sábado, 25 de julio de 2015

1. LITURGIA. MISTERIO Y VIDA




1.      Qué es celebración litúrgica.
A)     La liturgia como culto existencial.



La palabra “culto” (Del latín cultus, colere: honrar, venerar) expresa la relación del hombre con Dios, desde un reconocimiento de su grandeza, de su poder y su misterio, y con actitud de reverencia, adoración o humilde entrega por parte del hombre.
Augé afirma que el culto cristiano se puede describir en estos términos: memoria del acontecimiento definitivo que Dios realizó en Cristo y por Cristo a favor de los hombres; memoria que se celebra en la nueva comunidad de los redimidos, cuerpo de Cristo resucitado, verdadero pueblo sacerdotal que adora en Cristo y por Cristo al Padre en “espíritu y verdad” ( Jn 4, 23-24).
Esta relación se manifiesta en actitud interna, (reconocimiento interior), pero también en actos externos (ritos, ofrendas y sacrificios diversos), y sobre todo en el comportamiento existencial de la vida (justicia, derecho,solidaridad con lospobres, verdad y perdón).
Novedad del culto que Cristo proclama:

·        Espiritualización: en cuanto que se trata de un culto “en el espíritu”. (Jn 4, 20.24)
·        Interiorización, en cuanto que su centro radica en la actitud interior. (Mc 2, 13-18)
·        Centralización en el amor, donde se resume la ley y los profetas. (Mc 12,28-34)
·        Existencialización, en cuanto que se manifiesta en el servicio diario y permanente. (Mc 10,41-44)
·        Cristologización, en cuanto que él es el modelo y mediador cultual, el verdadero y único sacerdote. (Rom 10, 9-13; Heb 5).
EL TÉRMINO LITURGIA

            La historia de este vocablo, usado hoy en sentido exclusivamente cultual, nos demuestra que ha recibido significados diversos según las diversas épocas históricas.  El término “liturgia” proviene del griego clásico. La palabra griega leitourgia (verbo: leitourgein; substantivo de persona:  leitourgos) deriva de la composición de laos-jónico y ático leos (pueblo) y de ergom (obra). Traducido literalmente, leitourgia significa, por tanto, “servicio hecho al pueblo” o servicio directamente prestado para el bien común”.

B)     LA LITURGIA COMO DIÁLOGO Y COMUNICACIÓN

El diálogo de Dios con el hombre se incia en la creación, tiene su punto culminante en Cristo y se continúa en la liturgia y los sacramentos. Se trata de un diálogo que tiene su iniciativa en Dios mismo, que encuentra su referente en Cristo desde la encarnación hasta la ascensión, y que se prolonga de modo eclesial y significativo en la liturgia.

Como diálogo, el emisor es ciertamente el hombre visible, pero en realidad es el Dios invisible quien emite y del que parte la iniciativa de la comunicación.
El receptor es también el hombre o el grupo, pero en este caso es la comunidad creyente, y por ella misma la Iglesia y el mundo.
La señal o el medium es también el hombre a través de medios auditivos (palabras, cantos, música,oraciones), ymedios visuales (gestos, ritos, signos y símbolos, imágenes y arte, espacios, estructuras funcionales(ambón, sede, sagrario…) e incluso con otros medios sensoriales (tacto, colores, olores, sabores). Pero se trata de medios cargados de sentido sagrado, de significado divino-humano, de historia de salvación.
El mensaje o contenido es la clave de la originalidad de la comunicación litúrgica, porque en ella se contiene el misterio de salvación invisible e inefable,porque en ella es Dios mismo el que se trasmite.
Y en cuanto al código o sistema e señales, no se trata de códigos técnicos, sino de códigos revelados, ni se trata de sistemas automáticos, sino de actitud de fe, ni tiene por objetivo la simple información, sino la conversión, la acogida agradecida, la salvación que se hace vida.

La liturgia como celebración festiva.

            Este diálogo de comunicación original y único se caracteriza también porque supone un encuentro festivo y gozoso, en el que Dios manifiesta la alegría de compartir y comunicar su vida, y el hombre se alegra gozosamente de ser así amado por Dios, y de poder compartir este amor con los demás en la fe.

Elementos que hay que destacar en la liturgia que constituyen la esencia de la fiesta.

·        La referencia a un “tiempo nuevo” frente a lo cotidiano.
·        La afirmación de un sentido de vida, que superando las oscuridades del acontecer diario hace memoria del acontecimiento salvador que celebra (kairós, Cristo).
·        El juego o la acción ritual, como medio por el que hombre creyente expresa su fe y su libertad, sus sentimientos y aspiraciones más hondas.
·        La libertad y espontaneidad, que hace posible el que se supere la cerrazón de la norma, la esclavitud del ritmo, el formalismo impuesto.
·        La renovación de los lazos comunitarios, que implica la convocatoria y preparación de la fiesta.
·        La gratuidad y gratitud por la vida, y por los dones que la vida nos aporta, por el don de los demás y por el don de Dios mismo.
·        La exhuberancia y hasta el “exceso”, que se manifiesta en el aspecto personal externo. 



GESTOS, RITOS Y SÍMBOLOS EN LA LITUGIA.

            GESTO: Es un acto que implica la acción y movimiento corporal, en relación a una cosa, una persona o un grupo, con el objeto de indicar o expresar algo.  El gesto no es sin más el rito.

            RITO:  Es en principio un acto realizado según un orden, repetitivo y de algún modo automático, susceptible de una diversad de interpretaciones, que suele implicar diversos gestos y acciones. El rito es una acción que se ejercuta con exactitud y cierta solemnidad.

            SÍMBOLO: Es una realidad distinta del hombre y del objeto simbolizado, que nos remite a dicho objeto, al mismo tiempo que lo hace eficazmente presente para nosotros, por la intencionalidad que lo inunda. El símbolo incluye gestos y ritos formando un sistema simbólico.

