, el contemplativo de Cristo.

      Cristo es para Agustín la gran obsesión, el único medio que tenemos a nuestra disposición para llegar a la vida íntima de Dios. Agustín pinta al Dios-hombre con rasgos de una amabilidad sumamente atractiva. Cuando nos presenta la relación con la mujer pecadora, por ejemplo, sobresale la delicadeza: “Sólo dos se quedan allí: la miserable y la misericordia… Sola aquella mujer e idos todos, levantó sus ojos y los fijó en ella. Ya hemos oído la voz de la justicia; oigamos también ahora la voz de la mansedumbre. ¡ Qué aterrada debió quedar aquella mujer cuando oyó decir al Señor: ¡Quien de vosotros esté sin pecado,que lance contra ella la piedra el primero! Mas ellos se miran a sí mismos y, con gran pecado en presencia de aquel que no tenía pecado…Clava en ella los ojos de la misericordia y le pregunta: ¿No te ha condenado nadie? Contesta ella: Señor, nadie. Y El: Ni yo mismo te condeno; yo mismo, de quien tal vez temiste ser castigada, porque no hallaste en mí pecado alguno” (Io. Ev. Tr. 33,4-5).

      Agustín tiene pasión por contemplar el misterio de Cristo, Dios-Hombre. El misterio de Cristo es la unión en una persona de la humanidad y la divinidad. Esta unión es la fuente de la salud para los hombres; si fuese sólo Dios no podríamos acercarnos, si fuese sólo hombre no nos llevaría a Dios. Jesús es el camino por su humanidad y divinidad. Esta unión es la fuente de la salud para los hombres; si fuese sólo Dios no podríamos acercarnos, si fuese solo hombre no nos llevaría a Dios. Jesús es el camino por su humanidad, por su divinidad es el fin prometido (Cf Io. Ev. Tr. 13,4). Por tanto, “que te saque Cristo de tu postración por su ser de hombre, y te guíe por su ser Dios-hombre, y te eleve hasta su ser Dios”. (Io. Ev. Tr. 23,6). Para Agustín ser auténticos cristianos es unirnos a Cristo en su humanidad, así podremos cumplir el proyecto de divinización que pesa sobre nosotros y comprender al Dios hecho hombre: “Si queréis vivir vida cristiana y piadosa, es una necesidad la unión con Cristo en lo que se hizo por nosotros, ya que esta es la manera de llegar a El en lo es y ha sido siempre” (Io. Ev. Tr. 2,3).

      Agustín nos invita a seguir este camino, que es Cristo mismo sin distraernos con ninguna otra cosa; si somos fieles al camino no hay temor de que nos perdamos: “no obstante, en su gran poder, tuvo hambre, tuvo sed, tuvo cansancio, tuvo sueño, fue aprisionado, fue azotado, fue crucificado, fue muerto. Tal es el camino: camina por la humildad para llegar a la eternidad. Dios-Cristo es la patria adonde vamos; Cristo hombre, el camino por donde vamos; vamos a él, vamos por él; ¿Cómo temer extraviarnos? Sin alejarse del Padre vino a nosotros; tomaba el pecho, y conservaba el mundo; nacía en un pesebre, y era el alimento de los ángeles. Dios y hombre, Dios hombre, hombre y Dios en una sóla pieza… Siguiendo, pues, su camino de humildad, él ya ahora ya padeció, ya murió, ya fue sepultado, ya subió a los cielos, donde se haya sentado a la diestra del Padre; mas todavía es indigente aquí, en la persona de sus pobres” (S 123,3).

      Ver, conocer, contemplar la grandeza de Cristo, empuja a Agustín a una tarea nunca terminada, él quiere unirse a Cristo: “Mira a Dios y contempla al Verbo y únete íntimamente con este Verbo que habla, su hablar no es cosa de sílabas, su hablar es el refulgente resplandor de la sabiduría. De su sabiduría se dice que es el resplandor de la Luz eterna” (Io.ev. tr. 20,13). Será Cristo mismo el que nos tiene que instruir y enseñar todo sobre El: “miremos con atención quienes somos y a quienes debemos escuchar. Cristo es Dios y habla con los hombres. ¿Quiere El que se le entienda? Que nos de Él capacidad. ¿Quiere que le veamos, que nos abra los ojos. No nos habla Èl sin razón: es verdad lo que nos promete” (Io. Ev. Tr.22,2).

      Esta tarea se concentrará en conocer y contemplar también la humildad de Verbo hecho carne, e invita  a que meditemos este misterio para aprender la humildad: “Estoy hablando, hermanos míos de la humildad de Cristo. ¿Quién hablará dignamente de su majestad y de su divinidad? Para explicar y decir con palabras algo que se parezca, del modo que sea, a la humildad de Cristo, no me siento con fuerzas suficientes; mejor aún, me faltan las fuerzas. Tengo que dejarlo todo a vuestra consideración, pues no basta que me escuchéis. Recoged  vuestro espíritu en la meditación de la humildad de Cristo. Pero, ¿Quién nos la explicará, diréis, si tu no nos hablas de ella? Que el mismo os lo diga desde dentro. El que tiene su cátedra en el interior, os los diré mejor que el que da voces desde el exterior. Que os muestre la gracia de su humildad el mismo que ha tenido a bien establecer su cátedra en vuestros corazones. Pues si para explicar solamente la humildad de Cristo nos faltan fuerzas, ¿Quién hablará como conviene a su majestad” ( Io. Ev. Tr. 3, 16).

      Para Agustín el punto de partida es la humildad: “Hay que partir de la humildad para elevarse a aquella altura. Si, por el contrario, nos persuadimos de que somos algo, cuando en realidad no somos nada, corremos el peligro no sólo de no recibir lo que nos falta, sino de perder lo que somos” (Io. Ev. Tr. 1,4).

      La humildad de Cristo es una lección permanente para que el hombre aprenda a vivir desde dentro, a estar en sí mismo y vivir lo mejor de sí mismo, que, en el fondo, no es otra cosa que estar en Dios: “Dios se humilló por ti. Tal vez te ruboriza imitar a un hombre humilde; imita, al menos, al humilde Dios. Oculta el Hijo de Dios su venida en el hombre y se hace hombre. Se te manda a ti que seas humilde, no se te manda que de hombre te hagas bestia. El que era Dios se hace hombre; tú hombre, reconoce que eres hombre. Toda tu humildad consiste en que te conozcas… la soberbia hace su voluntad, la humildad hace la voluntad de Dios. Por eso al que se llegue a mí no lo arrojaré fuera. ¿Por qué? No he venido a hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió. Yo he venido humilde, yo he venido a enseñar la humildad, y yo soy el maestro de la humildad. El que llega a mí se incorpora a mí; el que llega a mí se hace humilde, y el que se adhiere a mí, será humilde ,porque no hace su voluntad, sino la de Dios. Esa es la causa de que no se le arroje fuera: estaba fuera cuando era soberbio… El Maestro, pues, de la humildad ha venido, no ha hacer su voluntad, sino la voluntad del que le envió. Lleguemos a él, introduzcámonos en él e incorporémonos a Èl para que tampoco hagamos nosotros nuestra voluntad, sino la voluntad de Dios “ (Io. Ev. Tr. 25, 15-18).
     
       





La oración en san Agustín


            1.La oración, diálogo con Dios.

            A la hora de presentar qué es la oración, san Agustín parte de una noción muy sencilla: orar es hablar, dialogar con Dios. “Tú oración es un diálogo con Dios dice; cuando lees las escrituras Dios te habla, cuando rezas, tú hablas a Dios. Es, pues, una comunicación que se establece con Dios a través de las Escrituras, que es palabra, y sabemos que ésta es el medio privilegiado para comunicar el pensamiento y la voluntad propia”

2. La oración es un diálogo con Dios basado en la fe.

            Este diálogo tiene como punto de partida la fe; ésta es un vínculo necesario, sin el cual es imposible la oración. “Todo el que invoque el nombre del Señor se salvará. Pero cómo invocarán a aquel a quien no han oído? ¿ Cómo oirán sin que les predique?”( Rom 10, 13-14)
            Esta idea la desarrolla de forma  amplia y clara en los sermones que explica el Padre nuestro a los que se preparaban para el Bautismo. “El orden de vuestra instrucción exige que aprendáis primero lo que habéis de creer y luego lo que habéis de pedir. Esto mismo dice el Apóstol: sucederá que todo el que invocare el nombre del Señor será salvo. El Bienaventurado Pablo tomó este testimonio del Profeta porque por él habían sido vaticinados estos tiempos en que todos habían de invocar el nombre del Señor: Quien invoque el nombre del Señor será salvo. Y añadió: ¿Cómo van a invocar a aquel en quien no han creído? ¿O cómo creerán en aquel de quien no han oído hablar? ¿Cómo van a oir si no se les predica? ¿O cómo van a predicar si no son enviados? Fueron enviados, pues, los predicadores y predicaron a Cristo. Con su predicación los pueblos creyeron; oyendo, creyeron; creyendo le invocaron. Puesto que se dijo con toda razón y verdad: ¿Cómo van a invocar a aquél en quien no han creído?, por esto mismo habéis aprendido antes lo que debéis creer y hoy habéis aprendido a invocar a aquél en quien habéis creído”. (S 57,1).

            Pero señala además, que una y otra, la fe y la oración se influyen mutuamente, dando lugar a un círculo cerrado en continuo movimiento. Comentado el texto de Lc 18, 1-17, comienza diciendo:
            El Evangelio nos impulsa a orar y creer. Si la fe flaquea, la oración perece. ¿Quién hay quien ore si no cree? Por eso, el bienaventurado Apóstol, exhortando a orar decía: cualquiera que invocare el nombre del Señor será salvo. Y para mostrar que la fe es la fuente de  la oración, y que no puede fluir el río cuando se seca el manantial del agua añadió: ¿Cómo van a invocar a aquél en quien no han creído? Creamos, pues, para poder orar. Y oremos para que no decaiga la fe, mediante la cual oramos. De la fe fluye la oración; y la oración, que fluye, suplica firmemente por la fe”. (S. 115).

            La predicación suscita la fe y de la fe brota la alabanza. La fe es imprescindible, por tanto, para orar; en consecuencia, lo primero que se ha de pedir en ella es la misma fe, para que la oración pueda llegar a ser perfecta. La oración es, pues, un diálogo con Dios fundamentado en la fe.




2. La oración es un diálogo del corazón.

            En segundo lugar, este diálogo, que parte de la fe, tiene su lugar en el corazón del hombre. El corazón es el centro de la vida espiritual: “Posee sus sentidos, allí está la imagen de Dios, allí habita Cristo” (In Io. Ev. 18,10).” El corazón que comprende es el que ama, el que tiene hambre y sed, el que se siente desterrado; el corazón helado no comprende este lenguaje de la Escritura” (In Io. Ev. 26,4). Por este motivo llama a la oración grito del corazón:

            “nadie dudará que es vano el clamor que elevan a Dios los que oran si lo ejecutan con el sonido de la voz corporal sin tener elevado el corazón a Dios cuando oramos a Dios con la boca, cuando sea necesario o en silencio, siempre ha de clamarse con el corazón. El clamor del corazón es un pensamiento vehemente que, cuando se da en la oración, expresa el gran afecto del que ora y pide, de suerte que no desconfía de conseguir lo que se pide” (En in Ps 118, s 29,1). 

2.1 La interioridad.

            Este texto contiene para san Agustín una serie de enseñanzas muy importantes. En primer lugar esta la interioridad como clave fundamental de la oración: “Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre” (Mt 6, 6-8). Dichas palabras le indican que el diálogo en que consiste la oración es un diálogo interior del corazón. Esto no es otra cosa que la interiorización de la oración; interiorización porque su ámbito natural es el alma, el corazón, y solamente tiene valor y sentido si brota del interior de la persona. De ahí que les diga a sus monjes:
“Cuando oréis a Dios con salmos y cantos, meditad en el corazón lo que decís con la voz” (Regula 3, 2).

            En este contexto presenta los sentidos como la puerta que se manda cerrar, pues por ellos entra lo exterior en la persona: “Pocos entran en los aposentos si la puerta está abierta a los importunos, por lo cual penetran descortésmente las cosas exteriores y solicitan nuestra devoción y nuestro recogimiento. Pero ya dijimos que lo exterior significa todos los objetos temporales y visibles, los cuales, por la puerta, esto es, por el sentido carnal, penetran en nuestros pensamientos y con multitud de vanos fantasmas perturban nuestra oración. En consecuencia, ha de cerrarse la puerta, es decir, ha de resistirse al sentido carnal, para que la oración espiritual se diriga al Padre, la cual se hace en lo íntimo del corazón, donde en secreto se ora al Padre”. (De s. Domini 2, 3,11)

            Cerrar la puerta indica, por lo tanto para san Agustín recluirse en uno mismo y buscar a Dios en el corazón, con la ayuda de los medios necesarios para no distraerse con cosas externas. Y, en consecuencia, todo esto nos están pidiendo no hablar mucho con la boca, sino con el corazón: “Muchos aclaman con la voz y son mudos con el corazón; otros hay que callan con los labios y gritan con el sentimiento” (En. In ps 119,9).


1. ¿Cómo hay que orar?

La primera parte termina con el capítulo 3, 8, pues el comienzo del 4, 9 : Hasta aquí hemos hablado de la actitud para orar; ahora vamos a tratar del contenido de la oración. Estas palabras nos indican el límite de la primera parte y el tema que se desarrolla en ella; tenemos pues, el marco en el que centrarnos.

1. La viuda cristiana

El tema de la primera parte como el mismo Santo dice trata de la actitud para orar, que san Agustín presenta a través de la imagen de la viuda. La condición de ésta se caracterizaba por el abandono y la pobreza , por eso parte él de 1 Tm 5, 5: La que es verdadera viuda y está abandonada espera en el Señor y persevera en la oración noche y día. Para san Pablo ésta es una condición necesaria para formar parte del grupo de las viudas, y san Agustín no la desconoce por ello la subraya con insistencia y trata de conjugar la situación de Proba rica, noble y rodeada de familia con lo que exigía este estado. Para ello nos presenta dos argumentos que se complementan entre sí:

1° La inseguridad e inconsistencia propia de esta vida: Pero tú sí has entendido perfectamente que en este mundo y en esta vida nadie puede estar seguro  En estas palabras cualquier lector de la época no podía  menos de recordar el saqueo de Roma a manos de los godos: ¿quién puede estar seguro si ni siquiera la capital del Imperio lo está? Fue aquella una experiencia que orientó a mucha gente hacia la vida ascética y llevó a no pocos ricos a poner su confianza sólo en Dios:

No te preocuparías tanto de orar a Dios si no esperases en Él; y no podrías esperar en Él si confiases en las riquezas inseguras y despreciaras el precepto aquel del Apóstol: Manda a los ricos de este mundo que no se enorgullezcan ni pongan su confianza en estas riquezas, inseguras sino en Dios vivo, que abundantemente nos provee de todos los dones para que los disfrutemos. Mándales que sean ricos en obras buenas, que sean generosos y compartan, y hagan acopio de una base firme para el futuro, de modo que conquisten la verdadera vida (1 Tm 6, 17-19)

Esta vida, comparada con la futura, no es nada: En comparación con aquélla, ésta otra vida que tanto amamos no merece tal nombre, por alegre y próspera que sea. A1 final vuelve a recordar este principio con palabras suficientemente claras: Por muy rica que seas, ora como pobre, porque aun no poseas las auténticas riquezas del siglo futuro, donde no tendrás que temer pérdidas de ningún tipo. Aunque tengas hijos, nietas y una numerosa familia, como ya dijimos antes, ora como si estuvieras abandonada. Todas las cosas temporales son inseguras, aunque las conservamos toda la vida para nuestro consuelo.