1.    La Liturgia, «obra de la Trinidad»

2.1 No es el hombre sino Dios el verdadero protagonista

            Al hablar de la liturgia pensamos normalmente en la acción humana, en la ejecución del rito por parte de los ministros o agentes humanos. Pero con referencia nos olvidamos de que el verdadero agente, el auténtico protagonista, el centro y el contenido principal de la acción ritual le corresponde a Dios, en y como él mismo es: Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. Si perdemos esta referencia, si olvidamos este sentido, reducimos nuestra liturgia a una simple acción humana o social, como podría ser la “liturgia” que tiene lugar en otras reuniones o celebraciones, en las que, de diversas maneras también hay: un rito de saludo y acogida, un discurso o palabra, un rito de comensalidad, una despedida. Lo original de nuestra liturgia no son tanto las formas, cuanto el contenido y misterio. No son tanto los agentes humanos, cuanto el “agente divino”. Todo lo que significamos, hacemos y decimos en la celebración litúrgica y sacramental, no son formas humanas por las cuales expresamos la presencia actuante y salvadora de Dios invisible, pero misteriosamente visible a través de los signos.

2.2  Lo propio del hombre es recordar y agradecer.

Además de que, participando en la liturgia, el hombre significa y expresa esta presencia de Dios, también hace algo que es muy humano y normal: recuerda y conmemora agradecido, con palabras y gestos, aquellos acontecimientos por los que Dios ha realizado y manifestado la salvación del hombre. Aquellos hechos no son para olvidarlos. Necesitamos recordarlos y revivirlos, para encontrar el sentido de nuestra vida, aquello que nos identifica y estimula nuestra esperanza. Se trata de verdaderas celebraciones conmemorativas, en las que el encuentro, la palabra y el rito tienen un puesto primordial. Por el encuentro manifestamos una intención y deseo común que nos unifica. Por la palabra se refiere y relata lo que sucedió (narratividad) y lo que en ese momento se renueva (memorial). Y por el rito se representa simbólicamente, se dramatiza ritualmente (representación) el mismo acontecimiento en un intento de revivirlo, traspasando las fronteras del tiempo y del espacio.


2.3 Liturgia e historia de la salvación.

            La liturgia cristiana no es un rito aislado sin historia, sino una celebración en continuidad con otras celebraciones que a lo largo de la historia celebró la comunidad creyente, tanto en el Antiguo como en el Nuevo testamento, y en la amplia historia de la Iglesia. Las etapas son las siguientes:

a)      Anuncio y preparación: el plan de salvación de Dios es, como dice san Pablo, el “misterio escondido” desde la eternidad, que fue anunciado por los profetas y comenzó a cumplirse en el pueblo de Israel, pero que llegó a  su verdadera realización en Cristo, y ha sido dado a conocer por la predicación de los apóstoles. Se trata de una etapa pedagógica, de preparación y anuncio, a la que los padres de la Iglesia califican como “sombra” y “figura”, “anticipo” de una realidad que todavía está por venir. En este tiempo de preparación también nos encontramos con ritos y signos que preludian y preparan nuestras celebraciones litúrgicas. Son, como dice el catecismo, “signo de alianza”, pues, “el pueblo elegido recibe de Dios signos y símbolos distintivos que marcan su vida litúrgica: no son ya solamente celebraciones de ciclos cósmicos y de acontecimientos sociales, sino signos de Alianza, símbolos de las grandes acciones de Dios a favor de su pueblo. Entre estos signos litúrgicos de la Antigua Alianza se puede nombrar la circuncicisón, la unción y la consagración de reyes y sacerdotes, la imposición de manos, los sacrificios, y sobre todo la Pascua. La Iglesia ve en estos signos una prefiguración de los sacramentos de la nueva Alianza” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1150).

b)      Verdad y realización: es la etapa en que se cumple en Cristo y por Cristo. Pues, si “Dios habló de una manera fragmentaria y de muchos modos en el pasado por medio de los profetas, en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio de su Hijo, a quien instituyó heredero de todo, por quien también hizo los mundos” (Heb 1, 1-2). Es el tiempo en el cual la palabra no sólo es el anuncio, se hace carne (Jn 1, 12-14). Cristo es quien lleva a plenitud las promesas de salvación de Dios para con los hombres a lo largo de su vida, su misión y su misterio. Pero sobre todo hay un momento culmen en el que se manifiesta y realiza esta salvación: es el de su pasión, muerte y resurrección, es el misterio pascual (Jn 19, 30-34).

c)      Continuidad y actualización: Con el envío del Espíritu en Pentecostés y la Ascensión comienza el tiempo de la Iglesia, o la tercera gran etapa de la historia de la salvación. Se trata de una etapa que tiene por misión la continuidad y la actualización permanente de la salvación realizada de una vez por todas en Cristo, pero que es ofrecida a todos los hombres de todas las épocas y lugares de la historia. Es ciertamente el Espíritu Santo el agente principal, el impulsor interno que con su gracia y su poder anima y mueve los corazones de los fieles y de los hombres para que se realice su misión.



2.4 La liturgia “obra de la Trinidad”.

            Por todo lo explicado, debemos decir que la liturgia y los sacramentos son “obra de la Trinidad”. De la misma manera que la historia de la salvación es la obra realizada por  el Dios único (etapa del Antiguo Testamento), que manifiesta y realiza su plan salvador por Cristo (etapa del Nuevo Testamento), y la continúa por el Espíritu Santo (etapa de la Iglesia), así la liturgia es la continuación actualizada de esa misma salvación de Dios Padre, por Cristo y el Espíritu.

            Esta dimensión o estructura trinitaria de la liturgia y los sacramentos constituye la misma esencia de su misterio, el principio fundamental de su sentido. Por eso, además de recordarlo en Nuevo testamento, lo repetimos constantemente en la celebración: “La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios Padre y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros” (saludo inicial de la misa, cf. 2 Cor 13, 13).

En relación con el Padre

            El Padre es el principio y el fin de toda alabanza y bendición, de toda acción de gracias litúrgica. De él procede toda “bendición”, es decir, todo bien, toda gracia, toda salvación, todo amor. El es quien tiene la iniciativa de la salvación, quien envía al Hijo y al Espíritu, quien impulsa la historia de la salvación a su plenitud. “Desde el comienzo y hasta la consumación de los tiempos, toda la obra de Dios es bendición” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1079). Esta bendición divina es plenamente revelada y comunicada en la liturgia de la Iglesia: el Padre es reconocido y adorado como la fuente y fin de todas las bendiciones de la creación y de la salvación; en su Verbo encarnado, muerto y resucitado por nosotros, nos colma de sus bendiciones y por él derrama en nuestros corazones el don que contiene todos los dones: el Espíritu Santo.

En relación con el Hijo

            Cristo es la revelación definitiva, la realización plena, el cumplimiento perfecto de la obra de salvación querida por Dios. Por su encarnación, asumiendo nuestra naturaleza humana, la divinidad se ha unido a la humanidad de un modo extraordinario, y el hombre puede encontrar y relacionarse con Dios de modo único. En la cruz y en la resurrección el acercamiento y el amor del Dios Trino al hombre llega a su cima insuperable. Cristo es, desde su encarnación, por su vida, muerte y resurrección, el verdadero y único sacerdote y mediador.
            Cristo esta presente en la liturgia como mediador y como salvador, que hace presente  su obra y nos hace partícipes de la misma, asociándonos a su dinámica sacerdotal y redentora.

En relación con el Espíritu Santo.

            El Espíritu Santo es el don prometido para los tiempos mesiánicos (Is 32,15; Ez 36, 26-27; Jl 3, 1-2), que actúa en Cristo de una forma privilegiada (encarnación, vida pública, resurrección), y que es prometido por Cristo mismo como el gran bien para los hombres (Jn 20, 21-23), en orden a continuar la obra de la salvación, de modo especial por la confesión de fe, por la oración y por la alabanza (1 Cor 12,3; Flp 2,11; Ef 5, 18-20; Col 3, 16-17). El Espíritu es como el alma de la Iglesia. El que anima e impulsa el crecimiento personal en Cristo y la extensión misionera del reino de Cristo, el que promueve y dinamiza los carismas para la edificación de la Iglesia en la unidad y diversidad, y el que da sentido y eficacia a la liturgia y los sacramentos de la iglesia.

            Por eso, toda liturgia lo es “en la unidad” bajo el impulso y acción del Espíritu de modo que sea una “adoración a Dios en Espíritu y en verdad” (Jn 4, 23-24). Por eso, todo sacramento implica una invocación especial al Espíritu Santo o bendición (epíclesis), que expresa su acción transformante, su presencia vivificadora.



3. La liturgia, «obra de la Iglesia»

3.1 ¿De dónde procede la liturgia?

En la mentalidad de no pocas personas sencillas está la creencia de que la liturgia, tal como la celebramos en la Iglesia, tiene su origen en Dios mismo. Y esto es cierto en cuanto que el contenido y misterio, el sentido y la verdad de nuestra liturgia es el mismo Dios, que ha realizado sus planes de salvación en Cristo, y continúa su acción salvadora en el Espíritu por la Iglesia. Pero no es cierto, en cuanto que, si exceptuamos aquellos aspectos claros que al respecto se encuentran en la Escritura, las formas y estructuras litúrgicas, la concreción ritual y los textos u oraciones son «obra de la Iglesia».

Es decir, la liturgia no nació ya configurada y ordenada en los evangelios, tal como hoy la tenemos. Más aún, a lo largo de la historia ha pasado por diversas etapas y evoluciones, según épocas, lugares y culturas. Aun permaneciendo la misma en su estructura y contenido esencial, ha vivido diversos procesos de adaptación e inculturación, como queda bien patente en la reforma litúrgica del Vaticano II. Por eso en la Constitución de liturgia se afirma: «Porque la liturgia consta de una parte que es inmutable, por ser de institución divina, y de otras partes sujetas a cambio, que en el decurso del tiempo pueden y aún deben variar, si es que en ellas se han introducido elementos que o no responden a la naturaleza íntima de la misma liturgia o han llegado a ser menos apropiados» (SC 21). El saber distinguir lo que en la liturgia es esencial y lo que es secundario, es muy importante para mantener nuestra identidad litúrgica, para valorar los posibles cambios, para no sacralizar lo secundario, para mantener una actitud de adaptación bajo la guía de la Iglesia.


3.2 La Iglesia se compromete en la liturgia.

Pero, ¿quién tiene la facultad de «cambiar algo» en la liturgia? Evidentemente, la autoridad eclesiástica competente, como afirma la misma Constitución de liturgia: «La reglamentación de la sagrada liturgia es competencia exclusiva de la autoridad eclesiástica; esta reside en la Sede apostólica y, en la medida que determine la ley, en el obispo... y dentro de los límites establecidos, a las asambleas territoriales competentes de obispos de distintas clases, legítimamente constituidas» (SG 22). Y esto es así, por varias razones: porque es la autoridad, orientada por los expertos, la que determina qué es lo esencial inmutable y qué lo más accidental variable; porque la Iglesia expresa su propia identidad en lo que se dice y hace en la celebración; porque en ello compromete la expresión de su fe (lex credendi) y la verdad de la oración (lex orandi); porque de este modo quiere garantizar la unidad y la comunión entre las diversas iglesias y con la Iglesia universal. Ahora bien, esto no quiere decir que en la celebración de la liturgia y los sacramentos no haya posibilidad de elección y de adaptación.

a)      Los orígenes del culto cristiano.