Así que, si tú buscas y saboreas las cosas de allá arriba (Cf. Col 3, 1-2), si deseas las eternas y seguras durante todo este tiempo en que todavía no las posees, te debas considerar abandonada, aunque conserves todos los bienes y seas honrada por todos  Así pues, toda la tensión ha de dirigirse hacia aquella vida verdadera, cosa que se hace a través de las Escrituras que son lámparas colocadas en un lagar oscuro (2Pe 1, 19), cuya luz sólo se ve si el corazón está purificado por la fe Estos dos argumentos los presenta juntos al terminar toda la exposición: Ya ves lo inciertas que son todas estas cosas; y, aunque no lo fuesen, ¿qué serán, comparadas con la felicidad prometida ?  y la conclusión que saca es la necesidad de vivir como auténtica viuda para no cesar de orar, porque al relativizar esta vida y buscar con afán la futura no se anhela otra cosa que a Dios: El alma cristiana debe considerarse abandonada para no dejar de orar. Con esta palabras el concepto de viuda se amplía a todo cristiano, y el Santo de Hipona lo hace apoyándose en el famoso texto de 2 Co 5, 6-7, con el que explica la condición del hombre en este mundo. De esta forma, la auténtica viuda es quien vive esta tensión escatológica que le hace ver esta vida como un destierro y anhelar la patria del padre: De ahí que dice al final de la carta, si el alma se siente abandonada y solitaria en este mundo, mientras peregrina lejos del Señor (2 Co 5, 6) sin duda le presenta a Dios, su defensor, una especie de viudez con la suplica asidua e intensísima. Por lo tanto, ora como viuda de Cristo que todavía no contemplar su figura, pero solicita su auxilio. Vuelve a recordar el texto de san Pablo y con él fundan1enta esta dimensión viudal de todo cristiano. En otro lugar, partiendo del texto de 1 Tm, comenta El alma que comprende que se halla desprovista de todo auxilio fuera del de Dios es viuda ¿Por qué es viuda . Porque no recibe auxilio de ninguna parte sino sólo de Dios. Las mujeres que tienen varones se ensoberbecen por el apoyo de ellos; las viudas parecen abandonadas, sin  embargo, es más potente su apoyo. Luego toda la Iglesia es una viuda, ya en los varones o en las mujeres; ya en los casados o en las casadas; ya en los adolescentes, en los viejos o en las vírgenes. Toda la Iglesia es una viuda, abandonada en el mundo, si percibe, si conoce su viudez; pero entonces tiene a la mano el socorro, El verdadero consuelo

La situación de viudez y desolación está compensada por el consuelo verdadero. Éste es un concepto correlativo al anterior, pues si el alma rechaza lo terreno y vive esta pobreza y abandono, entonces espera sólo en Dios para recibir de Él el consuelo y el descanso. Como estos conceptos expresan la misma idea es decir, que sólo se puede confiar en Dios, la forma de argumentar es también semejante. En primer lugar destaca que los bienes' terrenas no pueden ofrecer el verdadero consuelo: Igual que, sin el verdadero consuelo el que el Señor promete por el profeta, diciendo: Le daré un consuelo verdadero, paz sobre paz (Is 57, 18-19), nadie encontrará consuelo alguno, sino sólo desolación. Porque, a fin de cuentas, ¿qué dicha ofrecen las riquezas, los honores y todo aquello por lo que se felicitan quienes no conocen la verdadera felicidad? Lo propio de ésta no es sobresalir, sino no necesitar; y, una vez conseguidas esas cosas, el miedo a perderlas produce mayor tormento que el deseo de alcanzarlas, que antes se tenía. Con esos bienes los hombres no se hacen buenos, sino que previamente se han hecho buenos por otros medios y, al utilizar éstos debidamente, los hacen buenos. En fin, el auténtico descanso no se encuentra en ellos, sino allí donde está la vida verdadera; y el hombre sólo podrá llegar a ser feliz mediante lo que le hace bueno. Muy al contrario, el verdadero consuelo y la verdadera vida sólo se encuentran en Dios; en los bienes terrenos no hay seguridad y felicidad plena. Esta argumentación la completa con el texto clave de esta primera parte, de cuyo versículo 6 se sirve ahora: La que se dedica a los gozos terrenos, vive muerta. San Agustín lo aprovecha para yacer ver a Proba que no encontrará felicidad en medio de sus riquezas; éstas son medio para alcanzarla:

Ten sumo cuidado con lo que sigue: La que se dedica a los gozos terrenos, vive muerta (1 Tm 5, 6) El hombre se entrega a las cosas que ama, pues las desea por encima de todo, y con ellas se cree que es feliz. Por eso, lo que la Escritura dice de las riquezas: Si abundan las riquezas, no les deis el corazón (Sal 61, 11), se lo aplico yo a los gozos terrenos: "Si abundan los gozos terrenos, no les deis el corazón. No te sobrestimes porque no te faltan, porque estás colmada de ellos, porque fluyen como de la generosa fuente de la felicidad terrena. Por el contrario, desprecia todo eso, recházalo, y no busques en ello más que lo necesario para la salud corporal" .

Sí hay algo en esta vida que le procura al hombre un auténtico descanso y un sentido agradable en todo lo que realiza, la amistad: En cualquier asunto humano, nada le resulta agradable al hombre sin una compañía amigable. Este tema fue uno de los preferidos de nuestro Santo, que lo estudiará en la filosofía clásica y sobre todo en Cicerón; por más que él cristianice el concepto interpretándolo a la luz del Evangelio, En esta carta llega a relativizar el consuelo que la amistad puede ofrecer al hombre, ya que si nadie puede estar seguro de sí mismo ,mucho menos lo estará de los demás. De donde se deduce que no se puede juzgar a la ligera al prójimo (cf. 1 Co 4, 5), y que es sólo en Dios donde se encuentra plena seguridad y, consuelo.

Así pues, la oración cristiana ha de partir de esta actitud, la de viudez, por la que se transciende todo lo terreno y se encuentra consuelo sólo en Dios, y se dispone el alma a vivir aquello a lo que está llamada en la eternidad. La oración aparece de este modo como algo necesario a todo cristiano, pues es el camino para alcanzar el verdadero consuelo.



3. La ascesis y la oración

Finalmente, hay que recordar que la oración está íntimamente relacionada con las prácticas ascéticas; más aun, ella es una de estas prácticas y, además, la principal, en función de la cual están las otras dos limosnas y ayunos que son como las alas de la oración. En esta carta no se extiende sobre este tema, pero sí subraya los elementos fundamentales:

—En primer lugar, recuerda que los ayunos y las limosnas sirven para elevar la oración: Los ayunos y todo lo que refrena los placeres de la concupiscencia carnal siempre y cuando no perjudiquen la salud, ayudan mucho a la oración; y más todavía las limosnas.

—En segundo lugar, defiende el principio enunciado en este último texto: la salud es un criterio que limita -y guía el ejercicio de toda mortificación 28, En esta carta pone el ejemplo de Tito:

A Tito, que según parece castigaba excesivamente su cuerpo, le amonesta para que beba un poco de vino por causa del estómago y de sus frecuentes enfermedades .Aquí, como en otros lugares, la defensa de la bondad del cuerpo y de la salud la hace utilizando Ef 5, 29:

 Nadie ha odiado jamás su propia carne; aunque complementa esta parte con otros textos que llaman la atención sobre el cuidado que hay que tener para no dejarse arrastrar por las inclinaciones de la carne 3". Con todo ello deja bien claro que, para
hacer oración, es necesario practicar los ejercicios ascéticos que la elevan hacia su meta.

2. ¿Qué hay que pedir en la oración?

El capítulo cuarto comienza así: Hasta aquí hemos hablado de la actitud para orar; ahora vamos a tratar del contenido de la oración 31 Es decir, si la primera parte respondía a la pregunta ¿cómo hay que orar?, esta segunda plantea la siguiente: ¿qué hay que pedir en la oración? La respuesta que nos da san Agustín es clara y sencilla: hay que pedir la vida feliz, con un deseo continuo. Su exposición terminará con el Padrenuestro, porque en él nuestro santo encuentra condensados todos estos elementos de la oración.

1. La vida  feliz

Pero ¿qué es la vida feliz? Ésta es la gran cuestión que san Agustín se plantea desde el principio de su tarea intelectual y que guiará su búsqueda interior y su vida espiritual. E1 P. Capánaga nos comenta:

En el corazón inquieto anida un deseo que mueve todo el dinamismo humano: el de la vida feliz. Todos los hombres quieren ser felices, y hacen cuanto pueden por conseguirlo Su vida comenzó a girar en torno a este principio, que también fue el tema o aspiracıón .

Para nuestro Santo la filosofía y la especulación de todos los filósofos se reduce a esto, a buscar y alcanzar la vida feliz . El quehacer filosófico lo resume así: Los filósofos en general perseguían todos una finalidad común La aspiración de todos ellos en sus estudios, búsquedas, disputas y maneras de vida, era llegar a la vida feliz. Tal era el móvil único de los flósofos; y, citando a Varrón, sentencia: El hombre no pretende otra cosa al filosofar  alcanzar la felicidad .

En esta sección de la epístola 130 san Agustín hace una síntesis de esta cuestión tan de moda en su tiempo. Comienza por la presentación filosófica apoyándose en un texto del Hortensio de Cicerón. A este texto le da un valor muy grande, pues termina apostillando: Estas palabras las podría haber dicho la misma Verdad por medio de cualquier hombre36, y le aplica el dicho del Apóstol sobre los versos de un poeta cretense. E1 texto ciceroniano le proporciona una noción de hombre feliz bien clásica: Feliz es quien tiene todo lo que quiere y , además, no quiere nada que no le convenga. Por esto, el paso siguiente como en la tradición filosófica es determinar los bienes que convienen y así poder alcanzar la meta.

La lista de estos bienes, es decir de aquello que se puede desear y pedir lícitamente, no es pequeña. Siguiendo a los filósofos de la época san Agustín enumera, en primer lugar, el matrimonio, los hijos y la salud 3x; también incluye el honor y el poder siempre y cuando sea para atender a quienes viven bajo su cuidado cuando esos bienes se desean no por sı mismos, sino por lo que de ellos podemos alcanzar39. A partir de aquí formula dos principios para pedir adecuadamente:

1.   Tomando como base 1 Tm 6, 6-10 y Prv 30, 8-9, sostiene que hay que pedir simplemente lo necesario: Quien desea, pues, lo necesario y no aspira a más, actúa correctamente; si hiciera lo contrario, no basca-ría lo necesario y su deseo no sería correcto .

  1. Todos los bienes terrenos están en función de la salud y la amistad o amor a los semejantes; es decir no tienen valor en sí mismo, sino que son medios para alcanzar los superiores: La salud y la amistad de las personas se pueden desear por í mismas. Las demás cosas necesarias para la vida, no hay que buscarlas si se quiere hacer legítimamente por sí mismas sino en razón de  lo anterior.

Pero incluso la salud y la amistad son bienes temporales, y por lo tanto no pueden fundamentar de forma absoluta la felicidad. Por eso también éstos están en función del bien supremo, que es la vida con Dios y de   Dios 42 Ésta es la vida feliz; aquí empezamos ya a gozarla cuando a Dios lo amamos por sí mismo, a nosotros y al prójimo por ÉI. La vida eterna es nuestra meta, y para alcanzarla el Señor ha enseñado a orar: Para alcanzar la vida bienaventurada, la misma Vida bienaventurada nos enseñó a orar44; y así termina presentando el objeto de la oración con el Sal 26, 4: Una cosa pido al Señor, ésta buscaré: habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida para contemplar el gozo del Señor y visitar su templo 45. Ésta es la verdadera y auténtica vida feliz.

2. El deseo de Dios E1 bien supremo, nos ha dicho, es la vida con Dios y de Dios46. Alcanzarlo significa la felicidad. Por esto, la oración se caracteriza por el deseo, el deseo de esta vida verdadera, el deseo de Dios. A1 hablar de la oración en general ya destacábamos el puesto fundamental que san Agustín concede al deseo. En la carta que estamos presentando, recoge los aspectos más fundamentales
que ya allí exponíamos, y que podemos resumir así:

1. Sentido del deseo

E1 deseo se identifica con una vida teologal profunda: Por medio de la fe, la esperanza y la caridad oramos siempre con un deseo ininterrumpido . Estas virtudes son las que permiten tener el deseo de la vida futura y de Dios. Poco antes lo ha explicado. Lc 11, 9-13, el texto del pez, el huevo y el pan que pide el hijo al padre. En cada una de estas cosas y en sus contrarios nuestro Santo encuentra simbolizada una virtud: la fe en el pez7 ya sea por el agua del bautismo o por el hecho de mantenerse íntegra en medio de las olas de este mundo; la esperanza en el huevo, porque la vida del pollo aun no ha aparecido, sino que lo hará en el futuro; y la caridad en el pan, pues ella es la mayor de las tres, y el pan es el más útil de todos los alimentos

2. Explicaciones del deseo

En segundo lugar, al identificar deseo con oración se explican elementos claves de ésta. El tema de la necesidad de la oración sólo está enunciado; parece bastante lógico en un texto como éste, que no es sistemático sino ocasional y dirigido a personas iniciadas y deseosas de oración Recuerda san Agustín, simplemente, que la oración es necesaria ahora porque existe la tentación y porque no hemos alcanzado en plenitud la vida feliz ". Otros elementos, sin embargo, sí los trata de forma particular; éstos son: la razón para pedir, la oración continua, los tiempos exclusivos dedicados a la oración y el sentido de la oración prolongada.
            
1.         Razón para pedir. Si se parte del Evangelio, como dice el mismo san Agustín: Puede resultar extraño que nos exhorte a orar el que, antes que se lo pidamos, conoce ya nuestras necesidades. ¿Cuál es, entonces, la razón para pedir? Nuestro deseo; y así nos preparamos a recibir debidamente el don: El Señor y Dios nuestro no busca que le mostremos nuestra voluntad, que ya conoce; lo que quiere es que en la oración ejercitemos el deseo, y así nos hagamos capaces de recibir lo que nos va a dar .

2.         La oración continua: En el Evangelio y en san Pablo tenemos el mandato de orar de forma continua, sin interrupción. ¿Cómo puede hacerse esto? Deseando siempre: A1 decir el Apóstol: Orad sin cesar (l Ts 5, 17), ¿qué otra cosa quería decir sino que deseemos incesantemente la vida bienaventurada o eterna, que viene de aquél el único que la puede dar? Vamos, pues, siempre a desear que el Señor Dios nos dé esa vida; oramos siempre .

3.         Los tiempos exclusivos de oración: El deseo pide que se le dedique a la oración ciertos tiempos exclusivos para que no se apague, sino que se mantenga vivo y progrese:
Por este motivo, en determinados momentos nos olvidamos de nuestras preocupaciones y quehaceres que en cierto modo entibien nuestro deseo y nos dedicamos a la tarea de orar. De este ,modo, con las palabras que decimos en la oración, nos animamos a nosotros mismos a tender hacia el bien que deseamos. No sea que lo que empezó a entibiarse termine enfriándose, y se apague del todo si no se alimenta con frecuencia .

4.         Sentido de la oración prolongada: Teniendo en cuenta todo lo dicho anteriormente, ¿hay que dedicar largos ratos a la oración? San Agustín parte de que debemos orar siempre con el deseo; por ello el tiempo va a depender de la atención que se mantenga en el afecto y deseo. Dedicar largos ratos no es reprobable ni inútil , siempre y cuando otras obligaciones más importantes no lo impidan y se tenga en cuanta la enseñanza de Mt 6, 7: una cosa es hablar mucho y otra distinta orar mucho . Como consejo práctico recuerda lo que hacían los monjes de Egipto, utilizar especie de jaculatorias muy breves que no requerían una atención excesiva, y así ésta se mantiene fácilmente. La conclusión de todo esto es clara no se debe forzar la atención cuando no se puede más, ni tampoco se debe interrumpir cuando se mantiene fácilmente.






El Padrenuestro


Los capítulos 11 y 12 de esta carta los dedica san Agustín al Padrenuestro. Esta oración está presentada como el resumen de todo lo que ha dicho anteriormente, de modo que es en ella donde debe aprender el cristiano qué tiene que orar. No hace, por tanto, un comentario en sentido estricto, sino una exposición de los elementos que en cada petición se refieren a lo que ha venido diciendo.

La conclusión que saca es que la oración dominical resume todo lo que el cristiano debe pedir, y no debe buscar en su oración nada que no esté incluido de alguna ella:

Por lo tanto, quien quiera orar de modo conveniente, no diga nada distinto de lo que encuentra la oración dominical, independientemente de lo que diga en la oración: sea que esté preparándola y empezando a darse cuenta de lo que en ella deba vivir, sea que esté ya en ella y quiera aumentar su amor. De manera que quien en la oración dice algo que no tiene que ver con la oración evangélica, si no ilícitamente, cuando menos ora en vano; aunque, bien pensado, no sé por qué a una oración así no hemos de considerarla ilícita, cuando a los renacidos del Espíritu sólo les conviene orar espiritualmente .

Y para demostrar que el Padrenuestro es el resumen y compendio de toda oración, confronta cada una de sus peticiones con textos del Antiguo Testamento, para terminar diciendo:

En fin, si recorres todas las oraciones de las Escrituras no encontrarás nada que no se contenga en la oración dominical o no se concluya de ella. De donde se deduce que, en la oración, hay libertad para decir todo esto con unas u otras palabras; pero no la hay para decir cosas distintas  Romanos 8,26
Este famoso texto de san Pablo ya lo hemos recordado repetidas voces a lo largo de esta introducción, pero es necesario volverlo a mencionar, pues es uno de los textos fundamentales de esta carta. En realidad es el fundamental y el que da origen a todo este tratado, pues Proba se ha dirigido a san Agustín un tanto perpleja por lo que dice el Apóstol: Esto es, sobre todo, lo que te empaló a consultarme, ya que te inquieta lo que dice el Apóstol: "No sabemos orar como conviene, y temes que te perjudique más no orar como conviene que no orar62. De estas palabras brota la parte central de la carta y la respuesta más importante de ella: Pide ia vida foliz63. Pero desde el capítulo 4 hasta el 14 no utiliza el texto de la carta a los Romanos; ahora en esta última parte lo hará de forma continua.

Parte san Agustín de la primera enseñanza del texto de san Pablo: no sabemos pedir como conviene. La razón que presente nuestro Santo se apoya en la ignorancia que no permite ver el beneficio de las tribulaciones temporales; por esto el hombre pide verse libre de todas ellas. Sin embargo, éstas son muy útiles para el progreso espiritual.

Esta ignorancia es tan universal que hasta el mismo Apóstol la sufrió. Para explicarlo utiliza san Agustín el texto de   2 Co 12, 7-9, el aguijón de Satanás que san Pablo tenía en su carne, por el que oró tres voces para que le librasen de él, pero recibió una respuesta muy distinta: Te basta mi gracia, pues la fuerza llega a perfección en la debilidad (v. 9). El provecho espiritual que el Apóstol obtiene es la humildad (para que no me enorgullezca por lo sublime de mis revelaciones me fue dado -v. 7-). La explicación que presenta es muy semejante a la que se encuentra en otro lugar 64: muchas voces Dios es benévolo negando lo que se le pide y es cruel concediéndolo. Los ejemplos son: Nm 1.1, 1-34, la petición de comida por parte de los israelitas en el desierto y la hartura que les sobrevino como consecuencia; 1 Sm 8, 5-7, la petición de la mayor parte de los israelitas y la esclavitud en la que caen; Job 1, 12 y 2, 6: la petición de Satanás de tentar a Job y la victoria de éste; Mt 8, 30-32, los espíritus inmundos que piden ir a la piara de cerdos y éstos terminan ahogados.

Por lo tanto, todas estas cosas han sido escritas para que nadie se engría por haber sido  escuchado al pedir con impaciencia algo que no le convenía. Y han sido escritas también para que nadie se tenga a menos ni desespere de la divina misericordia, si no es escuchado en lo que pide. Jesucristo ha dejado una magistral lección en su oración del Getsemaní : Padre, si es posible pase de mí este cáliz. Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya (Mt 26, 39). Así, recurriendo a la voluntad de Dios, vuelve al punto central de la petición: hay que pedir la vida, eterna; es la forma de alcanzar la seguridad de que se ora como conviene.
Finalmente y resumiendo, define la situación del orante como de docta ignorancia. Es ignorante porque no sabe orar; pero docta, porque tiene el auxilio del Espíritu, cuya actuación no debe interpretarse como si Él gimiese o interpelase, sino que hay que entender que É1 hace


Conclusión


E1 último capítulo hace de conclusión y despedida. Vuelve a presentar el tema de la viuda como la actitud fundamental del orante: De ahí que, si el alma se sienta abandonada y solitaria ,  en este mundo, mientras peregrina lejos del Señor, sin duda le presenta a Dios, su defensor, una especie de viudez con la súplica asidua e intensísima. Y en la despedida pide oraciones por él; y da las últimas recomendaciones: una vida ascética  para ayudar a la oración, y la concordia mutua como el fruto principal de ella.

E1 Dios al que oramos puede hacer más de lo que pedimos o pensamos (Ef 3, 20). Es su despedida final.






La lectio divina en el libro IX de las Confesiones


1. Disposiciones para la oración.

• La Escritura, don de Dios.

            Dios se manifiesta a través de su Palabra que es la Sagrada Escritura. La experiencia de su vida, releída a la luz de la Escritura, desde el momento de la conversión y del encuentro con Dios, le animan a ir leyendo las situaciones dinámicas de su existencia desde la Palabra. El encuentra en la Escritura la respuesta y el interrogante ante su existencia. Esta se le presenta como don de Dios, de una manera especial en los salmos, donde Dios hace que él pueda leer su vida en las citas de la Biblia.

¿Dónde estaba por espacio de tantos años mi libre albedrío, y de qué bajo y profundo arcano fue evocado en un momentos, para que yo sujetase mi cuello a vuestro yugo suave, y mis hombres a vuestra carga ligera? 1IX,1

            Así pues, la Escritura, la Palabra de Dios irrumpe en el interior de su corazón para ir preparando su vida al encuentro con Dios, maestro de vida interior. Esto mismo sucede en la Lectio divina, donde el corazón se prepara, ayudado por la lectura de la Biblia, al encuentro con Dios que habla al interior del creyente, y le transforma.

- Humildad.
           
Para Agustín la humildad siempre será el camino directo para el encuentro con Dios. Mas vos, oh Señor, bueno y misericordiosos; y vuestra diestra mirando la profundidad de mi muerte, y agotando el abismo de podredumbre del fondo de mi corazón. IX,1. Esta actitud de arrepentimiento sitúa el corazón de san Agustín ante Dios desde la perspectiva de la humildad. La humildad se hace necesaria para que la criatura encuentre a su hacedor. Así quiere hacer suyas las palabras del profeta Isaías, afirmando que con internos acicates me domasteis, y de que modo allanasteis, humillando los montes y collados de mis pensamientos, y enderezásteis mis tortuosidades, y suavizásteis mis asperezas. IX,4.
           
El amor de Dios contagió también a los que estaban junto a él en la incesante búsqueda. Alipio, su íntimo amigo, fue también cautivado por la gran misericordia de Dios. Y de qué manera sometísteis también a Alipio, hermano de mi corazón, al nombre de vuestro Unigénito, nuestro Señor y Salvador Jesucristo, nombre que antes se desdeñaba de insertarlo en nuestro escritos; porque más quería que oliesen a los cedros de las Escuelas, que ya el Señor había quebrantado. IX,4.
            Así pues, la humildad aparece como la primera virtud para el encuentro con Dios en la oración. El ejemplo de san Agustín suscita el deseo de encontrarse con Dios en la oración.

- Conversión del corazón.

            El salmo número 4, aparece repetidas veces comentado en este Libro IX  de las Confesiones. Uno de los versículos del salmo dice: Hijos de hombres, hasta cuando seguiréis pesados de corazón? ¿ Por qué amáis la vanidad y buscáis la mentira?. Porque yo había amado la vanidad y buscado la mentira. Ps 4,3; IX,9.
           
Al igual que en el encuentro de Dios con Agustín, éste le pide una conversión del corazón, también en la dinámica de la lectio es necesaria una conversión del corazón a Dios. Transformar el corazón duro, pesado, mal oliente por el fruto de los pecados, por el corazón libre, limpio, disponible para la escucha. El ejemplo de Cristo que reconcilió el corazón del Padre con el todos los hombres, es modelo de verdadera conversión del corazón. Mas Vos, Señor, habíais ya engrandecido a vuestro Santo, resucitándole a vuestra derecha. Ef, 1,20 IX,9.

- Ascesis y purificación.

            El camino de la humildad y de la conversión del corazón, necesariamente han de pasar por la ascesis, que es el trabajo activo del creyente, para conseguir un mayor dominio de su humanidad, y avanzar por los caminos del Espíritu. El proceso de conversión en la vida de Agustín pasó también por caminos de ascesis.
           
La renuncia de la cátedra magisterial supone un desprendimiento de una tarea que le daba bastante fama y prestigio, para tomar en sí el corazón humilde, sencillo, propuesto por Dios en el evangelio de Jesucristo. Agustín quiere abrazar el estilo de vida del reino. Dios se lo manifiesta y por eso desea poner todo de su parte para volver al camino de Dios. Los ejemplos de vuestros siervos, que de negros habíais tornado resplandecientes, y de muertos vivos, recogidos en el seno de nuestro pensamiento, abrasaban y consumían nuestro grave torpor para que no volviésemos  a las cosas bajas, y poderosamente nos encendían, tanto que todo soplo de contradicción por parte de las lenguas engañosas, podría más violentamente inflamar nuestra llama, no extinguirla.  IX,2,3.
           
Así pues, a través de estos ejemplos descubrimos la necesidad de una ascesis interior para propiciar el encuentro con el Dios revelado.

2. La Escritura, verdadero alimento del creyente.
           
Un punto que a san Agustín le gusta recordar es este: la Palabra de Dios, la Escritura es pan, alimento del cristiano. esta forma de presentar la palabra la coloca en íntima relación con la Eucaristía, en cuya celebración se proclama con solemnidad. este acercamiento es fácil de hacer, pues la Eucaristía es el Cuerpo de Cristo, y éste es el Verbo encarnado, la palabra hecha carne. Así pues, para san Agustín la celebración litúrgica es el lugar natural de la palabra a donde debemos acudir para tomarla el pan de la palabra se coloca en la mesa. In Io Ev. 34, 1, y así participar en el banquete de este pan, el manjar más dulce. Ahora bien, nunca olvida la preparación y la buena disposición, porque para poder comerlo se necesita purificar el espíritu: necesitamos tener sano el paladar del corazón , In Io. Ev. 7,2 amonesta a sus fieles.
           
La Escritura es el alimento del creyente. Diariamente la escuchamos en las asambleas litúrgica, como una preparación de la liturgia celeste; aquí participamos en el Cuerpo de Cristo, allí seremos comensales en el banquete de las bodas del cordero: Cuando pedimos pan, recibimos con él todas las cosas. Lo que yo os expongo es el pan de cada día. Pan de cada día es escuchar diariamente las lecturas en la iglesia; pan de cada es oir y cantar himnos. Cosas todas que son necesarias en nuestra peregrinación ¿Acaso cuando lleguemos allá hemos de escuchar la lectura del códice? Al Verbo mismo hemos de ver, a él oiremos, él será nuestra comida y nuestra bebida como lo es ahora para los ángeles. S. 57, 7


           
3. El Espíritu Santo, guía de la oración.

            Agustín concede una gran importancia al Espíritu santo en la oración. Por eso su invocación debe iniciar los primeros momentos de este ejercicio. Pero, sobre todo, no podemos olvidar que la iniciativa parte de Dios, pues la misma oración es ya un don suyo que nos lo inspira  a través del Espíritu Santo.
            San Agustín llama al Espíritu Santo doctor interior Ep 184 A 1, ya que sólo El es quien nos capacita para entender la Escritura y poder orar como conviene.

1. Lectura.

            La lectura significa el primer encuentro con el texto que se va a orar. Lo que se pretende en la lectio es el conocimiento del texto hasta llegar a familiarizarse lo más posible con él, repitiendo su lectura cuantas veces haga falta. En este ejercicio san Agustín aconseja tener en cuenta varios elementos:

1. Oscuridad de la Escritura.

            Aunque a veces la Escritura pueda parecer muy clara, sin embargo suele ser difícil de comprender; es necesaria la ayuda divina: Ningún texto ofrece dificultad si ayuda el Espíritu. Ayúdenos él por vuestras oraciones, pues el mismo deseo de querer comprender es ya una oración a Dios. De él, pues, conviene que esperéis la ayuda. S 152, 1
            Nos detenemos en las lecturas que hace de su propia vida y en los textos que él mismo emplea. Vemos ahora aquello que lee Agustín.

Para ello, podemos dividirlo en tres etapas o estadios. Estas tres etapas son fundamentales a lo largo de toda su vida, y serán piezas clave en su modelo de oración. En el libro noveno encontramos referencia clara a esto textos.
           
Porque me representa mi memoria, y me es dulce, Señor, confesároslo, con qué internos acicates me domasteis, y de que modo me  allanasteis, humillando los montes y collados de mis pensamientos, y enderezasteis mis tortuosidades, y suavizasteis mis asperezas. IX,4,7, cf Is 40,4. De esta manera, Dios se acerca a su corazón a través de la lectura de este libro del Profeta Isaías. Pero, sin duda alguna, es el salmo 4, al que menciona varias veces, el que suscita en su interior un deseo más vehemente de Dios. Los salmos son para él el centro de su vida espiritual y el camino más cercano para la relación con Dios. los salmos son fáciles de aprender. El canto frecuente de las estrofas, se hacía musicalmente cercano al oído, y desde el oído penetraba la profundidad de su mente hasta llegar a la conversión del corazón. ¡Qué voces os di, Dios mío, cuando todavía rudo en vuestro verdadero amor, y catecúmeno, veraneando en la Quinta con Alipio, leía los Salmos de David, cánticos de fe, acentos de piedad, que excluyen el espíritu de soberbia!. IX,4,8
           
Nos situamos en su etapa de catecúmeno, por ello la lectura y la meditación del salmo 4, producen en él verdaderos sentimientos de perdón y cercanía a la misericordia del Padre. El dolor que siente ante las afirmaciones maniqueas le hacen exclamar: Quisiera yo que entonces estuvieran en algún sitio cercano, y sin que yo supiera que estaba allí, viera mi semblante, y oyeran mis voces, cuando en aquel reposo leía el salmo 4, lo que obraba en mí aquel salmo: cuando os invoque y me oíste, Dios  de mi justicia; en la angustia me ensanchaste el corazón. Apiadaos de mí, Señor, y oíd mi oración”  IX,4,8.

            Son numerosas las citas bíblicas que hacen referencia a esta petición de perdón, únicamente enumeramos aquí algunas otras que aparecen en este libro número IX, la mayoría de ellas tomadas del salmo 4.  Ps 4,3 (8,9);  Ps 4,5 (8,10); 2 Cor 4,18 (8,10).

2. Búsqueda de Dios.

            El deseo de eternidad que manifiesta Agustín, se pone de manifiesto en la continua búsqueda de Dios en su vida. Es tan grande ese deseo, que sólo Dios puede frenarlo. Clave para entender su método de oración va a ser siempre la búsqueda de Dios, en todo momento, en toda circunstancia, en toda realidad.

            El hecho de la búsqueda está iluminado ya por la luz del Espíritu. Su mente puede ya conocer quien es el Dios que le ama y suscita tanto amor en él. Ya mis bienes caían  por de fuera, ni lo buscaba a la luz de ese sol con los ojos de la carne. Porque los que quieren gozar por de fuera, fácilmente se desvanecen y derraman en las cosas visibles y temporales. IX,4,10. La lectura de las cartas de san Pablo producen en él sentimientos de cercanía hacia la búsqueda no ya de otros bienes, sino de la verdad única y suprema que es Dios.
           
Esta búsqueda, oscura y difícil en otro tiempo, se convierte ahora en luz y salvación: Impresa esta en nosotros la luz de vuestro rostro, Ps 4,  Porque no somos nosotros la luz que ilumina a todo hombre, sino que somos iluminados por Vos, para que los que algún tiempo fuimos tinieblas, seamos luz en Vos Ef, 5,8 .IX,4, 10

3. Alabanza y acción de gracias.

            Esta actitud de alabanza y de acción de gracias aparece siempre en san Agustín.  En concreto, hay diversas actitudes de alabanza y de acción de gracias, pudiendo resaltar algunas. todas ellas caminan sin duda, hacia Aquel que ha obrado grandes maravillas en su amor. ¡Gracias a Vos, Dios mío! ¿De dónde y hasta dónde habéis traído mi recuerdo, para que os confesase estas cosas tan grandes, que por olvido me había callado! IX,7,15.
           
Al final del capítulo 7, eleva esta oración de acción de gracias, como otras muchas. El motivo era el traslado de los restos de dos mártires cristiano, Protasio y Gervasio, y el milagro de la curación de un ciego. Cualquier motivo de la misericordia de Dios, que el mismo Agustín descubre, es suficiente para entonar una plegaria de acción de gracias por la manifestación de su amor. Y con exhalar entonces tal fragancia vuestros perfumes, sin embargo, no corríamos en pos de vos. Por eso lloraba más entre vuestros cánticos e himnos, al principio suspirando por Vos. IX,7,15



4. Meditación

            A través de la palabra de Dios, San Agustín medita sobre los acontecimientos salvíficos de la obra de Dios en él y en la vida. A través de esos textos, san Agustín descubre la presencia de Dios revelado y cómo Dios se hace presente en los acontecimientos narrados a través de la Escritura.
           
Una vez que el texto se ha leído reiteradamente, teniendo en cuenta los aspectos literales, se pasa a la meditación. Ésta consiste en la reflexión y valoración de lo que en la lectura se ha encontrado. Agustín, desde su experiencia personal, aconseja tres actitudes necesarias.

1. Escucha interior respetuosa.
           
Al ser palabra de Dios, es necesaria la actitud respetuosa y orante ante la presencia de Dios; por esto san Agustín pide oraciones y ora al explicar la Escritura. la palabra hay que escucharla dentro para entenderla y después poderla comunicar. Pierde el tiempo predicando exteriormente la palabra de Dios quien no es oyente en su interior. S. 179,1. De ahí que la escucha interior sea el elemento clave: Oiré primeramente, oiré, y sobre todo, oiré lo que en mi interior habla el Señor Dios. En in Ps 49,23. En la regla también afirma y pide meditar en el corazón lo que se dice con la voz Regla 2, 3; en referencia al canto de la salmodia en la oración.

            La escucha interior lleva consigo el deseo de un conocimiento respetuoso del Dios que habita en el interior del creyente. Así pues, al escuchar la voz de Dios que habla en la Escritura, Agustín toma la actitud de vaciarse de las criaturas para dejar paso al Autor de la vida y de la salvación. Ya gustaba tanto dejarlas, cuanto antes temía perderlas. Vos las echabais de mí, oh verdadera y suprema suavidad; las echabais y en su lugar entrabaiss Vos, más dulce que todo deleite, pero no a la carne y sangre; más dulce que todo deleite, pero no a la carne y sangre; más claro que toda luz, pero más íntimo que todo secreto. IX,1,1.
           
Dios aparece en la vida de san Agustín como el ideal siempre buscado y anhelado. Su presencia será respetuosa y misteriosa.

2. La fe.

            la fe es necesaria como elemento esencial. Lo subraya utilizando Is 7,9: si no creéis no comprenderéis. Aplica esta misma idea a la lectura de la Escritura: La fe es el peldaño para la comprensión, y ésta es la recompensa de la fe porque también la fe tiene una especie de luz propia en las Escrituras. Todas estas lecturas que ahora se nos hacen son lámparas en la oscuridad. S 126,1.
           
El texto de Isaías, libro al cual hace referencia en este capítulo IX, lo conoció pronto. San Ambrosio le recomendó la lectura del profeta Isaías como preparación al Bautismo, libro que abandonó pronto por resultarle muy difícil. pero a éste pasaje si llegó , pero a éste pasaje si llegó, porque lo cita en  ya en el De lib.arb.1,1,2.
           
            Sólo a través de la fe podemos comprender el verdadero significado de los textos bíblicos, así como el poder descubrir la realidad divina que estos contienen. La fe es la luz que ilumina el contenido de las palabras bíblicas y las convierten en luz para la vida del creyente. ¡Oh si ellos viesen la Luz interna eterna, que yo, que la había saboreado, bramaba por no poder mostrársela si me presentan el corazón en sus ojos! IX,4,10. Quiere reprochar a todos los maniqueos que ocultan sus ojos a la verdadera fe en Cristo Jesús, Hijo de Dios. El también formó parte de aquella oscuridad y por ello lo manifiesta con fuerza en el siguiente texto:

Leía y me abrasaba, y no hallaba qué hacer por aquellos sordos.muertos, entre los cuales yo había sido una peste, un labrador amargo y ciego contra las Escrituras melifluas con miel del Cielo y resplandecientes con vuestra luz; y ahora contra los enemigos de estas Escrituras me repudia.
IX,4,11.

c) La caridad.

            También subraya como disposición fundamental la caridad: si no dispones del tiempo para escudriñar todas las páginas santas, para quitar todos los velos a sus palabras y penetrar en todos los secretos de las Escrituras, mantente en el amor, del que pende todo; así tendrás lo que allí aprendiste e incluso lo que aún no has aprendido. En efecto, si conoces el amor, conoces algo de lo que pende también lo que tu tal vez no conoces. En lo que comprendes de las Escrituras se descubre evidente el amor, en lo que no entiendes se oculta. Quien tiene el amor en sus costumbres, posee, pues, tanto lo que está a la vista como lo que está oculto en la palabra divina. S. 350,2.