Los orígenes del culto cristiano se encuentran en el culto judío. Este culto se desarrolla en dos centros: el templo y la sinagoga. El templo, en torno al cual está la clase sacerdotal, es el lugar del sacrificio y las ofrendas, de la oración tres veces al día, de la celebración de las fiestas (v.gr. Pascua) y de las peregrinaciones. La sinagoga es el lugar de la Ley y la Palabra, de la reunión y la predicación. La familia será el lugar más común de la celebración del Sabbat (sábado judío).

Jesús es un judío piadoso y orante. Respeta las costumbres y tradiciones del pueblo judío. Va a la sinagoga y al templo. Celebra las fiestas, cumple con las peregrinaciones establecias y con el Sabbat. Pero también se distancia y en ocasiones adopta una actitud crítica ante estas prácticas y la esclavitud a la Ley que pueden suponer: así expulsa a los vendedores del templo (Jn 2, 13-22), cura el día del Sábado (Mt 12, 9-14), rechaza la apariencia en el ayuno, limosna y oración (Mt 6, 1-21), se acerca a los leprosos (Me 1, 40-45), come con los pecadores (Le 7, 29-32)... Y sobre todo anuncia un culto nuevo, basado en la sinceridad y el amor (Mt 15, 1-20), y en el «Espíritu y la verdad» (Jn 4, 19-24).

Al principio, la comunidad apostólica frecuenta el templo y la sinagoga (Hch 3, Iss; 9, 20-22; 18, 7). Pero, ya desde el principio, comienza a tener sus propias celebraciones, sobre todo la del bautismo (Hch 2, 38-40), y la de la eucaristía o fracción del pan «por las casas» (Hch 2, 41-42). Pronto se instaura la celebración «el primer día de la semana» o «día del Señor» (Ap 1, 11), y comienza a extenderse la «ecclesia doméstica» como lugar de reunión y celebración de los cristianos (cf. Hch 20, 7-12), donde se lee y comenta la Palabra y se celebra la eucaristía junto con un ágape (1 Cor 11, 2-12.31 y 14, 1-40).

Los siglos II y III son un momento de continuidad con la liturgia del Nuevo Testamento, y de comienzo de cierta configuración ritual, como aparece en el catecumenado, la evolución del rito eucarístico, la penitencia, la pascua anual con su preparación (triduo), el culto a los mártires, y una cierta ordenación de la liturgia de las horas (testimonios de la Didajé, Justino, Hipólito de Roma...). Se preocuparon por marcar las diferencias, tanto con el legalismo judío como con el ritualismo pagano, desde una creatividad específicamente cristiana.





b)      Etapas de una configuración eclesial.

- La primera etapa de la liturgia cristiana (siglos IV-VII): se caracterizó por un gran desarrollo y creatividad. Abarca desde el Edicto de Milán (313), promulgado por el Emperador Constantino, hasta san Gregorio Magno (590-604). El hecho de gozar de una mayor libertad y reconocimiento, permitió a la Iglesia una manifestación pública y una solemnización de su liturgia. El domingo fue declarado festivo. La eucaristía se enriqueció con cantos, oraciones y ritos. Se organizó el año litúrgico en sus diversos tiempos. La celebración de los diversos sacramentos se fue configurando ritualmente (penitencia, matrimonio, ministerios, unción). Se da una gran creatividad literaria en las diversas iglesias locales, en donde se combina la unidad y la variedad. Así nacen los primeros «fascículos» o «libelos» (libelli), que contienen colecciones de formularios para la celebración, y que luego darán lugar a los llamados «sacramentarios», que eran como los «rituales» de la época. La liturgia romana comienza a gozar de gran prestigio entre las iglesias. Por otro lado, el arte cristiano tiene una gran expansión: se construyen basílicas, la escultura y la pintura cristianas se promueven, los ornamentos y los objetos de celebración se enriquecen bajo la influencia del arte romano.

- La segunda etapa de encuentro con el mundo franco-germánico (siglos VIl-XI): abarca desde el final del pontificado del papa Gregorio Magno (604) hasta Gregorio VII (1073-1085). Los libros litúrgicos romanos se extienden por todo el occidente, llevados por los monjes y peregrinos que acudían a Roma. A esto se une la admiración por la liturgia romana y el interés de la corte de Aquisgrán, que pretendía una unificación litúrgica, también como apoyatura a la unificación política de Europa. Debido a este encuentro de lo romano con lo franco-germánico, y a la tarea desarrollada por los expertos de Aquisgrán, se produce una fusión de ritos, una elaboración de textos, que dan lugar a nuevos libros litúrgicos (Gelasianos del siglo VIII, Ordines, Pontifical romano-germánico), donde se manifiesta más la emoción, el dramatismo, la interioridad. Por otro lado, se da una evolución sacramental considerable: desaparece el catecumenado y se generaliza el bautismo de niños; la penitencia pasa de hacerse más en la publicidad a hacerse más en privado; la unción de enfermos pasa a ser «extremaunción» al final de la vida; en la eucaristía se multiplican las «apologías» u oraciones privadas para el sacerdote. Entretanto se reduce la participación del pueblo, que ya no entiende la lengua, ni los ritos reservados al clero.