            Este texto del sermón 350 subraya la doble vertiente de la oración como meditación o “lectio”: la búsqueda de Dios en la Escritura, conduce a la caridad y al amor sin límites.

            Hay que hacer mención, en el libro que nos corresponde a la muerte de Mónica, madre de Agustín. Los dramáticos momentos que aparecen en la escena, nos evocan el amor hecho oración e inflamado en ardiente caridad. Agustín llora ante la muerte de Mónica, puesto que se ha dado cuenta que Ella ha llorado antes por sus pecados. Y ahora, Señor, os lo confieso en este escrito, léa lo quien quiera, e intreprételo como quiera. Y si hallare pecado en que llorase yo por una exigua parte de una hora a mi madre recién muerta delante de mis ojos, a mi madre que por tantos años me había llorado delante de los vuestros, no se ría; antes, si tiene gran caridad, lloré el también por mis pecados a Vos, Padre de todos los hermanos de vuestro Cristo. IX,12,33.
           
La caridad esta unida a la misericordia puesta en Dios y a la vez trasmitida desde Dios. Agustín descubre la mano de Dios en la persona d su madre Mónica. Ella, con su oración insistente, hizo que Dios escuchara sus gemidos para otorgar la conversión a la fe. De ahí que san Agustín recalque repetidas veces la dimensión de la caridad unida a la oración. En el libro que nos atañe la oración, unida a la caridad, aparece reflejada en la persona de Mónica. Dios se sirve de la madre de Agustín para mostrar todo el amor y la cercanía hacia él. Esta dimensión de la caridad en la oración, claramente manifestada en los ruegos por su madre difunta, nos presenta la dimensión del amor que se realiza en todo aquel que se acerca a su corazón. Vos que tendréis compasión de quien la tengáis, y os compadeceréis de quien os compadezcáis. IX, 13,35




Sentido espiritual.
           
Lo fundamental en la lectura de la Escritura es encontrar el sentido espiritual que tiene el texto, porque dicho sentido es el que edifica la caridad: El sentido espiritual salva al creyente S. 350. Leer la Escritura carnalmente significa retroceder, no conseguir la utilidad a la que está destinada; esta se consigue mediante la comprensión del testo animado por el Espíritu. Para alcanzar el sentido espiritual, san Agustín suele emplear la  alegoría, que tiene un amplio significado:

a) Tipología. La alegoría incluye, en primer lugar, la tipología, es decir, el reconocimiento de que en las personas, cosas o hechos del Antiguo Testamento encontramos tipos proféticos de aquello que sucederá en el Nuevo. Los libros del Antiguo testamento, generalmente no se limitan a presentar hechos sucedidos, sino que también sugieren el misterio de aquello que sucederá después S.10,1.

b) Jesucristo. Toda la Escritura encuentra su unidad de fondo en Jesucristo. La Escritura debe ser entendida por los cristianos. . El Antiguo y el Nuevo Testamento se diferencian entre sí, pero están íntimamente unidos por el misterio de Cristo, de tal modo que Cristo esta velado en el Antiguo y desvelado en el Nuevo. Su muerte en cruz ha abierto la luz a todo lo escondido en el Antiguo Testamento. (1 Cor 3, 14-16).

            Así pues, la comprensión y la interpretación espirituales deben estar dirigidas  fundamentalmente a descubrir lo que cada texto dice de Cristo y de su cuerpo, la iglesia. Si en Cristo encuentra la Escritura su sentido pleno, éste debe realizarse en la Iglesia y en los cristianos.
           
Cristo aparece repetidas veces mencionado en el libro IX: Y de qué manera sometisteis también a Alipio, hermano de mi corazón, al nombre de vuestro Unigénito, nuestro Señor y Salvador Jesucristo. IX,4,7.
           
Hay que destacar en lo pocos textos referentes a Cristo, y que todos constituyen una oración de Agustín, la alabanza que brota del santo por la grandeza de Dios manifestada en Cristo, su Hijo. Destacar la infinita misericordia de Dios depositada sobre Jesucristo. ¿En qué se parece a vuestro Verbo, señor Dios nuestro, el cual permanece en sí sin envejecerse, y renueva todas las cosas?. IX,10,24.

Pero en definitiva Cristo es el mediador entre Dios y el hombre. Cristo intercede por el hombre para que éste llegue a Dios. Oídme por la Medicina de vuestras llagas, que estuvo pendiente del madero, y sentado a vuestra derecha, intercede con Vos por nosotros.  IX, 13,34.



           

La oración-meditación.

            La oración es la conversación con Dios en la que se le responde al Señor por todo lo que se ha vivido en la lectura y en la meditación. Es el momento de la alabanza, de la petición y de la acción de gracias por todo ello. La oración es fruto de esta lectura espiritual que pone en íntima relación con Dios.
            Este ejercicio de lectura y oración, si es continuo lleva al hombre a entablar una familiaridad cada vez mayor con el sentido profundo que tiene la palabra, a descubrirlo más fácilmente y a sentir más cercana la presencia de Dios que habla y enseña. De ahí que san Agustín, que ha vivido todo esto, muestra una confianza y familiaridad grande a la hora de explicar el sentido profundo de la oración cristiana.
           
Hablando de los salmos invita a cantar con inteligencia: nos enseña y amonesta a cantar con inteligencia, es decir, no vayamos a buscar el sonido del oído, sino la luz del corazón.  En, in Ps 46,9. Cantar con inteligencia es aplicarnos a nosotros mismos aquello que encontramos en la palabra orada; y para ello, dice, hemos de identificar nuestros sentimientos con los que ahí se expresen: ved cuán claras son estas cosas y conocedlas con nosotros, y en ellas alabad conmigo al Señor. Y si ora el salmo, orad, si gime, gemid; si se alegra, alegráos; si espera, esperad, y si teme, temed. Porque todas las cosas que se escribieron aquí son nuestro espejo o reflejo. En. in Ps 30 II s. Y además, en los salmos, encontramos los textos más apropiados para orar, pues para que Dios sea alabado perfectamente por el hombre, Dios se alabó  a sí mismo,; y porque dignó alabarse a sí mismo, por lo mismo encontró en el hombre el modo de albarle. En. In Ps 144, 1. Dios proporciona las palabras que tenemos que decir, Dios mismo nos da la respuesta. En la Escritura encontramos este camino de amor y de luz.

            El Libro IX expresa en sí mismo toda una realidad oracional y meditativa. El esquema expuesto anteriormente en el trabajo: perdón, búsqueda y encuentro de Dios, alabanza y acción de gracias, son empleados con frecuencia a lo largo de este libro de las Confesiones. la oración de Agustín es una oración, pues, que gira en torno  a estos tres elementos.

Orar desde los acontecimientos.

            Hemos llegado a la parte de la lectio llamada meditación u oración. El creyente que vive la realidad de la oración en su vida, suele concluir en esta etapa. Agustín no propone un método, personal, propio de su estilo para caminar en esta fase de la lectio divina.

1. Orar desde los acontecimientos a la luz de la escritura: Narratio.
           
La “narratio” agustiniana significa que la Palabra de Dios no es algo que esta anclado en el tiempo, o algo que sucedió sin un protagonismo mayor. la “narratio” siginifica que la Palabra de Dios continua operando en la vida del creyente y en la comunidad cristiana. El pasaje, por ejemplo, del libro Genésis: “Dios creó...”, continua siendo una realidad en la vida de cada creyente. De ahí que la Escritura sea para Agustín el centro de su oración y a través de ella, ore al Padre.

• Cambio de vida.

            Uno de los acontecimientos más significativos que encontramos en este libro es el cambio de vida, de rumbo en la vida de Agustín. Ha optado ya por el camino de la conversión, pero ahora debe encontrarse con una serie de consecuencias que se derivan de la conversión misma y que apuntan hacia un cambio radical en la vida. A la luz de estos acontecimientos el ora al Padre.

            ¿Quién era yo cómo era yo? ¿Qué no hubo de malo en mis hechos, o si no en los hechos, sí en los dichos, sí en mi voluntad?. Pero tú, Señor, fuiste bueno y misericordioso al explorar la profundidad de mi muerte y al desecar con tu derecha el abismo de mi canceroso corazón. IX, 1,1.

            Este breve detalle de la oración inicial del libro IX nos abre el camino para entender cómo su oración esta marcada directamente por su vida. Hasta este momento, el siente el dolor por los pecados, la búsqueda incesante de Dios y la acción de gracias unida a la alabanza por su conversión. Esta trilogía no la podemos olvidar.

• Cambio de trabajo.

            Agustín cambia de trabajo. Opta por dejar la cátedra. Quiere dedicarse plenamente al servicio de Dios. Hace  oración de todas estas realidades y acontecimientos. Tal es así, que aquejado de una enfermedad pulmonar, lo cual de dificulta dar adecuadamente las clases, ve la mano de Dios en estos acontecimientos y ora por la situación que le acontece. Pero desde el momento en que tomó consistencia en mí la firme resolución, tu lo sabes, Dios mío, de dedicar mi ocio a considerar a que tu eres el Señor, hasta llegué a alegrarme de que se me hubiera presentado esta excusa no fingida, que atempera el mal humor de aquellas personas que, en atención  sus hijos, pretendían que yo no gozara nunca de libertad.  IX,2, 4.
           
Esta idea de conversión y de cambio en los planes de vida, no es sólo vivida y experimentada por Agustín. Sus amigos más íntimos comparte también este gozo de sentirse tocados por el Señor, con gran deseo y actitud para cambiar de vida. La idea de la comunidad agustiniana empieza a forjarse en estos momentos, cuando el gran ideal de la búsqueda de Dios trasciende la misma realidad humana y abre a todos la
puerta del gran ideal de una alma sóla y un sólo corazón en torno a Dios, que es el verdadero y auténtico Señor de nuestras vidas.
Habías aseteado nuestro corazón con tu caridad y llevábamos tus palabras clavadas en nuestras entrañas. IX,2,3

• Verecundo y Nebridio.

            Estos dos amigos de Agustín, fueron arrebatados hacia la casa del Padre en el proceso de su conversión. Agustín da gracias a Dios por sus vida, por el testimonio sincero de su búsqueda, por su amor, entrega y fidelidad. Forman parte de un acontecimiento esencial en su vida ,desde el cual manifiesta la realidad amorosa de Dios, y como su mano actúa en los acontecimientos más cercanos y sencillos de la vida.
¡Gracias, Dios nuestro!, somos tuyos, Lo prueban tus consejos y tus consuelos, Fiel a las promesas y a cambio de aquella finca de Casiciaco, donde descansamos en ti de la batahola del siglo, le darás a Verecundo la amenidad de tu paraíso de eterna primavera, instalado en el monte de cuajada, en tu monte, en el monte fértil, después de perdonarle los pecados cometidos en la tierra  IX, 3, 5

• Bautismo de Agustín.
           
Todo el proceso de conversión agustiniana, queda reflejado en el momento del Bautismo. Tal vez el libro de la Confesiones, no le dedique mucho espacio, quizás porque el Bautismo de san Agustín fue la conclusión de todo un proceso de conversión hacia Dios, y a la vez el inicio de una nueva vida en camino hacia la realidad de la fe cristiana. Fue bautizado en la noche de la Pascua, tal y como era costumbre en la Iglesia de Hipona. Para Agustín debió ser un gran momento de gozo y deleite espiritual, pues por unos momentos pasó a través de su mente y su corazón toda una vida de ofensas y misericordias recibas por parte de Dios.  En aquellos días no me hartaba de considerar, embargado de una asombrosa dulzura, tus profundos designios sobre la salvación del género humano. ¡Cuántas lágrimas derramé escuchando los himnos y cánticos que dulcemente resonaban en tu iglesia! Me producían una honda emoción. Aquellas voces penetraban en mis oídos, y tu verdad iba destilándose en mi corazón. Fomentaban los sentimientos de piedad, y las lágrimas que derramaba me sentaban bien.   IX,6,14

            El momento de su bautismo expresa una realidad mística. A la hora de este tema volveremos a tratar del Bautismo, pero centrado en los valores que la lectio propone para el momento llamado contemplativo o místico. Las lágrimas que produce Agustín, expresión corporal donde la profundidad de la fe de la caridad, se apoderan de su realidad física y psicológica, producen en él estos sentimos de verdadera oración, sin que exista expresión alguna verbal.

• El canto de la iglesia.
           
Se instituye en occidente el canto de los himnos y salmos, importados del oriente, como una manera más vida y sensible de hacer realidad la alabanza al Señor en el culto divino. Agustín, hombre de gran sensibilidad, siente especial ternura por esta faceta y hace oración en este libro noveno, acerca del significado que tiene el canto de los salmos y las voces que resuenan en la iglesia para alabanza de Dios. Por eso se iban intensificando progresivamente mis lágrimas durante el canto de tus himnos. Después de tanto suspirar por ti, finalmente, acababa por respirar la cantidad de aire que puede correr en una choza de paja.  IX, 7, 16.

• Mónica, madre de Agustín.

            Una amplia parte de este capítulo lo dedica Agustín a su madre Mónica. Ella aparece como modelo de oración y como ejemplo de madre para él. A lo largo del texto, Agustín ora al Padre por su madre, pero no sólo por ella, sino que a través de ella, encuentra el camino para dar gracias por su  vida y su conversión. Podríamos decir que Mónica va a ser para Agustín una maestra de oración por el ejemplo y el testimonio de su propia vida. Podemos descubrir varias oraciones.

- Oración por su madre.

 Actitud de agradecimiento a Dios por el don de su madre. A esta buena sierva, en cuyo seno me creaste, Dios mío y misericordia mía, le habías regalado también este hermoso don: siempre que le era posible, se la ingeniaba para poner en juego sus dotes pacificadoras entre cualquier tipo de personas IX, 9, 21. Agustín va a valorar muy positivamente a su madre, puesto que ella ha intercedido ante Dios y sus lágrimas le han engendrado para Cristo. De sus buenas acciones y su ejemplo, hace varias oraciones, para testimoniar la presencia amorosa de Dios en medio de su vida.
           
Especial relieve presenta el pasaje de la muerte de Mónica, donde Agustín, en un verdadero alarde de oración y sentimientos conjugado, nos presenta una de las más bellas páginas del amor hacia una madre. Su delicadeza, la verdadera intensidad espiritual de sus palabras, su sensibilidad, nos presagian a un Agustín enamorado de Dios, sensible y a la vez fuerte, contemplativo y entregado al servicio de Dios.
Así pues, alabanza mía y vida mía, Dios de mi corazón, dejando a un lado por un momento sus buenas acciones por las que te doy gracias en actitud gozosa, yo te ruego ahora por los pecados de mi madre. Escúchame en nombre del médico de nuestras heridas que pendió del madero y que, sentado a tu derecha, intercede por nosotros.   IX, 13, 35.
            Sería positivo analizar cada uno de los sentimientos que vive Agustín en la oración. Tal vez, a la luz de la muerte de Mónica, encontremos esos sentimientos y esa realidad de la narratio, de la que hablábamos al comienzo de este capítulo.
           
Agustín descubre en Mónica su propia vida. Como madre que es suya, ella estuvo cerca del hijo, en los momentos de pecado, en los momentos de búsqueda desesperada, en los momentos de la conversión, en los momentos de alabanza y acción de gracias por la conversión del hijo y por haber hecho de Agustín una realidad de la misericordia de Dios. Hijo, por lo que a mí respecta, nada en esta vida tiene atractivo par mí. No sé que hago aquí ni porqué estoy aquí, agotadas ya mis expectativas en este mundo. Una sóla razón me retenían un poco en esta vida, y era verte cristiano católico antes de morir. Dios me lo ha dado conc reces, puesto que, tras decir adiós a la felicidad terrena, te veo siervo suyo. IX, 10,26



            La contemplación.

            El cuarto y último paso que representa lectio divina es la contemplación. Esta viene presentada como el gozo a través de su palabra y su conversación; es el silencio contemplativo en el Espíritu. Es gracia, es don de Dios. Aquí ni hay técnica ni método, sino sólo amor. No es enajenación, sino percepción de luz que no tiene fin, de la realidad con su valor más pleno, de todo como don del amor de Dios.
           
Podemos decir, en líneas generales, que en este capítulo se nos narra una experiencia de contemplación profunda, la que acontece entre Agustín y Mónica en el puerto de Ostia.

            Podemos dividir esta realidad contemplativa, en tres etapas o estadios. Puesto que estas tres realidades nos sitúan en una nueva visión o realización de la lectio. El pasaje del éxtasis de Ostia, resume perfectamente el proceso de la lectio así como el fruto de que se espera alcanzar en la oración.

a) Disposición para la oración.

            Agustín y Mónica descansa tras un largo viaje y se preparan para iniciar otro. Hay una búsqueda del silencio, de la paz interior, del sosiego, de la tranquilidad. Hay una distancia material de las cosas del mundo y una búsqueda sincera de las cosas de Dios. Aconteció, por tus disposiciones misteriosas, según creo, que ella y yo nos hallábamos asomados a una ventana que daba al jardín de la casa donde nos hospedábamos. Era en las cercanías de Ostia Tiberina. Allí, apartados de la gente, tras las fatigas de una viaje pesado, reponíamos fuerzas para la navegación. IX, 10,23.
           

Esta disposición es efectuada por la madre y el hijo. La madre, creyente, luchadora para que Dios otorgase la fe a Agustín. El, recién bautizado, sosegado y en paz, orientando su vida hacia un nuevo rumbo. Ambos intentan hacer recopilación de su vida, y Dios actúa en ellos con amor. Este primer paso supone pasar de la vida material, mundana, a la realidad de lo trascendente y absoluto. Es un camino para el encuentro con Cristo camino que aparece en la realidad del hombre, apoyada por el misterio de su encarnación, que a la vez es redención.



b) Lectio-narratio.