-La tercera etapa de decadencia en la baja Edad Media (siglos XI-XIV):

Los libros litúrgicos vuelven a Roma. Al proceso de unificación promovido por Carlomagno, se une ahora la imposición del papa Gregorio Vil (f 1085), que impone la liturgia romana, suprime la liturgia hispánica, y exige fidelidad a eclesiásticos y políticos. A esto se une una cierta revisión de los libros litúrgicos al estilo de la Curia romana, de la que nacen el Misal y el Breviario, que serán adoptados por los franciscanos y los extenderán por toda Europa. Varios fenómenos marcan esta época: la influencia del monacato; la extensión de las ordenes mendicantes (franciscanos, dominicos); la reivindicación laical del ministerio de la predicación. Pero en el campo litúrgico y sacramental se da muy poca creatividad y avance. Será la teología de los escolásticos (v.gr. santo Tomás de Aquino, san Buenaventura...) la que más aporte a la reflexión teológica, aunque desligada de la celebración. En cuanto a la eucaristía se multiplican las misas privadas, se impone la comunión bajo una sola especie, crece la devoción al Santísimo (nace la fiesta del Corpus Christi). Y, mientras crece la devoción privada y el intimismo centrado en la humanidad de Cristo, se extiende el asociacionismo y la fraternidad por las Cofradías y Hermandades. En cuanto al arte alcanza un gran esplendor con el románico y el gótico.

-La cuarta etapa de conflicto con los Reformadores y de uniformidad litúrgica (siglos XV-XIX): a partir del siglo XV se extiende la «devotio moderna», que pone el acento en lo individual, lo afectivo e íntimo, la imitación de Cristo, la contemplación y meditación de sus misterios. Esto, junto con el ritualismo reinante y ciertos abusos en relación con el culto (sufragios, indulgencias...), provocó la reacción de la Reforma protestante, que sólo reconocía dos sacramentos (bautismo y eucaristía), rechazaba la misa privada y su carácter sacrificial, los sufragios e indulgencias... De este modo, la liturgia quedaba reducida a la Palabra y los sacramentos a «acontecimientos de la Palabra». Como reacción, el concilio de Trento defiende lo que los protestantes negaban, manda revisar los libros litúrgicos, se propone evitar los abusos existentes dentro de la misma Iglesia, insiste en la necesidad de catequesis. Fruto de ello fue la publicación del Misal (Pío V 1570), del Pontifical Romano (Clemente VIII, 1600), y del Ritual romano (Paulo V 1614). Ciertamente, Trento logró la uniformidad y unidad litúrgicas, pero descuidó la necesaria variedad, adaptación, inculturación. En cambio, en el arte se vivió un momento de exaltación y creatividad con el barroco.

- La quinta etapa es la que comprende el «movimiento litúrgico» hasta el Vaticano II (siglos XIX-XX). Es un momento de gran renovación litúrgica, promovida por el mismo cambio social participativo, por la renovación en otros sectores de la Iglesia (bíblico, patrístico, eclesiológico, teológico...), por las investigaciones e impulso dado en diversos monasterios de Europa (Solesmes, María Lach, Mont Cesar, Silos...), por la acogida de los documentos de los papas Pío X, Pío XII (Mediator Deí), y en fin por la multiplicación de estudios al respecto. Se insiste en la liturgia como culto público del Cuerpo total de Cristo, cabeza y miembros; en la espiritualidad y pastoral litúrgicas; en la necesaria participación del pueblo. De este modo, el ambiente estaba preparado para la reforma litúrgica del Vaticano II (1962-1965), cuyo documento principal es la Constitución de liturgia (Sacrosanctum Concilium, promulgada el 4.12.1963). Este es el referente principal de renovación y acción litúrgica para nosotros hoy. En él encontramos los centros de sentido de la liturgia y los sacramentos; los «grandes principios» para la renovación y aplicación; los exigitivos de formación y participación verdaderas... Después del Concilio vino la tarea de ejecutar y llevar a cumplimiento sus propuestas. Es lo que realizó el llamado «Consejo» (Consilium) para la aplicación de la liturgia, a través de diversas comisiones, que dieron como resultado la publicación de los diversos libros litúrgicos actuales (Rituales, Liturgia de las Horas, Calendario, Pontifical...). Todo esto completado con otros documentos posteriores con importantes aportaciones en relación con la liturgia y los sacramentos: sobre la eucaristía, la penitencia, el matrimonio, otras celebraciones...

c)      Aplicación a la celebración y la vida.

a-  Unidad y diversidad litúrgicas

La liturgia y los sacramentos celebran no muchos misterios, sino un único misterio, una única salvación y amor de Dios, por Cristo y en el Espíritu, desde la misma fe y comunión eclesial. Es este único misterio el que constituye y garantiza la unidad de cualquier verdadera celebración litúrgica de la Iglesia.

Pero la unidad en el mismo misterio no se opone a la diversidad. Ahora bien, junto a este principio de unidad hay que recordar el exigitivo de diversidad. Pues la liturgia es una realidad viva y dinámica, que se celebra por hombres concretos, en épocas, culturas y situaciones diferentes. Esta simple constatación nos dice que, dada la variedad y riqueza que existe entre los hombres en los distintos pueblos, culturas y épocas, también las formas de expresión y celebración litúrgica tendrán que ser diferentes. Y, en efecto, así ha sido desde el principio de la Iglesia. Ya en la época apostólica pueden distinguirse distintas tradiciones: la más judeocristiana, la más helenista. Después, con el extenderse de la Iglesia a todos los pueblos, estas tradiciones se multiplicarían, dando lugar a una riqueza ritual. «Las diversas tradiciones litúrgicas nacieron por razón misma de la misión de la Iglesia. Las iglesias de una misma área geográfica y cultural llegaron a celebrar el misterio de Cristo a través de expresiones particulares, culturalmente tipificadas: en la tradición del 'depósito de la fe' (2 Tim 1, 14), en el simbolismo litúrgico, en la organización de la comunión fraterna» (Catecismo de la Iglesia católica, 1202). Así, hoy existe una variedad de tradiciones litúrgicas de rito latino, además del rito romano, como son el rito ambrosiano, el rito hispánico; y otras orientales, como las de rito bizantino, copto, siríaco, armenio, maronita, caldeo. La Iglesia, lejos de oponerse a esta variedad, desea que tales ritos «en el futuro se conserven y fomenten por todos los medios» (SC 4; Catecismo de la Iglesia católica, 1203).