            Estas dos realidades de la terminología agustiniana, elevan a un segundo estadio o nivel el pasaje de Ostia. Hay un deseo por parte de ambos de entrar en oración y dirigirse al Padre, creador y Señor de todo. En ese deseo entra a formar parte la vida y el futuro de ambos. Una vida que ha sido transformada y alimentada por la presencia amorosa de Dios en medio de ellos. En esa búsqueda incesante topan con una realidad desbordante hasta entonces para el ser humano: la eternidad, el cielo, el más allá, la patria de los justos. Abríamos con avidez la boca del corazón al elevado chorro de tu fuente, de la fuente de la vida que hay en tí, para que, rociados por ella según nuestra capacidad, pudierámos en cierto modo imaginarnos una realidad tan maravillosa.  IX, 10,23.

            En el encuentro con las realidades eternas es desde donde empieza el contacto con lo desconocido para el hombre. Hay una serie de elementos que lo van preparando, como es el continuo diálogo que se establece a lo largo del discurso-oración. En ese diálogo hay una contemplación de las cosas creadas por Dios, el cosmos, la naturaleza, la vida misma del hombre. Seguimos ascendiendo aún más dentro de nuestro interior, pensando, hablando, y admirando tus obras. Y llegamos hasta nuestras mismas mentes, y seguimos nuestro avance remontándolas hasta la región de la abundancia inagotable donde apacientas a Israel.   IX, 10,24.
           
En la dinámica del proceso de Ostia, encontramos la misma dinámica ascendiente de Dios hasta el hombre, pero a la vez reconocemos que esa ascensión no ha podido realizarse si Dios no desciende primero al hombre. A través de Cristo se ha abierto la puerta del diálogo con Dios. Cristo es el mediado entre Dios y el hombre. En Cristo se encuentra la plenitud de la vida y de la salvación puesto que El es capaz de llevar en su seno la realidad humana y la divina.

            Más adelante en el diálogo-oración de Ostia, se descubre la presencia de Dios en todas las cosas, puesto que el creyente, al llegar a este estado de oración-contemplación, es capaz de discernir y admirar la obra de Dios en toda su grandeza. Agustín nos narra el pasaje de Ostia a posteriori, es decir, una vez que ha sucedido y como su mente y su corazón han podido comprender toda aquella realidad. No podemos llegar a las mismas palabras y mucho menos a los mismos afectos que allí acontece, de ahí que esta realidad sea mucho más expresiva en la totalidad de su manifestación. Es difícil plasmar en un papel una experiencia que debió ser transformante y renovadora para ambos.




c) Contemplación-mística.

            En ese ascenso de la mente a Dios, Agustín y Mónica, mientras habábamos y suspiramos por ella, llegamos a tocarla un poquito con todo el ímpetu de nuestro corazón, y dejamos allí cautivas las primicias del espíritu.  IX, 10,24. No hay suficiente expresión para narrar lo que allí sucedió, y como ambos quedaron sobrecogidos por la fuerza del espíritu y la misericordia de Dios.
           
La experiencia que allí acontece sitúa todo lo real, lo existente en plano o papel secundario. Sólo la presencia de Dios con su sabiduría, con la plenitud de su amor, desbordan la realidad humana. La expresión con que narra Agustín este acontecimiento, evoca una experiencia autentica de contemplación, donde el sujeto, en este caso el creyente, ya no es autor de búsqueda, sino que aparece rodeado de una serie de elementos pasivos, desde los cuales Dios actúa de una manera clara, y eleva al hombre hacia otras experiencias cada vez más trascendentes y místicas.

            Toda oración tiende a esto, a la contemplación, al encuentro con Dios. A la búsqueda del amor de Dios. Cuando en la oración no son necesarias ni la lectura de la Escritura, ni la consideración o meditación de algunos aspectos de la vida de Cristo, cuando la oración no lleva consiga una serie de propuestas para renovar la vida, en ese momento es cuando Dios se presenta como el autor de la amor. Por unos momentos se alcanza algo de lo que significa la vida del amor con Dios para siempre. Esto aconteció a Mónica y Agustín en Ostia. Si le oyéramos a él mismo en directo y sin intermediarios, al igual que ahora nos lanzamos y, con la rapidez del rayo, tocamos con el pensamiento la sabiduría eterna, que permanece sobre todas las cosas. IX, 10, 25.



d) Vida eterna.

            El fruto de la oración no se alcanza en esta vida. El estado actual del ser humano no logra la plenitud de la felicidad. Dicha felicidad, deseo máximo del creyente, sólo se alcanzará en la visión de Dios, en el goce y en el deleite de la otra vida. La contemplación del amor de Dios anticipa, atisba algo aquella realidad prepara para aquello que le han amado en la tierra. Por eso, en toda oración  cuando llega a ser contemplación, se suele producir una tristeza, que no es otra que la producida por el desasosiego de no poder estar para siempre con Dios, gozando de la felicidad de su amor, ya que la condición corporal de nuestra vida lo limita.

            Si por último, éste estado se prolongue y fueran difuminándose todas las otras visiones de rango inferior, y ésta sóla arrebatase, absorbiese y zambullese a su contemplador en los gozos más íntimos, de modo que la vida eterna se pareciera a aquel momento de intuición que nos hace suspirar: ¿no sería esto el entrar en el gozo de tu Señor? Pero, ¿cuándo se realizará esto? ¿Será cuando todos resucitemos, aunque no todos seamos transformados? IX, 10,25.

            En esta cita se expresa claramente el sentido de plenitud que lleva la contemplación de Dios en la oración. A la vez, la contemplación trae consigo un deseo de eternidad, y un afán cada vez más grande por llevar a nuestra mente y a nuestro corazón el deseo y la presencia continua de Dios.

            El fruto de esta contemplación fue alcanzado por Mónica, quien a los pocos días partió de este mundo al Padre. Dios quiso otorgar a Agustín el goce en la tierra de la realidad del cielo, y precisamente con su madre, quien tanto le había amado y por quien tanto había llorado.

Una sóla razón y deseo me retenían un poco en esta vida, y era verte cristiano católico antes de morir. Dios me lo ha dado con creces, puesto que, tras decir adiós a la felicidad terrena te veo siervo suyo. ¿Qué hago aquí? IX,10,26.





ESPIRITUALIDAD AGUSTINO RECOLETA


1.      Una espiritualidad que está naciendo.

Remontarnos a los orígenes de la recolección agustiniana, y poder descubrir a la vez el origen de la espiritualidad, nos obliga a remontarnos a aquel movimiento que surge en la Orden agustiniana, y analizar cuáles fueron las características de su espiritualidad. No podemos acceder al origen de la espiritualidad recoleta como si se tratara de abrir un viejo libro, y tratar de desempolvar el contenido de unas páginas, que tienen más de valor histórico que de otra cosa. No vamos a  hacer arqueología, sino que  todo esto nos va a ayudar a comprender mejor nuestra espiritualidad, y por qué no, a tratar de vivirla mejor.

            Los agustinos recoletos formamos parte de un impulso fuerte en la Iglesia, tras el Concilio de Trento, con un gran deseo de reforma y de entrega más radical a Jesucristo. Otras órdenes religiosas, vivieron una realidad muy semejante. Así, los franciscanos españoles, dieron vida ya a finales del siglo XV y a principios del siglo XVI a varios eremitorios, recoletorios o casas de retiro. A partir de 1522, estas casas cobraron nuevo vigor y alcanzaron su fisonomía definitiva. Con San Pedro de Alcantara, todas estas casas consiguieron una configuración estable. Hay una serie de características que aparecen en la vida de estos frailes: no poseen cosa alguna, andan descalzos,  viven en pequeños conventos, toscos, desacomodados. Sus celdas son pequeñas y apenas tiene mobiliario. Guardan un silencio casi absoluto y la oración ocupaba gran parte de la jornada. Tenían gran aprecio del oficio divino que recitaban día y noche, despacio, bien pausado y pronunciado, daban una gran preferencia a la oración mental, en la que permanecían de dos a tres horas diarias. Las prácticas ascéticas eran abundantes y variadas: disciplina entre diaria y semanal, ayunos, ejercicios de humildad y penitencia en el refectorio, una hora diaria de trabajo manual.

            Estas normas dirigieron el movimiento recoleto y descalzo entre los franciscanos del siglo XVI e influyeron poderosamente en la recolección y descalzez de todas las demás órdenes, tanto en sus ramas masculinas como femeninas.

            Santa Teresa, reformadora de la Orden del Carmen, tiene muy presente todas estas cuestiones a la hora de fundar el primer Carmelo descalzo de san José de Avila (1562), como al redactar sus constituciones. Hay mucha coincidencia: pobreza absoluta, tanto personal como comunitaria, gran aprecio del silencio,  de la oración mental, prolongada y sosegada; de la gran estima por el oficio divino, siempre en tono llano y sencillo, para no distraer a las religiosas y favorecer la interiorización del mensaje; en la fijación de un número reducido de religiosas en cada monasterio,  en el trato delicado a los enfermos, en el apartamiento de todo negocio temporal; en la presencia de ermitas dentro del recinto conventual… Algunas de estas propuestas quieren enlazar con las propuestas de los padres antiguos del Carmelo.

            Estas experiencias franciscanas y carmelitanas se extienden  por otros lugares de la geografía española. Surgen  “recoletos”  y “descalzos” entre los benedictinos,  trinitarios, mecedarios, dominicos…

            La orden agustiniana no permaneció al margen del movimiento. Algunos misioneros  mexicanos de la provincia de Castilla, caminaban a pie, en alpargatas, vestían hábito de sayal, se disciplinaban tres veces por semana, prolongaban más de lo común la meditación, y no aceptaban rentas.

            En 1565, Tomé de Jesús, quiso introducir en su convento de Lisboa, de acuerdo con Luis de Montoya, el sistema de vida recoleto, pero desistió al tropezar con la oposición explícita del general de la Orden.

2.      Una espiritualidad que nace de la comunidad.

El Capítulo de Toledo fue presidido por el P. General Gregorio Petrochini de Montélparo. Su carácter le inclinaba a la condescendencia y a la benignidad. Amaba la disciplina regular y se esforzó por implantarla en la Orden, pero no le era fácil sintonizar con los promotores de la recolección y la descalcez. En el Capítulo, entre otras cuestiones, está muy presente la idea de la descalcez o recolección agustiniana. En aquel capítulo había muchas diferencias entre los religiosos y bastantes tensiones. Prueba de ello es la difícil elección de Prior Provincial que nace de aquel capítulo. Al final fue elegido Fr. Pedro de Rojas. El día 5, el definitorio pleno promulgó las 18 actas o determinaciones sobre el gobierno y la vida de la provincia. Una de ellas, la Quinta, es el acta fundacional de la recolección. Sin embargo, curiosamente, las 17 actas restantes, no van en la línea de la recolección agustiniana, sino más bien, en todo  lo contrario. Parece que el movimiento recoleto surge de unos pocos religiosos, que tienen ese deseo de perfección y que eran favorecidos por el Rey, ante lo cual el capítulo no pudo poner resistencia.
           
El General dio su asentimiento previo, pero parece que no puso en la determinación quinta que constituye el acta fundacional de nuestra recolección.
Hay unos nombres y apellidos que van a configurar ese primer plantel de recoletos, estos son Fr. Jerónimo de Guevara, Fr. Luís de León, Fr. Pedro de Rojas. Jerónimo de Guevara, amaba el recogimiento y la penitencia. Ya de joven profeso soñaba con monasterios pobres y pequeños. El trato con Ana de Jesús, priora de las carmelitas descalzas de Madrid, reforzó estas inclinaciones y le ayudó a perfilar sus contornos. Fr. Luís de León puso al servicio de la recolección sus extraordinarias dotes intelectuales, morales y caracteriológicas. Era un hombre entero, enemigo de la doblez, de la hipocresía y de las medias tintas. La lectura atenta de las obras de Santa teresa de Jesús, cuya primera edición completa publica en 1588 por encargo del Consejo de Castilla y el contacto constante con su fiel discípula Ana de Jesús, le encariñan con la reforma carmelitana, en la que había profesado una de sus sobrinas, y le mueven a vaciar en moldes teresianos la fundación de casas de mayor observancia en la provincia de Castilla.

            La intervención de Pedro de Rojas tuvo menos relieve, después del capítulo y durante todo su provincialato, estuvo cerca de los recoletos. Aprobó prontamente sus constituciones, les proporcionó la casa de Talavera y autorizó la nueva casa del Portillo. 



3.      La espiritualidad de la Forma de Vivir.


La forma de Vivir, primeras Constituciones de los recoletos, consta de 14 capítulos y fue aprobada por el capítulo intermedio de la provincia el día 17 de septiembre de 1589. Ocho años más tarde fue ratificada por Clemente VIII. Estuvo vigente hasta el año 1637, en que fue sustituida por unas constituciones más amplias. Estuvieron, pues, vigentes 48 años.
           
Tiene una orientación espiritual muy clara. Se pone de manifiesto el deseo de una mayor perfección, tal y como se había definido en la determinación Quinta del Capítulo de Toledo. Fue redactada por uno de los grandes impulsores del movimiento recoleto en la orden agustiniana: Fr. Luís de León.
           
La forma de vivir trata de intensificar la vida comunitaria y la contemplativa, y en una acentuación de los rasgos ascéticos de la vida religiosa. La oración debe impregnar la vida entera de los recoletos. Aquí vemos presente el espíritu de la reforma carmelitana, llevado a cabo por Teresa de Jesús. Se dedican dos horas a la oración mental, se vive en el convento en la alabanza divina, tanto de día como de noche. Todos se esfuerzan por crear un clima de paz y sosiego para favorecer la contemplación. Existe la posibilidad de recogerse en ermitas, que han de tener todos los conventos para el recogimiento de los frailes. La Eucaristía se constituye como el centro de la vida de la comunidad. El recoleto se prepara para ella a lo largo del día, y vive de ella. Lo mismo podemos decir del oficio divino, que se ha de cantar en tono sencillo, pausado, suave…La vida litúrgica impregna toda la razón de ser del recoleto.

            El amor a la vida común perfecta resplandece a lo largo de todo el documento. Un aire comunitario lo impregna desde el principio hasta el final. El convento iguala a todos sus moradores. En él todos gozan de los mismos derechos y están sujetos a las mismas obligaciones, sin dejar lugar alguno para el privilegio, el peculio o el trato de excepción. Nadie puede disponer de cosa propia, por mínima que sea, y estrato en la comida, el vestido, la celda y cualquier otra cosa es idéntico para todos. Sólo los enfermos tienen derecho a las atenciones especiales. Los títulos honoríficos quedan totalmente desterrados. Y todas estas disposiciones están ancladas en la doctrina de la caridad y son urgidas porque favorecen la paz de los religiosos entre si, que es muy cierta señal que el Espíritu Santo vive en ellos.

            Otro de los elementos cualificantes es la ascesis. Una ascesis que procedía del radicalismo evangélico, del recuerdo idealizado de las primeras comunidades de la Orden y de una antropología teñida de un cierto pesimismo que envolvían la totalidad de la vida del fraile. Las tosquedad de los edificios, la pequeñez y el desaliño de las celdas, la vileza del vestido y del calzado, la abundancia de ayunos y alimentos cuaresmales, la frecuencia de las disciplinas, el silencio, el retiro, todo recordaba al fraile recoleto su compromiso de seguir a Cristo pobre a través de las privaciones, renuncias y estrecheces que la pobreza lleva siempre consigo. Pero la ascesis no era un fin al que hubiera de aspirar por sí mismo. De acuerdo con las enseñanzas de san Agustín y de la ascética tradicional, es un simple medio que mitiga las pasiones, apacigua el corazón, desembaraza el ánimo y le preparan para ejercitarse en la oración.

            En la forma de Vivir hay unas ideas de profunda raigambre agustiniana y que quizás estuvieran más desleídas entre los agustinos de la época: la primacía de la caridad en sus dos vertientes, a Dios y al prójimo;  la tendencia a la interioridad y un gran aprecio por la vida perfecta común, con la pobreza de cada religioso o desapropio, que es su condición y expresión material, pertenecen a la tradición agustiniana más auténtica.


4.      Hacia una espiritualidad agustino recoleta.

Entre los matices propios de la espiritualidad agustino recoleta se señala, en primer lugar la característica agustiniana y, en ella, las dimensiones comunitaria, contemplativa y apostólica.
           
San Agustín dejó su sello personal en la vida religiosa, encontrando para ello la inspiración en la Sagrada Escritura. Se trata de una evolución que se mueve desde la ascesis personal a la comunidad de hermanos, y de una comunidad de personas animadas por los mismos sentimientos, a la consciencia de ser enviados a toda la Iglesia.
           
Hay cuatro elementos, desde libro de los Hechos de los Apóstoles, (4,32) que van a fundamentar toda la vida monástica de san Agustín: La ascesis, la unidad, la comunidad de bienes, la oración y la comunidad desde las perspectiva apostólica. Agustín elige el ideal de la comunidad de Jerusalén como modelo y referencia para sus comunidades.
           
El propósito de la Regla es claro. “Vivid unánimes en la casa y tened una sóla alma y un solo corazón en torno a Dios”. Para poder conseguir todo esto, se vuelve a referir al texto del Libro de los Hechos de los Apóstoles: “todo lo poseían en común y se distribuía a cada uno según su propia necesidad.
           
La vida de comunidad tiene un clara referencia teológica. La unidad de los hermanos no se comprende como un mero estamento social o corporación organizativa. La unidad se establece en dirección hacia Dios. Son los hermanos los que se unen para buscar a Dios y forman la comunidad. Pero no sólo eso, del amor de Dios nace la comunidad, y la comunidad se alimenta y es expresión de ese amor de Dios.
           
Así pues, en la espiritualidad agustiniana la dimensión comunitaria está en el origen y es camino y es meta. Esta meta se alcanza entregándose al servicio de lo común y olvidándose de lo privado. Así se honra a Dios, a ese Dios al que el hombre encuentra en la contemplación, estado al que llega por medio de la interiorización trascendida. Dios ha puesto su morada no solo  en el corazón humano individual, sino también en la comunidad quienes desean tener un solo corazón; y así, unánimes, dirigirlo a Dios. Es la virtud de la caridad la que cohesiona a las personas deseosas de vivir en comunidad.
           
Hay algo específico en la espiritualidad agustiniana, que refleja de alguna manera la forma de vivir en el santo y el propósito de crear las comunidades. En san Agustín encontramos tres: La interioridad, la comunidad de bienes y la humildad.

            Nuestras constituciones nos dicen que “Elemento primordial del patrimonio de san Agustín es la contemplación que es vida para Dios, vida con Dios, vida en Dios, vida de Dios mismo (Const. 9). El conocimiento y el amor de Dios, sin otra recompensa que el mismo amor, constituyen el ejercicio de la contemplación” (Const. 9).
           
La oración, tiempos de oración, ya aparecen establecidos en la Regla. Lo mismo podemos decir de la oración litúrgica, a través de los himnos, cánticos y salmos. La oración pretende establecer ese diálogo sincero del monje con Dios, a través del cual encuentra la paz y el sosiego, fruto del amor. Agustín fue un hombre de oración y a la vez de profunda contemplación. No podemos concebir una vida de comunidad, una vida de entrega a Dios, sin una oración profunda, que transforme la vida, y a la vez transforme la vida de la comunidad. El texto que recogen las Constituciones: “Porque en realidad tu alma no es sólo tuya  sino de todos los hermanos, como sus almas son también tuyas; mejor dicho, sus almas juntamente con la tuya no son varias almas sino una sola la de Cristo” (Epist.243, 4). Expresa hasta donde quiere llegar el santo en la expresión del amor de Dios manifestado en la comunidad, y hecho vida en la oración.



LA ESPIRITUALIDAD AGUSTINO RECOLETA
EN LAS CONSTITUCIONES

CAPITULOS INTRODUCTORIOS


            Nuestras Constituciones comienzan aludiendo al origen y el propósito del carisma agustino recoleto.
            La Orden, contiene en sí misma dos matices que van muy unidos entre sí: por un lado, todo el sentido que san Agustín quiere presentar en su comunidad monástica, centrado en la unidad en el amor, en la vivencia de esa unidad en el amor; por otro lado, la renovación que surge en el siglo XVI en la Provincia de Castilla, dando origen al movimiento recoleto, y posteriormente  a la congregación, y ya en el siglo pasado a la Orden.

            Una de las realidades más importantes de nuestro carisma, agustiniano y recoleto, es el profundo sentido que tiene la comunidad. San Agustín, deseoso de buscar a Dios, se retira con sus amigos para organizar esa búsqueda de Dios a través de la vida común. En el siglo XVI, algunos religiosos, impulsados por un renovado fervor, quieren vivir con más plenitud la vivencia agustiniana, desde una mayor radicalidad de vida. En ambas realidades hay un factor común: la comunidad, la colectividad es la que conduce a una vivencia más profunda del carisma.
           
            Nuestras Constituciones recogen cual es el propósito de nuestra Orden que no es otro que el de una familia religiosa. Ante todo, el seguimiento de Cristo, tratando de imitarle en su mismo estilo de vida. Los consejos evangélicos nos concretizan la forma de vida que asumió Cristo, como hombre pobre, casto y obediente.

            La Orden surge desde la fuerza misma que el  Espíritu Santo suscita en ese grupo de religiosos, y en las decisiones de los padres capitulares de Toledo.

            El Numeró 6 de las Constituciones nos indica dos elementos esenciales de nuestro ser agustino recoleto: el primero de ellos el propósito de la Orden; y el segundo el carisma.
           
            Con respecto al primero no introduce ningún valor novedoso. “viviendo en comunidad de hermanos, desean seguir e imitar a Cristo, casto, pobre y obediente; buscan la verdad y están al servicio de la Iglesia; se esfuerzan por conseguir la perfección de la caridad según el carisma de san Agustín y el espíritu de la  primitiva legislación y, muy especialmente, de la llamada Forma de Vivir “ (Cf nº 6)
           
            A simple vista, encontramos tres elementos fundamentales en el propósito de la Orden: Seguir e imitar a Jesucristo casto, pobre y obediente; buscar la verdad y estar al servicio de la Iglesia; y el esfuerzo por conseguir la perfección de la caridad. Aquí encontramos los tres pilares del carisma agustiniano.
           
            En cuento al carisma, según las Constituciones, “se resumen en el amor a Dios sin condición, que une las almas y los corazones en convivencia comunitaria de hermanos, y que se difunde hacia todos los hombres para ganarlos y unirlos en Cristo dentro de su Iglesia”.

            Muy unido a esta idea tan agustiniana, las Constituciones recogen  la Definición Quinta del Capítulo de Toledo, donde aparece el inicio de la recolección agustiniana. Si unimos lo anteriormente dicho, con las bases sobre las cuales comienza a edificarse la Orden agustino recoleta, nos encontramos con un carisma basado íntegramente en el espíritu monástico de san Agustín, añadiendo el matiz de austeridad de vida, que aparece en el inicio de la recolección.
           
            Podemos decir que hay un retorno a las fuentes puramente agustinianas, puesto que a lo largo de la historia de la Orden, podemos apreciar ese rasgo de interioridad-contemplación, que brota claramente de san Agustín.

            ¿Donde está el matiz, el sentido especial que adquiere nuestro carisma como agustinos recoletos? ¿Cuál es la identidad que surge de un espíritu manifestado durante más de cuatro siglos de historia? .

            Juan Pablo II en Vita Consecrata, pide a los institutos de vida consagrada que ante todo sean fieles al carisma fundacional y al consiguiente patrimonio espiritual. Precisamente en esta fidelidad “se descubren más fácilmente y se reviven con más fervor los elementos esenciales de la vida consagrada” (VC 36). La garantía de toda renovación que pretende ser fiel a la inspiración originaria está en la conformación cada vez más plena con el Señor. “En este espíritu vuelve a ser hoy urgente para cada instituto la necesidad de una referencia renovada a la Regla, porque en ella y las Constituciones se contiene un itinerario de seguimiento, caracterizado por un carisma específico reconocido por la Iglesia. Una creciente atención a la Regla ofrecerá a las personas consagradas un criterio seguro para buscar las formas adecuadas de testimonio capaces de responder a las exigencias del momento sin alejarse de la inspiración inicial” (VC 37).
           
            Las Constituciones son la expresión más genuina y estable del carisma fundacional que, como generador de vida, crea un tipo evangélico de hombre o mujer, con esa especial configuración con Cristo, que destaca una dimensión de su ministerio y que se proyecta en las obras; que s hace como la marca de una peculiar espiritualidad” S.,MARCILLA “las Constituciones, espejo y expresión de un carisma” e P.,PANEDAS, Las Constituciones, nuestro libro de oro.

            Tenemos que destacar el valor pedagógico y evangélico de nuestras Constituciones, tanto en la formación inicial como en la formación continua, de tal modo, que bien asumidas, configuren nuestra identidad carismática y sean referencia evangélica en nuestra vida y en nuestro ministerio.

            Volvemos a preguntarnos por nuestro carisma. El P. Angel Martínez Cuesta, gran historiador de nuestra Orden, en un artículo publicado en 1984, señala como elementos constituyentes del carisma agustino recoleto, desde una perspectiva histórica los siguientes: el ideal monástico de san Agustín, la formación de la Orden de Ermitaños de san Agustín, la Forma de Vivir y la desamortización, con su incidencia en la organización de la Orden. Dice:
San Agustín nos ha legado, entre otras cosas, el aprecio y unas características bien concretas de la vida común. La Forma de vivir matiza la vida común agustiniana con fuertes coloraciones ascéticas e interiores, es decir, confirma su clara tendencia interiorizante con normas precisas sobre el recogimiento y la oración, y la envuelve en una atmósfera de austeridad. Y, por último, la espiritualidad mendicante y la historia reciente la sensibilizan y abren a las urgencias apostólicas de cada momento. Estas urgencias, sin embargo, no deben nunca hacer olvidar ni relegar a un lugar secundario las prevalentes necesidades espirituales de la comunidad y de sus miembros” A. MARTINEZ CUESTA, “En torno al carisma agustino recoleto” en Recolletio, 7, 1984, 2

            Reconociendo la importancia fundamental de estos cuatro elementos en la formación y en la configuración del carisma de la Orden, se pueden indicar los elementos que hoy pueden estar influyendo de una manera más clara en nuestro carisma, sin dejar por ello de mirar siempre al origen carismático de nuestra fundación.
            - El Concilio Vaticano II, la reflexión teológica posterior sobre la vida religiosa y los documentos del Magisterio sobre la misma;
            - La repercusión de los cambios ideológicos y sociales y la influencia de los medios de comunicación en la  vida de las comunidades.

Las dos dimensiones constitutivas de nuestro ser:

- La espiritualidad agustiniana
            San Agustín imprimó su sello personal en la vida religiosa, encontrando para ello la inspiración en la sagrada Escritura. Se trata de una evolución que se mueve desde la ascesis personal a la comunidad de hermanos, y de una comunidad animada por los mismo sentimientos, a la consciencia de ser enviados a toda la Iglesia. El modelo de comunidad de Hch. 4,32, aglutina los cuatro elementos que san Agustín quiere ofertar a la comunidad: Ascesis y unidad de corazón, comunidad de bienes como acto liberador, el amor mutuo como prioridad, y la comunidad desde la perspectiva apostólica. San Agustín elige el ideal de la comunidad de Jerusalén como modelo y referencia para sus comunidades y la propone como una alternativa a las aspiraciones egoístas de la sociedad de su tiempo.
            En la espiritualidad agustiniana la dimensión comunitaria está en el origen, es camino y es meta. Esta meta se alcanza entregándose al servicio de lo común y olvidándose de lo privado. Así se honra a Dios, a ese Dios al que el hombre encuentra en la contemplación, estado al que se llega por medio de la interiorización trascendida. Dios ha puesto su morada, no sólo en el corazón humano individual, sino también en la comunidad que forman quienes desean tener un solo corazón; y así, unánimes, dirigirlo hacia Dios.
Elemento primordial del patrimonio de san Agustín es la contemplación que es vida para Dios, vida con Dios, vida en Dios, vida de Dios mismo. El conocimiento y el amor de Dios, sin otra recompensa que el mismo amor, constituyen el ejercicio de la contemplación. La oración, tanto la litúrgica como la persona, tiene como fin ayudar al religioso a percibir la presencia de Dios en las almas de quienes viven en común. La oración en san Agustín es petición, diálogo y contemplación; en ella tiene singular importancia la escucha, estudio y meditación asidua de la Sagrada Escritura: “Cuando lees las Escrituras, te habla Dios; cuando oras, hablas tu a Dios” (En in ps 85,7)
“La humildad y la interioridad facilitan la oración continua, oración que surge del deseo y de los gemidos del corazón” (En in ps 85,7).

            Componente esencial de la espiritualidad agustiniana es su dimensión apostólica al servicio de la iglesia. Es una exigencia del amor de caridad. Las Constituciones ponen de relieve que la comunidad es apostólica y su primer apostolado es la comunidad misma.
            También hay que señalar como elemento importante la moderación ascética y la libertad del corazón en el uso  de las cosas.

Pero, ¿Qué es lo recoleto?.

            La Recolección agustiniana no es una Orden nueva sin una tradición y sin un pasado, ni es una ruptura con esa tradición y con ese pasado. Es un movimiento dentro de la Orden de san Agustín. El hecho de que actualmente sea una Orden con independencia jurídica dentro de la familia agustiniana no quiere decir que sea una desviación del agustinianismo ni una rama desgajada del tronco nutricio; en terminología de este tiempo de adviento-navidad, podríamos decir que es un nuevo retoño que brota en el viejo tallo.
            Nuestra espiritualidad nace de aquella famosa “Definición Quinta” del Capítulo de Toledo de 1588. Aquellos que quieren aceptar la Forma de Vivir escrita por Fr. Luís parten del principio que el fin del cristiano es la caridad, y como están dispuestos a alcanzarla con mayor perfección, quieren poner los medios ascéticos que entienden los conducirán a ello. Su blanco es el amor a Dios, y por tanto su cuidado principal ha de ser todo lo que más les encienda para lograrlo: el culto y las alabanzas, los sacramentos y el ejercicio de la meditación y oración: Se cantará con sencillez el oficio  completo en el coro; a la oración mental se le dedican dos horas al día; en ella se da preponderancia a lo afectivo sobre lo intelectual. Del amor a Dios nace la caridad con el prójimo, y así la paz de los religiosos entre sí es muy cierta señal de que el Espíritu Santo vive en ellos, por lo cual buscan atender como sumo cuidado todo aquello que les permita realizar este propósito. Para cumplir sus votos con pureza y perfección, dos cosas consideran necesarias, ánimo pronto y dispuesto y leyes bien ordenadas.
            La Forma de Vivir contiene valores de clara ascendencia agustiniana: la interioridad y la vida común, con su expresión material, que es pobreza de cada religioso o desapropio. Hay que situar el documento en su época y tener en cuenta la sensibilidad creada por los movimientos espirituales del siglo XVI. Pero no podemos rechazarla, siempre será un punto de referencia en nuestra vida. Son nuestras primeras Constituciones y contiene el inicio del carisma recoleto. Será necesario traducir esa vida a nuestro mundo contemporáneo, a la luz de los nuevos documentos de la Iglesia, tal y como nos lo presentan las Constituciones actuales.
            Muy unido a todo esto, estará la  dimensión apostólica, que es propia y constitutiva del carisma agustino recoleto. Ni siquiera en los inicios de la recolección, los conventos no renunciaron a la actividad apostólica, y muy pronto el fuego misional prendió  en ellos. El P. Angel Martínez Cuesta nos dice: “los recoletos no vieron incompatibilidad alguna entre el apostolado y la vida común, entre ascesis y el amor a las almas, entre el retiro del mundo y la presencia salvadora; mas bien creyeron que ambos polos de la vida religiosa son interdependientes y reciben aliento de un mismo núcleo o ecuador, que es el amor de Dios” (A. Martínez Cuesta, la Orden de Agustinos Recoletos. Evolución carismática, Madrid, Augustinus, 1988, 67.
           
            Hoy tenemos el ejemplo de san Ezequiel Moreno, y de tantos religiosos con fama de santidad. Curiosamente, muchas horas de oración y de coro, estaban unidas a una entrega generosa a los demás en el apostolado.
           
            Hoy solemos poner excusas: El exceso de trabajo nos priva de la oración. Puede que en algún momento sea así. El religioso agustino recoleto, iluminado por el don del Espíritu Santo, tiene que saber conjugar ambos aspectos en su vida. Puede que a veces no sea tanto trabajo, sino otras cosas o actividades las que nos priven de hacer oración.
           
            Las Constituciones de la Orden expresan y concretan este ideal común de vida según nuestro peculiar carisma agustino recoleto. Este carisma constituido por el amor casto y contemplativo, el amor ordenado y comunitario y el amor difusivo apostólico, adquiere una dimensión de ternura y de calor humano en la devoción a la Virgen María, madre y prototipo del la Iglesia. Por tanto, hay que tener presente que todo intento de perfilar o profundizar nuestro carisma debe partir de las Constituciones. Ellas nos deparan las líneas maestras que, ciertamente, habrá que robustecer y embellecer con el recurso a otras fuentes.


Carácter contemplativo de la Orden.

            Las Constituciones inician el artículo segundo haciendo referencia al sentido agustiniano de la contemplación. “El religioso agustino recoleto busca a Dios y se entrega plenamente a él. “. Esta idea, fundamental en toda persona consagrada a Dios, se recoge en la cita agustiniana: “Vida con Dios, vida en Dios, vida de Dios mismo” (S 297,5)
           
            La tarea principal del agustino recoleto es el conocimiento y el amor de Dios, sin otra recompensa que el mismo amor de Dios. Toda la vida del religioso, traducida y puesta en marcha en multitud de proyectos, historias, trabajos... sólo tiene una finalidad: el conocimiento y el amor de Dios. Esta se constituye en tarea principal. Aquí es donde se ha de poner todo el interés, todo el cuidado personal para que pueda ser una realidad en cada consagrado. Se hace además alusión al sentido escatológico que tiene en sí misma la vida consagrada.

            El Número 10 profundiza aún más, poniendo como camino, como ideal de consagración a Cristo. “Cristo es la regla suprema y el camino que ha que seguir según el Evangelio. Se le sigue en cuanto que se le imita. Luego el ideal del agustino recoleto, se torna en algo tan grande y tan sencillo como tratar de imitar cada día a  Jesucristo.

            El número 11 continua colocando las bases del sentido contemplativo de nuestro ser agustino recoleto. “La vocación del agustino recoleto es la continua conversación con Cristo, y su cuidado principal es atender a todo lo que más  de cerca lo pueda encender en su amor”. Esta cita, tomada de la Forma de Vivir, nos vuelve a recordar el sentido contemplativo del ser agustino recoleto. Toda la dedicación, toda la búsqueda incesante, todo el ideal de vida se ha centrar en buscar continuamente a Dios y poner al alcance personal y comunitario todos los medios que sean necesarios para esto.

            Sólo con la ayuda de Cristo, mediante la purificación por la humildad, puede el hombre recogerse y entrar otra vez en sí mismo” (Conf. 10, 40)

            En definitiva, la misma experiencia de búsqueda que tuvo san Agustín, es la que se nos propone como ideal de vida. Entrar en Cristo, reconocer a Cristo, reconocer nuestra identidad personal y en Cristo ser sanados y salvados.

            Será, pues, necesario, poner todos los medios suficientes para buscar a Cristo, rechazando todo aquello que no nos ayude a buscarle. Las Constituciones recogen repetidas veces la interioridad agustiniana como una realidad vital dentro del carisma y del elemento contemplativo.

            Recolección es un proceso activo y dinámico por el que el hombre, disgregado y desparramado por la herida del pecado, movido por la gracia, entra dentro e sí mismo, donde ya lo está esperando Dios, e, iluminado por Cristo, maestro interior el cual el Espíritu Santo no instruye ni ilumina a nadie, se trasciende a sí mismo”.
           