b- Liturgia y culturas

La variedad de tradiciones litúrgicas, unida al cumplimiento de la misión de predicar el evangelio a todas las gentes, al respeto debido a las distintas culturas, a la necesidad de «encarnación» en palabras y signos que sean elocuentes y accesibles a aquellos a quienes se dirigen... nos está hablando de que la liturgia también debe «encarnarse» en cada cultura, sin perder su propia identidad cristiana y eclesial, es decir, manteniendo aquello que en ella hay de permanente e inmutable (SC 21). El principio lo ha formulado de forma muy precisa el nuevo Catecismo: «Por tanto, la celebración de la liturgia debe corresponder al genio y a la cultura de los diferentes pueblos (cf. SC 37-40). Para que el misterio de Cristo sea 'dado a conocer a todos los gentiles por obediencia de la fe' (Rom 16, 26), debe ser anunciado, celebrado y vivido en todas las culturas, de modo que estas no son abolidas, sino rescatadas y realizadas por él (cf. CT 53).

El problema puede residir, no en formular el principio, sino en aplicarlo a los diversos lugares, pueblos o culturas; en discernir con verdadero criterio aquello que se puede o no adaptar o inculturar. La Iglesia nos recuerda los aspectos o elementos más adecuados para la inculturación, como son el «lenguaje, la música y el canto, los gestos y actitudes del celebrante, de la asamblea, la expresión artística de los diversos lugares litúrgicos (sede, ambón, baptisterio...), los ritos de la piedad popular y las prácticas de devoción, algunos ritos complementarios en la celebración de los sacramentos... En todo caso, hay que evitar todo aquello que suponga un cierto sincretismo religioso, magia, superstición, espiritismo, y que se oponga a la verdadera naturaleza de la liturgia.

c- Creatividad y liturgia.

Los documentos litúrgicos del Vaticano II hablan con cierta frecuencia de «adaptación», y menos de «creatividad». Bien entendido, no son realidades opuestas sino complementarias. La verdadera adaptación implica una cierta creatividad; y la auténtica creatividad supone la capacidad de adaptación. Por «adaptación» se entiende la capacidad de tener en cuenta los diversos tipos de comunidad, aplicando las formas o ritos más adaptados a la situación, según lo previsto por la ordenación litúrgica oficial de la Iglesia (v.gr. diversos formas de hacer el «rito penitencial» de la misa; elección del rito del «efetá» o no en el bautismo; elección de una u otra forma de celebración penitencial etc.).

Por «creatividad» se entiende la capacidad de proponer, donde lo exige la necesidad pastoral y lo permite la Iglesia, nuevos textos y palabras, nuevos signos o ritos, de manera que ayude y posibilite una mayor y mejor expresión del misterio, y participación de la asamblea (v.gr. en las moniciones presidenciales; en las ofrendas de la misa; en los símbolos del adviento y la Navidad; en algunos ritos de Semana santa etc.).
La creatividad no es «invento», ni «cambio arbitrario», ni marginación de lo oficial o establecido. Es y supone conocimiento de las posibilidades y preparación, capacidad de sintonía con la asamblea celebrante, sensibilidad y preocupación porque se de una comunicación y diálogo de fe verdaderos, atención esmerada a las situaciones de edad, tiempo y situación de los participantes. Hay una creatividad externa, que se manifiesta en la elección de uno u otro elemento externo (palabra o signo). Pero más importante es la creatividad interna, que se manifiesta en el talante litúrgico del celebrante, en el tono y el estilo de celebrar, en la armonía y estética, en la capacidad de vivir y sentir, haciendo vivir y sentir a los demás la grandeza del misterio que celebramos.

4. La liturgia, «obra de la asamblea celebrante»

4.1 La asamblea «imagen» de la Iglesia.

Con frecuencia hemos pensado que la liturgia y los sacramentos son asunto del sacerdote, del sujeto que los recibe, o más lejana­mente de la asamblea que celebra. Nos ha faltado asimilar y vivir la dimensión eclesial y comunitaria de la liturgia y los sacramentos. Sin embargo, tenemos que afirmar que los sacramentos son de la Iglesia, por la Iglesia y para la Iglesia. Esto significa que la Iglesia es al mismo tiempo «sujeto» de la celebración, mediación de la ce­lebración, y objeto de la celebración. La asamblea eucarística «re­presenta», no a un grupo o colectividad de un lugar concreto, sino a la Iglesia universal. Por eso, se debe evitar en lo posible la «misa privada», así como superar el individualismo celebrativo o participativo. La comunitariedad deriva directamente de la eclesialidad. Y, si esto es así, surge inevitable la cuestión sobre las formas como se expresa o debe expresarse esta dimensión eclesial, la cuestión sobre la importancia que damos a los diversos servicios y ministerios li­túrgicos. En ello está implicado no sólo un estilo de celebrar, sino la misma imagen de la Iglesia. Pues se puede afirmar: «dime cómo ce­lebras, y te diré cómo crees y haces Iglesia».