            Se trata de hacer vida el mismo proceso que le llevó a san Agustín al encuentro con Dios. Un proceso que es dinámico, activo. Un proceso donde el religioso ha de ejercitarse cada día buscando a Cristo.

            Se trata a su vez, de una experiencia gozosa del Espíritu. Cada consagrado descubre su identidad plenamente en el encuentro con Dios. En Cristo se renueva, y esa renovación se traduce en un constante deseo de seguirle y a la vez imitarle. Ahí está “esa belleza tan antigua y tan nueva” de la que no habla san Agustín en las Confesiones. Es a la vez anticipo de ese deleite por el cual suspira todo creyente: la búsqueda de Cristo que se pacifica en la contemplación de la Verdad.

            A través de la contemplación, el agustino recoleto encuentra a Dios, y como más tarde veremos, encuentra también a los hermanos.

            Las Constituciones destacan varios elementos  que nos ayudan a fortalecer el espíritu de contemplación, espíritu y ejercicio de oración; “espíritu de penitencia y de continua conversión; manifestación de ese mismo espíritu en las obras externas por las que aparece lo que hay dentro”. Esta cita está tomada de la Forma de Vivir.

            El religioso agustino recoleto es un hombre enamorado de Dios. Esta tiene que ser nuestra ocupación esencial, y la que más cuidado hemos de tener, si queremos que el resto del carisma se difunda adecuadamente.

            El número 13 explicita claramente la necesidad de una ayuda externa para poder  conseguir ese fin. “La organización externa de la Orden debe favorecer la paz interior, el silencio del espíritu, el estudio y la piedad; de modo que, en medio de las cosas de las que se usa por necesidad transitoria, el religioso mantenga el coloquio con Dios.

            Tenemos que cuestionarnos seriamente esto, tenemos que examinarnos acerca de esta realidad. Si ponemos cuidado en  esto, alcanzaremos el ideal por el cual hemos entregado toda una vida. De lo contrario nos estaremos privando de la experiencia gozosa del Espíritu que Dios nos ofrece.

            Hay que valorar, estamos en unas jornadas de oración, la importancia que damos a todo esto, tanto a nivel personal como a nivel comunitario.  Sólo desde una adecuada vivencia de estos valores, podremos avanzar mejor en el camino del seguimiento del Señor.

                       
            El número 30 de la Vita Consecrata, nos da algunas pistas para hacer realidad adecuada del sentido contemplativo de nuestra vida. “La llamada a la santidad es acogida y puede ser cultivada sólo en el silencio de la adoración ante la infinita trascendencia de Dios: “Debemos confesar que todos tenemos necesidad de este silencio cargado de presencia adorada: la teología para poder valorizar plenamente su propia alma sapiencial y espiritual; la oración, para que no se olvide nunca de que ver a Dios significa bajar del monte con un rostro tan radiante que obligue a cubrirlo con un velo; el compromiso, para renunciar a encerrarse en una lucha sin amor  y perdón Todos, tanto creyentes como no creyentes, necesitan aprender un silencio que permita al Otro hablar, cuando quiera y como quiera, y a nosotros comprender esa palabra. Esto comporta en concreto una gran fidelidad a la oración litúrgica y personal, a los tiempo dedicados a la oración mental y a la contemplación, a la adoración eucarística, los retiros mensuales y los ejercicios espirituales” (VC 38)

            En referencia a todo esto, me atrevo a lanzar algunas ideas.  Es correcto cuidar una serie de elementos importantes en nuestra vida de comunidad, pero creo que nos podemos pasar, en muchas ocasiones, al otro extremo, dejando a un lado valores trascendentales en nuestra vida consagrada. Lo grandes maestros de espíritu, el mismo Evangelio nos hablan continuamente de una vigilancia en los camino de Dios. Necesitamos, hoy más que nunca, cuidar nuestra dimensión contemplativa como agustinos recoletos. Sólo así podremos expresar ante la Iglesia y ante la sociedad lo que realmente somos y vivimos.  Hoy necesitamos también de una vida ascética que nos ayude a permanecer vigilantes en nuestro santo propósito, en el don inmenso que es la vocación.
            Es necesario también tener presentes los medios ascéticos típicos de la tradición espiritual de la Iglesia y del propio Instituto. Ellos han sido y son aún una ayuda poderosa para un auténtico camino de santidad. La ascesis, ayudando a dominar y corregir las tendencias de la naturaleza humana herida por el  pecado, es verdaderamente indispensable a la persona consagrada para permanecer fiel a la propia vocación y seguir a Jesús por el camino de la Cruz. “ (VC 38)
            Juan Pablo II, en la exhortación apostólica, también nos invita a permanecer vigilantes acerca de algunas nuevas tentaciones que amenazan directamente al consagrado de nuestros tiempos, amenazas, y posibles peligros los cuales nos afectan también a nosotros: “Es necesario reconocer y superar algunas tentaciones que a veces, por insidia del Diablo, se presentan bajo la apariencia del bien. Así, por ejemplo, la legítima exigencia de conocer la sociedad moderna para responder a sus desafíos puede inducir a ceder a las modas del momento, con disminución del fervor espiritual o con actitudes de desánimo” (VC 38).
            De ahí la necesidad, desde el Espíritu de nuestras Constituciones , “de un renovado compromiso de santidad por parte de las personas consagradas para favorecer y sostener el esfuerzo de todo cristiano por la perfección “ (VC 39)

            Los textos agustinianos que presentan las Constituciones acerca de la vida contemplativa son pocos. El primero de ellos hace referencia a una definición de contemplación: “Vida para Dios, vida con Dios, vida en Dios, vida de Dios mismo”. Este texto se refiere más bien a la vida eterna, realidad que esperan alcanzar los bienaventurados. Si lo aplicamos a lo que podríamos llamar un deseo de oración en el religioso, estaría mejor utilizado. La contemplación aparece aquí más como meta, como deseo, como ideal.
           
            Puede ser más acertada, y está más en la línea y experiencia del santo, los textos que aparecen en el número 11. Estos textos se refieren al proceso de interiorización, como el camino de contemplación propiamente agustiniano. “El hombre, por la soberbia se aparta de Dios; cae en sí mismo y resbala hacia las criaturas” (De Trin 10,5,7). “Sólo con la ayuda de Cristo, mediante la purificación por la humildad, puede el hombre recogerse y entrar otra vez en sí mismo” ( Conf. 10,40).
           
            La contemplación, entendida desde san Agustín y tal como la presentan nuestras constituciones, es un proceso dinámico que desde la purificación moral va ascendiendo a la contemplación de la Verdad. En la Regla, el “In Deum” con el cual culmina san Agustín el artículo segundo, donde se propone el ideal monástico, podría ser la mejor expresión de la contemplación, “dirigidos hacia Dios”. El artículo 9 de las Constituciones hace alguna referencia a este dato, cuando habla de que “el agustino recoleto se siente referido a Dios como a fin último y único”.

            La identificación ente contemplación y amor castus, que se encuentra en el número 9, es algo muy agustiniano. Para san Agustín, amor castus es “aquello por lo nos unimos a Dios” (de Civitate Dei). En el comentario al salmo 72, dicho  amor castus es el amor a Dios por encima de todas las cosas. “Se hace casto un corazón; ya ama gratis a Dios, no pide otra recompensa de El. Quien pide a Dios otra recompensa fuera de él, queriendo servir a Dios sólo por ella, estima más lo que quiere recibir que al mismo Dios de quien lo pretende recibir. Entonces, ¿no hemos de recibir ningún premio de Dios? - Ninguno fuera de él mismo. El premio que da Dios es el mismo. Esto es lo que ama, esto es lo que aprecia; si amase otra cosa no sería amor castus” (En. in Ps 72, 32

            Así pues, el amor castus contempla el concepto de contemplación que se alcanza mediante la interioridad; de la dispersión de las criaturas, el hombre vuelve a sí mismo y se eleva hacia lo trascendente para amar a solo Dios con todo su ser

            . La vida de oración en nuestras Constituciones.

            Los números 64 al 83 están dedicados a la oración en la vida de la comunidad. “la contemplación, o amor castus, tiene fuerza de unión y es de por sí comunitaria; congrega a los hermanos, templos vivos de Dios, en comunidad de oración y  e culto, dentro del cuerpo místico de Cristo. “
           
            “la comunidad agustino recoleta es una comunidad orante y cultual. Cristo ora en nosotros, por nosotros y con nosotros.
           
            Esta dimensión cultual de la  comunidad la hace más viva y expresa con más autenticidad el misterio de Dios hecho hombre en Jesucristo.
           
            Cuando más sincera e intensamente cultiva la comunidad el espíritu y la práctica de la oración, con más propiedad merece ser llamada comunidad orante y cultual, y más eficazmente expresa la presencia de Cristo en la comunidad.
           
            Todo esto nos quiere decir que la persona consagrada, está referida plenamente a Cristo. A través de  la consagración religiosa expresamos nuestra identidad plena con él. La vocación consagrada se formula desde una llamada y una respuesta. Toda nuestra vida, mediante la profesión religiosa de los consejos evangélicos en la vida común, queda referida a Cristo. De por sí nuestra vida toda es ya una actitud cultual. Ofrecemos a Cristo el don de nuestra existencia, le otorgamos aquello que el Padre nos ha ofrecido.
           
            La comunidad, cuando se reúne para la celebración de la Eucaristía, para la alabanza de las horas, para la oración mental, está expresando dicha actitud cultual. De ahí que a lo largo de la jornada, en varios momentos, la comunidad, unida a la Iglesia esposa de Cristo, manifieste dicha actitud cultual. 

            La comunidad agustino recoleta vive de la Eucaristía. “Sacramento de piedad, signo de unidad y vínculo de caridad”. Las Constituciones recogen el planteamiento agustiniano en una doble vertiente: la celebración del sacramento, y la realización de la comunidad en el sacramento. “ Y para comer dignamente el Cuerpo de Cristo, los hermanos no descuiden ser cuerpo de Cristo. Háganse cuerpo de Cristo si quieren vivir del Espíritu de Cristo. Porque del Espíritu de Cristo no vive sino el cuerpo de Cristo” (Cf Constituciones).
            Las Constituciones dan una gran importancia a la celebración del sacramento de la Eucaristía. Es expresión de la vida de la común. De ahí que la Eucaristía sea el acto principal de cada día, en el la comunidad de los hermanos se encuentra reunida ante el altar de Cristo y anuncia la muerte y resurrección del  Señor.
            San Agustín da mucha importancia a éste sacramento, como culminación de toda la iniciación  cristiana, hablando a los catecúmenos. La Eucaristía cierra el proceso de la iniciación en la fe.
            Pero decíamos que la comunidad vive de la Eucaristía y se hace en la Eucaristía. El gran ideal monástico de san Agustín, “Cor unum et anima una”, alcanza su plenitud de ser en la Eucaristía. La comunidad agustiniana se hace Eucaristía, puesto que cada uno de sus miembros, con su propia realidad, con su manera de ser, se une en el pan y en el vino consagrados. La Eucaristía, sacrificio de Cristo, descubre el verdadero rostro del Señor, y descubre el verdadero rostro de la comunidad. Ante Cristo, que nos congrega desde el amor, sólo podemos encontrar una única respuesta en nuestra vida: el amor. De ahí la importancia que nuestras Constituciones quieren dar a la celebración  de la Eucaristía.

            Posteriormente aparecen una serie de preceptos, pertenecientes al código adicional, sobre la celebración de la Eucaristía.
            Los textos agustinianos que centra éste apartado de las Constituciones, hacen mención a la Eucaristía, pero no a una forma de expresión orante agustiniana. San Agustín no tiene un método de oración, pero si posee una serie de características que nos pueden ayudar a construir un sencillo método de  oración.



LA COMUNIDAD EN LAS CONSTITUCIONES

            El “amor castus”, negocio exclusivo del hombre con su Creador,  y relación íntima de la persona con Dios, no convierte al religioso en un solitario, sino que tiene fuerza de unión y es de por si comunitario. Cristo, Verdad y Bien encarnados congrega a los dispersos y los hace ser humanos por la comunión de la caridad. Dios se revela especialmente en el ejercicio del amor fraterno; así lo describe san Agustín: “el es quien habita en los suyos y éstos son su habitación. Porque los que viven en la casa de Dios son ellos también la casa de Dios” (S. 337,3).
           
            No hace mucha falta recordar que este matiz fraternal es una de las notas más característica del carisma agustino recoleto, que tanto han destacado muchas generaciones de religiosos, y por el testimonio de muchos fieles que así nos han visto y así han lo han afirmado.
           
            San Agustín nos insiste que recemos para poder llevar a la práctica aquel ideal que san Lucas refleja en los Hechos de los Apóstoles y que era la característica se la primitiva comunidad de Jerusalén. Nuestras Constituciones colocan dicha cita como punto de referencia para poder ser imitadores de tan gran realidad.
           
            La Lumen Gentium del Concilio Vaticano II nos dice que “la Iglesia es misterio de comunión y sacramento de unidad” (LG 1). En la comunidad agustino recoleta, todos somos hermanos, que tienen un sólo corazón y un sólo alma, que todo los comparten y tiene en común lo espiritual y lo material, podríamos decir.

            Nuestras Constituciones nos hablan de la  gran posesión común que es Dios; incluso que el alma de cada religioso es también posesión común. De aquí se deducen conclusiones importantísimas. La vida de cada hermano en la comunidad ha de ser vigilada y cuidada por todos. Si un hermano ofende a Dios, la comunidad es la que se siente también pecadora; si un hermano vive una entrega plena al Señor, la comunidad se alegra y recibe los frutos de esa santidad de vida. Tal  es la profundidad de todo esto, que es necesario meditarlo casi a diario para no perder el verdadero sentido de nuestra comunidad. De ahí que la corrección fraterna, practicada y acogida con humildad, ha de ser un instrumento que nos ayude a todos a crecer en santidad y en amor hacia los demás.

            La comunidad trata de expresar esa unidad de la Iglesia. “se pide a las personas consagradas, que sean verdaderamente expertas en comunión y que vivan la respectiva espiritualidad como testigos y artífices de aquel proyecto de comunión que constituye la cima de la historia de hombre según Dios”  (Caminar desde Cristo nº 28)
           
            Según Juan Pablo II, la “espiritualidad de comunión significa ante todo una mirada del corazón hacia el misterio de la Trinidad que habita en nosotros, y cuya luz ha de ser reconocida también en el rostro de los hermanos que están a nuestro lado, y además, espiritualidad de comunión significa capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo místico y, por tanto, uno que me pertenece. De este principio derivan con lógica apremiante algunas consecuencias en el modo de sentir y de obrar: compartir las alegrías y los sufrimientos de los hermanos; intuir sus deseos y atender a sus necesidades; ofrecerles una verdadera y profunda amistad. Espiritualidad de la comunión es también capacidad de ver ante todo lo que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo como regalo de Dios; e saber dar espacio al hermano llevando mutuamente los unos las cargas de los otros. “ (Caminar desde Cristo nº 29) .
           
            Esta realidad eclesial, que como vemos destacan nuestras constituciones, tiene que constituirse en verdadero ejercicio de fidelidad a nuestro carisma recoleto. “En estos años las comunidades y los diversos tipos de fraternidades de los consagrados se entiende más como lugar de comunión, donde las relaciones aparecemos formales y donde se facilita la acogida y la mutua comprensión. Se descubre el valor divino   y humano de estar juntos gratuitamente, como discípulos y discípulas en torno a Cristo Maestro, en amistad, compartiendo también los momentos de distensión y de esparcimiento” (Caminar desde Cristo 29).

            Hoy día no podemos renunciar al fenómeno de la interculturalidad. Nuestras comunidades, cada vez son menos “uniformadas” en cuanto a la edad y a la procedencia de las personas. Algunas congregaciones han preferido todavía uniformarlas, para evitar posibles enfrentamientos, constituyendo comunidades con hermanos o hermanas de una edad más o menos semejante, o pertenecientes a una misma nación. Sin embargo, no sería agustiniano el que nosotros asumiéramos dichas realidades. El sentido eclesial que mana de nuestras Constituciones, nos animan a emprender nuevos retos. “Las comunidades multiculturales e internaciones, llamadas a dar testimonio del sentido de la comunión entre los pueblos, las razas, las culturas, en muchas partes son ya una realidad positiva, donde se experimentan conocimiento mutuo, respeto, estima, enriquecimiento” (Caminar desde Cristo 29).

            En esta línea del misterio de la comunión,  la comunidad religiosa es manifestación palpable de la comunión que funda la Iglesia, y al mismo tiempo, profecía de la unidad a la que tiende como a su meta última” (Congregavit nos in unum nº 10)
           
            El Documento “Congregavit nos in umun”, llama a los religiosos “expertos en comunión” . Si esto es común a todos los religiosos, los agustinos recoletos nos tendríamos que llamar no sólo expertos en comunión, sino también maestros.
           
            Las Constituciones destacan como valor fundamental de testimonio agustino recoleto el que los hermanos son una sóla alma y un sólo corazón dirigidos hacia Dios. Este es el testimonio que ha de darse, como una fidelidad esencial al carisma recoleto. Si en esto no nos ejercitamos, estaremos atentando gravemente con nuestro carisma.
           
            A veces resulta penoso como no somos capaces de valorar esta gran riqueza que tenemos a nuestro lado que son los hermanos de comunidad. Cierto que la vida de comunidad en infinidad de ocasiones es una prueba para ejercitar la humildad y la caridad. De ello nos hablan también las Constituciones. Pero nunca podremos dejar de defender al hermano que comparte con nosotros un ideal de vida.
           
            A veces también se prefieren a otras personas que no forman parte de la comunidad, familias, amigos... En ocasiones se sitúan en un plano muy por encima del plano comunitario. Incluso llegamos a compartir experiencias humanas y espirituales de una manera mucho más profunda que en la  comunidad misma. Si esto sólo lo hacemos con la gente seglar que nos acompaña, nos indica que algo muy serio esta pasando en la comunidad, entre los hermanos, en la vida misma.
           
            Muchas veces, como ejecutivos cansados de una jornada laborar, nos sentamos en nuestras confortables salas de recreo, para buscar ansiosamente noticias, programas de televisión, deportes... Y no es que esté mal, lo será cuando  día tras día, año tras año, no nos vamos dando cuenta de lo que significa la vida de comunidad. “Ordena lo externo, fiel trasunto de lo interior, al servicio del Espíritu de Cristo, que la vivifica para su cuerpo”. (Const. nº 20).

            La comunidad agustino recoleta ha de manifestar una realidad de paz y de concordia. Este es el buen olor de Cristo que brota en el corazón de cada comunidad. Nos dice Vita Consecrata, que “todos los religiosos, queriendo poner en práctica la condición evangélica de discípulos, se comprometen a vivir el mandamiento nuevo del Señor, amándose unos a otros como El nos ha amado. El amor llevó a Cristo a la entrega de sí mismo hasta el sacrificio supremo de la Cruz. De modo parecido entre sus discípulos no hay unidad verdadera sin este amor recíproco incondicional, que exige disponibilidad para el servicio sin reservas, prontitud para acoger al otro tal como es, sin juzgarlo, capacidad de perdonar hasta setenta veces siete  (VC 42).

            Así mismo, se nos insiste a ponerlo todo en común, incluso las tareas apostólicas. Como agustinos recoletos, desde la comunidad, tenemos que compartir nuestro trabajo apostólico. Qué testimonio damos de unidad a la Iglesia cuando trabajamos en una misma dirección. Cuando existe ayuda y colaboración entre unos y otros. Esto siempre ha sido una característica esencial entre los frailes recoletos, pero hay que tener cuidado, puesto que existe cada vez, y con más fuerza, la tentación del individualismo. La comunidad  tiene que hacer frente a dicha tentación creando espacios cada vez más sinceros, donde se abran nuevos horizontes en el compartir, desde Cristo, todos juntos una tarea.

            Este es el camino que nos señalan las Constituciones: los hermanos se aman, se honran recíprocamente, se entregan y sirven, se soportan y perdonan, se corrigen, se ayudan y tratan con delicadeza. Conviven en amistad, dialogan en clima de confianza, socorren a los enfermos, consuelan a los desanimados, se complementan y alegran con los triunfos del otro. Esta paz y concordia entre los religiosos son señal cierta de que el Espíritu Santo vive en ellos, y de tal comunidad fluye por doquier el buen olor de Cristo, por lo que debemos atender a este propósito.

            En estos tiempos de crisis vocacional, tal vez estemos necesitando presentar unas comunidades donde se vivía mejor todo esto que dicen nuestras constituciones. Qué buen reclamo vocacional sería el ofrecer comunidades de hermanos, que desde su sencillez, desde su pobreza, intensan amarse cada día desde Cristo.
            Es muy importante este dato, sólo desde Cristo se pueden amar los hermanos. La amistad, a la cual no exhorta san Agustín en la Regla, no es una amistad carnal sino espiritual. En la vida de comunidad hemos de ejercitarnos continuamente en esa autotrascendencia para poder valorar y aceptar al hermano desde Dios. Este sería un gran reclamo para todos aquellos que quieran vivir nuestra vida.

            Las Constituciones recogen este santo propósito de la comunidad, como un regalo del Espíritu, como un don. No es una imposición, es un don muy preciado que nos ofrece a todos los agustinos recoletos.

            Hay un elemento que en las Constituciones puede echarse de menos en la presentación del carácter comunitario; es la Eucaristía. Esta e presenta en una línea agustiniana en los nn. 64, 67 y 151, hablando de la comunidad. Pero san Agustín dice algo más, él pone en relación directa el ser de la comunidad con la Eucaristía, y precisamente a través del término casa del salmo 67.

            “discutían entre sí los judíos, diciendo: ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne? Altercaban, es verdad, entre sí, porque no comprendían el pan de la concordia, y es más, no querían comerlo; pues los que comen este pan no discuten entre sí: somos muchos un mismo pan y un mismo cuerpo. Por este pan hace Dios vivir en su casa de una misma manera” (In Io. Ev. 26)


CARACTER APOSTÓLICO DE LA ORDEN

            Cuando hablamos del carácter comunitario de la Orden, sin darnos cuenta estábamos tratando ya la dimensión apostólica de nuestro carisma. El religioso contemplativo y comunitario es apóstol generoso y eficaz, porque lleva dentro de sí el amor, cuya esencia es dar y comunicar, cuyo impulso natural es extenderse entre los semejantes para robarlos a todos para Dios. Esta es la llamada de la caridad, a la cual  nos insta de una manera  clara el Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo.
           
            Tal vez, en ningún otro artículo de nuestras constituciones aparezca tan evidentes el carácter de “conventuales de vida mixta” que conviene a nuestra Orden. Somos una comunidad, sometida a las propias observancias regulares y  bajo la autoridad del Prior, que conjugan la interiorización con el apostolado, el “otium sanctum” con el negotium iustum”, la sed de la verdad y de conocer y descubrir la voluntad de Dios en las Escrituras, con el servicio de la predicación apostólica.

            Siguiendo a san Agustín, forma parte de nuestro carisma la integración armónica de la acción y la contemplación. Aunque él siempre  prefirió la paz del monasterio, nunca se negó a las necesidades de la Iglesia, que, como sabemos, fue un gran pastor solícito del rebaño encomendado.
           
            El carisma de la Orden, nace en el amor contemplativo, para posteriormente unir las almas y los corazones en la comunidad. Está realidad, este flujo carismático suscita el amor y la entrega hacia los demás.
           
            Las Constituciones en el  número 23 recogen los elementos doctrinales que dan la base para realizar el carácter apostólico de la Orden. Parte del amor que se manifiesta en las tres Personas divinas, para después desarrollar los distintos elementos que caracterizan nuestro apostolado.
           
            El religioso, cuanto más participa del conocimiento y del amor de Dios, con más fuerza tiende a difundir entre sus semejantes ese conocimiento y ese amor. Esto nos da pie para destacar la importancia de la oración y del amor a Dios en el religioso. Sabemos que cuanto más grande es ese amor, más fecundo es el apostolado.

Importancia del amor.

            “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Durante la cena (...) se levanta de la mesa(...) se peso a lavar los pies de los discípulos y a secárselo con la toalla con que estaba ceñido” (Jn 13,1-2.4-5).
           
            “En el gesto de lavar los pies a sus discípulos, Jesús revela la profundidad del amor de Dios por el hombre: En él, Dios mismo se pone al servicio de los hombres. El revela al mismo tiempo el sentido de la vida cristiana y, con mayor motivo, de la vida consagrada, que es vida de amor oblativo, de concreto y generoso servicio. Siguiendo los pasos del Hijo del hombre, que no ha venido a ser servido sino a servir, la vida consagrado se ha caracterizado siempre por este gesto” (VC 75)
           
            Esta cita de Vita Consecrata, nos reafirma en el principio del amor, como elemento fundamental de todo nuestro apostolado. Nuestra Orden, en todos los momentos de su historia, y en la actualidad, ha “lavado los pies”, se ha puesto al servicio de muchos hombres y mujeres de la tierra para animar su vida humana y suscitarles y  acompañarles en la fe.
           
            El religioso, pues, contemplativo y comunitario es apóstol generoso y eficaz, porque lleva dentro de sí el amor, cuya esencia es dar y comunicar, cuyo impulso natural es extenderse entre los semejantes para robarlos a todos para Dios, para Cristo. Esta cita agustiniana que recogen nuestras Constituciones bien se puede coronar con otra en la cual, el amor al prójimo consiste en ayudarle a amar a Dios “ Es imposible que el que ame a Dios no se ame a sí mismo. Así pues, te amas a ti saludablemente cuando amas a Dios más que a ti mismo. Y lo que haces contigo lo has de hacer igualmente con el prójimo, esto es, que también él ame con perfecto amor a Dios. Pues no le amarás como a ti mismo si no te esfuerzas por llevarlo al mismo bien al que tu aspiras” De moribus eclesiae catholicae et de moribus manichaeorum 1, 48-49.
            De aquí se desprende que el objeto central de nuestra dimensión apostólica, como también de nuestra dimensión comunitaria, entendida ésta como un apostolado, es enseñar a amar a Dios.

            El religioso está siempre dispuesto al servicio de los hombres y de la Iglesia según el carisma de la Orden. Aquí podemos descubrir, como el “amor difussivus” se ha extendido a lo largo de la historia de la Orden, como una llamada de la misma Iglesia, y de la sociedad, para que seamos, ante todos, apóstoles generosos e intrépidos del amor, y en el amor va unido el perdón, la misericordia, la comunión, la fraternidad... Elementos que pertenecen al carisma agustiniano y que  la llamada de la Iglesia nos está invitando constantemente a realizar.

            El número 24 concreta como es la vida del agustino recoleto: contemplativa y activa. Ambos aspectos se integran y se complementan. La contemplación ayuda a la acción y la acción a la contemplación. Ambas son para la Iglesia manifestaciones vitales de un mismo amor.
           
            La Forma de Vivir, el texto primitivo de nuestras constituciones, donde aparece el modelo de vida que los agustinos recoletos quieren seguir, intenta establecer una ideal donde , a través de las leyes, se ordena la vida de la comunidad en torno a la oración, a la vida de la misma comunidad, con los rasgos monásticos que sabemos que tiene, y al apostolado. A lo largo de la historia, sobre todo tras la desamortización, la Orden, sin perder su identidad primera, refuerza el carisma con la fuerza del apostolado misional.

            Los hermanos de la  comunidad, prosigue el número 24, se ayudan mutuamente en la acción y en la contemplación. Esta es una de las características esenciales de nuestra vida como recoletos. No sólo la comunidad se ha de ayudar en la oración, en la búsqueda de Dios, sino también en el apostolado. Este número es una llamada para que nuestro trabajos apostólicos sean de la comunidad, no sean exclusivos de un religioso o de otro. A lo largo de nuestra vida hemos acertado en ponerlo en práctica. A veces hemos tomado un camino equivocado y hemos podido dejar al hermano sólo al frente e un determinado trabajo o tarea apostólica. Nuestras Constituciones nos recuerdan más adelante que ningún religioso busque un determinado apostolado para su bien, sino que nazca de la misma comunidad. 

            El número 25 comienza haciendo referencia a dos realidades carismáticas: la primera que la comunidad es apostólica, y el primer apostolado de la comunidad es la comunidad misma. La doctrina agustiniana sobre la comunidad y el monacato valora la vida misma de la comunidad como un apostolado, como una dedicación exclusiva.
           
De ahí la importancia que tiene la vida de comunidad, y el valor apostólico que la vida misma en sí tiene. Como dicen las Constituciones, la comunidad dedicada a la oración y a la práctica de las virtudes, es ya una obra apostólica. 
           
            “Este testimonio de las personas consagradas tiene un significado particular en la vida religiosa por la dimensión comunitaria que la caracteriza. La vida fraterna es el lugar privilegiado para discernir y acoger la voluntad de Dios y caminar juntos en unión de espíritu y corazón” (VC 92)
           
            El mismo número 92  de la Vita Consecrata dice más adelante que “la vida de comunidad signo, ante la Iglesia y la sociedad, del vínculo que surge de la misma llamada y de la voluntad común de obedecerla” (ibidem).
           
            El número 25  propone más adelante, como tarea de la comunidad, el gozo de poder anunciar el Evangelio de Jesucristo a todas las gentes. Por ello, la comunidad, atenta siempre a las necesidades de la Iglesia, busca el lugar y el modo de ser más útil al servicio de Dios.
           
            A lo largo de la historia de la Orden hemos ido descubriendo cuales han sido las características de nuestro apostolado. Han surgido, la mayoría de las veces, mediante la llamada de la Iglesia. En los tres primeros siglos de la recolección, donde prevalecía más el carácter contemplativo y comunitario, las labores encomendadas se centraban únicamente en las ministeriales y educativas. En el último siglo y medio, la labor misional ha ido cobrando más fuerza. Hoy día, ante la llamada de la sociedad y de la Iglesia, tendremos que estar atentos  a la llamada del Espíritu  para descubrir cuales son los campos en los que se nos necesitan.
           
            Vita Consecrata propone a los religiosos una serie de areópagos para la acción misionera y apostólica: tales como la educación, la evangelización de la cultura, presencia en el mundo de las comunicaciones sociales, el diálogo ecuménico, el diálogo interreligioso, y sobre todo, una idea que Juan Pablo II destacó con mucha importancia:  la respuesta a quienes buscan a Dios. “Las personas consagradas tienen el deber de ofrecer con generosidad acogida y acompañamiento espiritual a todos aquellos que se dirigen a ellas, movidos por la sed de Dios y deseosos de vivir las exigencias de su fe.” (VC 103)
           
            El número 26, cuya importancia radica en la cita de san Agustín: ”Somos siervos de la Iglesia del Señor y nos debemos principalmente a los miembros más débiles, sea cual fuere nuestra condición entre los miembros de este cuerpo” De opere monachorum 29,37 . Sabemos el deseo que tenía san Agustín de vivir en el monasterio dedicado al trabajado, a la oración y al estudio de las Escrituras. Sin embargo, las múltiples ocupaciones eclesiales le hacen padecer los mismo sentimientos del Apóstol Pablo: sufrir con los que sufren, padecer con los que padecen... En el término “débil”, el trata de englobar a los que más necesitan de su ministerio, a aquellos que más requieren de su cuidado y atención.
           
            Esta es también una llamada para nosotros dentro de nuestro campo apostólico. Miembros débiles hay muchos. No sólo los pobres materialmente hablando, aquellos que carecen de lo necesario para una  vida digna, hoy día asistimos a nuevos tipos de pobrezas en nuestro mundo: la marginación, la soledad, la ancianidad, la falta de valores, la falta de fe...A imitadores de san Agustín, tenemos que acompañar a aquellos y aquellas que más nos cuestan, que nos pueden resultar más incómodos o más difíciles. En nuestra Europa hoy estaríamos hablando de los jóvenes, de la catequesis que para ellos se propone. Les invito a leer este número 29, 37, descubramos en nuestro Padre el deseo y el coraje, a pesar ya de su cansancio y enfermedad, de trabajar con los miembros más débiles.

            El número 27 vuelve a valorar de nuevo la interiorización  “otium sanctum”, en terminología agustiniana, como un elemento esencial en la tradición monástica agustiniana. Desde siempre, la orden se ha caracterizado por el apostolado de la investigación y la profundización  en las obras de san Agustín y de otros santos de la Orden. Las Constituciones parecen ampliarlo más hacia otros campos. Ponen como característica la búsqueda de la Verdad al servicio de la Iglesia.
           
            El documento “caminar desde Cristo nos dice al respecto” que hace falta promover en el interior de la vida consagrada un renovado amor por el empeño cultural que consienta elevar el nivel de la preparación personal y favorezca el diálogo entre mentalidad contemporánea y fe, para promover, también a través de las propias instituciones académicas, una evangelización de la cultura entendida como servicio a la verdad. En este perspectiva, resulta más que oportuna la presencia en los medios de comunicación social”. (Caminar desde Cristo nº 39

            Esta característica, tan agustiniana, tan recoleta, ha se ser mantenida por cada uno de los religiosos como un elemento esencial de crecimiento y maduración en la fe. La vida de la comunidad tiene que contar con tiempo suficiente para dedicarse a la oración y al estudio de los libros sagrados. Esto ha de ser esencial en nuestra vida recoleta. No podemos confundir el “otium sanctum” con otras formas de pseudo recogimiento. En esto tenemos que ser claros y no engañarnos. A veces nos encontramos con frailes muy amantes del “otium sanctum” y se pasan el día leyendo los periódicos, jugando en el ordenador , o haciendo crucigramas, En esto seamos sinceros y honestos. Se trata de dedicar tiempo suficiente a nuestra formación personal, desde la búsqueda y conocimiento de Dios. “Arrebata a los siervos de Dios la sed de la Verdad y de conocer  y descubrir la voluntad de Dios en las sagradas Escrituras” Epist. 243,6,.

            El número 28, con el que se cierra este apartado dedicado al carácter apostólico de la Orden, recoge,  de alguna manera lo que la misma comunidad agustina recoleta aspira a ser. Es decir el sentido escatológico de nuestra vida consagrada. Si leemos la obra de san Agustín “de opera monachorum”, nos daremos cuenta de las múltiples tribulaciones que él vivió ejerciendo su ministerio espiscopal. Sin embargo, siempre se sentían acompañado del amor de Dios, y esperaba gozar con él de la gloria eterna.

            Unida a la vida de oración, san Agustín ve necesaria una ascesis, sin la cual no puede haber un camino espiritual serio. El hombre viejo necesita ser continuamente renovado a través de un dominio de sí mismo y de sus pasiones. La ascesis agustiniana no es un fin en sí misma, sino un medio para alcanzar la santidad de vida. La Regla nos habla de una vida austera, pobre… “mejor es necesitar poco que tener mucho”. Una vida donde las cosas se usen por necesidad transitoria. San Agustín conoce muy bien como el corazón del ser humano se apega a las cosas, y las cosas se hacen dueñas de la vida del monje. De ahí la necesidad de una ascesis liberadora, que rompa las ataduras que posee el corazón del ser humano.

            Elemento característico de la espiritualidad agustiniana es el apostolado. San Agustín, en un primer momento, quiere expresar en sus monasterios una vida dedicada continuamente a la oración, la trabajo y al estudio, desde el amor a Dios y a los hermanos. La primera tarea apostólica que propone es la comunidad en sí misma. Lograr esa unidad, en grupos tan variados y variopintos como se establecían  a veces en los monasterios fundados por el santo, no era tarea fácil.
Sin embargo, va a ser la llamada de la Iglesia, la que va a suscitar en la espiritualidad agustiniana la dimensión apostólica. Agustín, y sus monjes, atienden, siempre que eran llamados, a esas necesidades apostólicas.







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