4.2 La liturgia «obra de la asamblea celebrante»

La liturgia y los sacramentos existen sobre todo en cuanto son celebrados en y por una asamblea. ¿Qué queremos decir con esto? Es evidente que la fuente y el sentido de la liturgia y los sacramentos es Dios mismo: son «obra de la Trinidad». También es claro que es la Iglesia la que ha configurado las formas concretas de ce­lebración a lo largo de la historia. Y no menos claro es que la mis­ma celebración, en cuanto acto externo, es obra conjunta del mi­nistro que preside o sacerdote, del sujeto o sujetos que reciben un sacramento, y en definitiva, de la asamblea entera, llamada a par­ticipar, a co-hacer o de alguna manera a concelebrar. Aunque de­bemos distinguir en esta acción diversos servicios o ministerios, cada uno de los cuales intervendrá según la función que le corres­ponde por vocación, carisma, consagración. Sin embargo, siempre es cierto que nadie es «dueño» ni de la celebración ni de los sacra­mentos. Pues, siendo un don «ofrecido» por Dios, y «mediado» por la Iglesia, son también una acción común, o con otras palabras, el «bien común» más hermoso que tenemos los cristianos. Y de este bien común nadie es excluido o marginado. Todos somos invitados, todos tomamos parte, de todos depende que la celebración sea de verdad acción participada, fiesta gozosa.

a)      Los sacramentos, sobre todo la eucaristía, manifiestan la natu­raleza de la Iglesia.

El Vaticano recoge algunos principios fundamentales en la rela­ción eucaristía-Iglesia. La eucaristía es la manifestación privile­giada de la naturaleza de la Iglesia; (SC 2). ¿Cómo se explica es­ta afirmación? En primer lugar, porque aunque la liturgia no agota la acción de la Iglesia, sí es su «culmen y su fuente» (SC 10). En segundo lugar porque expresa la vida de los fieles y porque es ac­ción de Cristo y de la Iglesia (Christus totus). Más aún, la liturgia, los sacramentos, y en especial la eucaristía son expresión de un pueblo participante: la participación y la acción común del pueblo de Dios en la liturgia son el concepto catalizador de una concep­ción de Iglesia toda ella sujeto, mediación y objeto de la acción li­túrgica, según la diversidad de oficios y ministerios, como pueblo «jerárquicamente constituido». Por eso afirma la Constitución de liturgia: «Las acciones litúrgicas no son acciones privadas, sino ce­lebraciones de la Iglesia, que es 'sacramento de unidad', pueblo santo y congregado y ordenado bajo la dirección de los obispos. Por eso, pertenecen a todo el cuerpo de la Iglesia, lo manifiestan y lo implican; pero cada uno de los miembros de este cuerpo recibe un influjo diverso según la diversidad de órdenes, funciones y par­ticipación actual» (SC 26). De ahí que se exija el que «en las cele­braciones litúrgicas, cada cual, ministro o simple fiel, al desempe­ñar su oficio, hará todo y sólo aquello que le corresponde por la naturaleza de la acción y las normas litúrgicas» (SC 28).

b)      La asamblea eucarística «es» Iglesia.

La asamblea eucarística es la Iglesia en un lugar concreto. A la eucaristía se le llama «asam­blea eucarística (synaxis), porque la eucaristía es celebrada en la asamblea de los fieles, expresión visible de la Iglesia». Por tanto, la asamblea eucarística es manifestación espacio-temporal privilegiada de la Iglesia. Es epifanía de la naturaleza íntima y de la estructura de la Iglesia (SC 2). Ni la Iglesia existe sin asamblea, ni la asamblea existe sin Iglesia.

c)      Participación y ministerios litúrgicos.

La asamblea debe ser manifestación de la Iglesia a través de la participación y del ejercicio de los ministerios que expresen la misma estructura ministerial de la Iglesia, es decir, la estructura de un ministerio de la Palabra, de un ministerio cultual, de un minis­terio de la caridad. No hay verdadera y plena celebración sin la participación, porque el sujeto es la Iglesia en la asamblea total; por­que la celebración implica a la comunidad entera y reclama su res­puesta; porque es en la participación donde aparece la naturaleza verdadera de la Iglesia.

Y esta participación, además de cumplir las notas que la carac­terizan en toda la asamblea: interna y externa, de cuerpo y alma, activa y consciente... también debe realizarse a través del ejercicio de los diversos servicios y ministerios litúrgicos, sobre todo en el orden de la Palabra, del culto y de la caridad.

En la medida en que en la misma eucaristía se ejercen estos tres ministerios, en esa medida la Iglesia se manifiesta en su naturaleza y en su misión (triple «munus»; profético, sacerdotal, real) (IGMR 58). Al que preside le pertenece representar y animar estos minis­terios. A los fieles les corresponde también desempeñarlos a su ni­vel: el ministerio de la Palabra será ejerciendo la función de lector, «profeta» o testigo, monitor o, en su caso, predicador; el ministerio del culto, ofreciendo y ofreciéndose, y alabando a Dios con el can­to (organista, cantor, salmista, director del canto); y el ministerio de la caridad, sirviendo al altar de acólitos, responsabilizándose de la colecta y comunicación de bienes, ejerciendo el ministerio ex­traordinario de la comunión.

d) La estructura ministerial de la asamblea celebrante.

Teniendo esto en cuenta creemos pueden distinguirse:

- Servicios y ministerios en el orden de la Palabra: que serían todos los que ejercen una función relacionada con la introducción, proclamación, explicación o aplicación de la Palabra: así el lector, el monitor, el profeta rectamente entendido.

- Servicios y ministerios en el orden del «culto» (= canto): se­rían los que tienen relación con el canto, bien sea en su prepara­ción, acompañamiento o ejecución: así el organista, el director del coro o del canto de la asamblea, el salmista o cantor.

- Servicios o ministerios en el orden de la caridad: serían todos aquellos que guardan relación con el servicio a los hermanos en el contexto de la celebración y en torno a las ofrendas: así el acólito, el ministro extraordinario de la comunión, el responsable de la co­lecta o de la comunicación de bienes.

d)      El ministerio del animador litúrgico.

En la liturgia, como en la vida de la Iglesia, no todo el que desempeña un «servicio» tiene por qué recibir un «ministerio». Todo ministerio es un servi­cio, pero no todo servicio es un ministerio. El ministerio supone asumir un servicio importante para la comunidad, de forma perma­nente y estable en un más o un menos, por un mandato de la Igle­sia, que suele expresarse por un signo público, que lo compromete y lo hace reconocible ante la comunidad cristiana. Supuesto esto, pensamos que en una comunidad los laicos que desempeñan servi­cios litúrgicos pueden ser muchos, en cambio los que desempeñan un verdadero ministerio litúrgico tendrán que ser pocos.

La Ministerio Quaedam habla del ministerio del lector y del acólito, lo cual debe considerarse y valorarse. Pero creemos que, so­bre todo en nuestro contexto hispano, podría tener mayor acogida y sentido para el pueblo, el potenciar y perfilar la figura del «anima­dor litúrgico», en lugar de la del «acólito», aunque en continuidad con ella.

 ¿Cuáles serían en concreto estas funciones:

  • la animación y coordinación de los diversos servidos-minis­terios que desempeñan los fieles en la celebración litúrgica, siendo el principal responsable laico del equipo litúrgico.

  • la realización de aquellas funciones que la Iglesia atribuye al acólito: servir al altar y asistir al sacerdote, distribuir la sagrada co­munión, exponer el Santísimo, instruir a otras personas que pueden servir al altar.

  • dirigir, sobre todo en caso de falta o ausencia del sacerdote, la reunión de la asamblea del domingo, la celebración de la Palabra, una celebración común de la penitencia, las exequias... y otros ti­pos de celebración, excepto la eucaristía y la reconciliación sacra­mental.

  • elegir y ofrecer (juntamente con el sacerdote) materiales de formación y de utilización para las celebraciones, revisar y corre­gir lo que se ha preparado, buscar la unidad y coordinación entre todos los que ejercen un servicio-ministerio con el presbítero.

e)      El «equipo litúrgico», su estructura y sus funciones.

El «equipo litúrgico» es el grupo de personas que ejercen los di­versos servicios y ministerios en la celebración litúrgica y que pe­riódicamente o cada semana se reúnen, no sólo para preparar coor­dinadamente la celebración y realizar dignamente sus diversas funciones, sino también para compartir su fe, alimentar su vida des­de la acción y el espíritu litúrgico y así ayudarse a dar un testimo­nio verdaderamente cristiano. El equipo litúrgico se define por su unidad y su pluralidad. Teniendo como objetivo común la celebra­ción ideal y la participación plena de toda la asamblea, cada uno de sus miembros sirve a este objetivo realizando diversas funciones, según su capacidad y su carisma: unos como lectores, otros como acólitos, monitores... o como presidente.

El equipo litúrgico tiene una estructura peculiar, dada la diver­sidad de servicios y ministerios que desempeñan sus miembros. Podemos distinguir como tres estratos:

- Existen, en primer lugar, diversos servicios que pueden de­sempeñar los fieles y deben ser suficientes para el número de ce­lebraciones de cada comunidad: monitor, responsable de la colec­ta, encargado de la acogida, organista, director de coro, cantor o salmista, «profeta» o intérprete de la Palabra.
- Además existen tres ministerios laicales instituidos por la Iglesia, que es preciso respetar y poner en servicio cuando la situa­ción lo requiere: el lector, el acólito y el ministro extraordinario de la comunión.

- Finalmente, creemos que debería existir el ministerio litúrgi­co laical instituido del animador litúrgico, como ministerio mayor y más realizable en la mayoría de los casos, que cumpliría las fun­ciones que en otro lugar le asignábamos. De cualquier forma, sería este ministro el que estaría encargado y animaría a la diversidad de personas que ejercen los distintos servicios señalados de monitor, responsable de la colecta, cantor...

-  Igualmente, habría que situar en este estrato al presbítero que, si debe presidir la asamblea, no puede estar ajeno a la forma­ción y preparación del equipo litúrgico. Entre el animador litúrgico y el presbítero debe existir una relación y conexión permanente, ya que es en definitiva el presbítero quien impulsa y anima, corrige y preside, coordina y conduce a la unidad los diversos servicios y ministerios que se dan en los distintos grupos de la comunidad cristiana.


En cuanto a las funciones que en conjunto se pueden atribuir al equipo litúrgico, pueden distinguirse:

  • Formación litúrgica: difícilmente se podrán ejercer con dignidad los servicios y ministerios, si no existe esta formación. Una formación que debe llevar a saber y a vivir.

  • Maduración y crecimiento en la fe: el equipo litúrgico sólo llega a ser y permanecer cuando deviene verdadero «grupo de fe», es de­cir, cuando se crean unos vínculos no sólo de función, sino también de amor y comunión, de acogida y pertenencia, de relación inter­personal y de compromiso cristiano compartido.

  • Preparación de la celebración: al equipo litúrgico le corres­ponde estudiar y dialogar sobre la liturgia del día, a partir sobre to­do de las lecturas y según las características de la fiesta, así como preparar y ordenar la misma puesta en escena de la celebración.

  • Ejecución armónica de servicios y ministerios: es el momento de la actuación del equipo litúrgico por parte de algunos de sus miembros. Dos cosas deben tenerse siempre en cuenta en estos momentos: la ejecución armónica, atendiendo al conjunto, a las otras intervenciones, a los otros momentos de la celebración; y el servicio humilde a la asamblea reunida, sabiendo que lo importan­te no es la «figura personal», sino el bien común.

  • Revisión permanente: el equipo litúrgico tiene que hacer revi­siones para mejorar permanentemente. Cada celebración tiene su limitación, su peculiaridad. En concreto, hay que revisar cuál ha si­do el ambiente y participación de la asamblea; cómo se han desem­peñado todos y cada uno de los servicios y ministerios, desde el de la presidencia hasta el de la acogida; cuál ha sido el efecto de los diversos medios (palabras o gestos) que se han puesto en escena...



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