1. Qué
es celebración litúrgica.
A) La liturgia como culto existencial.
La
palabra “culto” (Del latín cultus, colere: honrar, venerar) expresa la relación
del hombre con Dios, desde un reconocimiento de su grandeza, de su poder y su
misterio, y con actitud de reverencia, adoración o humilde entrega por parte
del hombre.
Augé
afirma que el culto cristiano se puede describir en estos términos: memoria del
acontecimiento definitivo que Dios realizó en Cristo y por Cristo a favor de
los hombres; memoria que se celebra en la nueva comunidad de los redimidos,
cuerpo de Cristo resucitado, verdadero pueblo sacerdotal que adora en Cristo y
por Cristo al Padre en “espíritu y verdad” ( Jn 4, 23-24).
Esta
relación se manifiesta en actitud interna, (reconocimiento interior), pero
también en actos externos (ritos, ofrendas y sacrificios diversos), y sobre
todo en el comportamiento existencial de la vida (justicia, derecho,solidaridad
con lospobres, verdad y perdón).
Novedad
del culto que Cristo proclama:
·
Espiritualización: en cuanto que se trata de un culto “en
el espíritu”. (Jn 4, 20.24)
·
Interiorización, en cuanto que su centro radica en la
actitud interior. (Mc 2, 13-18)
·
Centralización en el amor, donde se resume la ley y los
profetas. (Mc 12,28-34)
·
Existencialización, en cuanto que se manifiesta en el
servicio diario y permanente. (Mc 10,41-44)
·
Cristologización, en cuanto que él es el modelo y
mediador cultual, el verdadero y único sacerdote. (Rom 10, 9-13; Heb 5).
EL
TÉRMINO LITURGIA
La historia de este vocablo, usado
hoy en sentido exclusivamente cultual, nos demuestra que ha recibido
significados diversos según las diversas épocas históricas. El término “liturgia” proviene del griego
clásico. La palabra griega leitourgia (verbo: leitourgein; substantivo de
persona: leitourgos) deriva de la
composición de laos-jónico y ático leos (pueblo) y de ergom (obra). Traducido
literalmente, leitourgia significa, por tanto, “servicio hecho al pueblo” o servicio
directamente prestado para el bien común”.
B) LA
LITURGIA COMO DIÁLOGO Y COMUNICACIÓN
El
diálogo de Dios con el hombre se incia en la creación, tiene su punto
culminante en Cristo y se continúa en la liturgia y los sacramentos. Se trata
de un diálogo que tiene su iniciativa en Dios mismo, que encuentra su referente
en Cristo desde la encarnación hasta la ascensión, y que se prolonga de modo
eclesial y significativo en la liturgia.
Como
diálogo, el emisor es ciertamente el hombre visible, pero en realidad es el
Dios invisible quien emite y del que parte la iniciativa de la comunicación.
El
receptor es también el hombre o el grupo, pero en este caso es la comunidad
creyente, y por ella misma la Iglesia y el mundo.
La
señal o el medium es también el hombre a través de medios auditivos (palabras,
cantos, música,oraciones), ymedios visuales (gestos, ritos, signos y símbolos,
imágenes y arte, espacios, estructuras funcionales(ambón, sede, sagrario…) e
incluso con otros medios sensoriales (tacto, colores, olores, sabores). Pero se
trata de medios cargados de sentido sagrado, de significado divino-humano, de
historia de salvación.
El
mensaje o contenido es la clave de la originalidad de la comunicación
litúrgica, porque en ella se contiene el misterio de salvación invisible e
inefable,porque en ella es Dios mismo el que se trasmite.
Y
en cuanto al código o sistema e señales, no se trata de códigos técnicos, sino
de códigos revelados, ni se trata de sistemas automáticos, sino de actitud de
fe, ni tiene por objetivo la simple información, sino la conversión, la acogida
agradecida, la salvación que se hace vida.
La
liturgia como celebración festiva.
Este diálogo de comunicación
original y único se caracteriza también porque supone un encuentro festivo y
gozoso, en el que Dios manifiesta la alegría de compartir y comunicar su vida,
y el hombre se alegra gozosamente de ser así amado por Dios, y de poder
compartir este amor con los demás en la fe.
Elementos
que hay que destacar en la liturgia que constituyen la esencia de la fiesta.
·
La referencia a un “tiempo nuevo” frente a lo cotidiano.
·
La afirmación de un sentido de vida, que superando las
oscuridades del acontecer diario hace memoria del acontecimiento salvador que
celebra (kairós, Cristo).
·
El juego o la acción ritual, como medio por el que hombre
creyente expresa su fe y su libertad, sus sentimientos y aspiraciones más
hondas.
·
La libertad y espontaneidad, que hace posible el que se
supere la cerrazón de la norma, la esclavitud del ritmo, el formalismo
impuesto.
·
La renovación de los lazos comunitarios, que implica la
convocatoria y preparación de la fiesta.
·
La gratuidad y gratitud por la vida, y por los dones que
la vida nos aporta, por el don de los demás y por el don de Dios mismo.
·
La exhuberancia y hasta el “exceso”, que se manifiesta en
el aspecto personal externo.
GESTOS, RITOS Y
SÍMBOLOS EN LA LITUGIA.
GESTO: Es un acto que implica la
acción y movimiento corporal, en relación a una cosa, una persona o un grupo,
con el objeto de indicar o expresar algo.
El gesto no es sin más el rito.
RITO: Es en principio un acto realizado según un
orden, repetitivo y de algún modo automático, susceptible de una diversad de
interpretaciones, que suele implicar diversos gestos y acciones. El rito es una
acción que se ejercuta con exactitud y cierta solemnidad.
SÍMBOLO: Es una realidad distinta
del hombre y del objeto simbolizado, que nos remite a dicho objeto, al mismo
tiempo que lo hace eficazmente presente para nosotros, por la intencionalidad
que lo inunda. El símbolo incluye gestos y ritos formando un sistema simbólico.
1. La Liturgia, «obra de la Trinidad»
2.1
No es el hombre sino Dios el verdadero protagonista
Al hablar de la liturgia pensamos normalmente en la
acción humana, en la ejecución del rito por parte de los ministros o agentes
humanos. Pero con referencia nos olvidamos de que el verdadero agente, el
auténtico protagonista, el centro y el
contenido principal de la acción ritual le corresponde a Dios, en y como él
mismo es: Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. Si perdemos esta
referencia, si olvidamos este sentido, reducimos nuestra liturgia a una simple
acción humana o social, como podría ser la “liturgia” que tiene lugar en otras
reuniones o celebraciones, en las que, de diversas maneras también hay: un rito
de saludo y acogida, un discurso o palabra, un rito de comensalidad, una
despedida. Lo original de nuestra liturgia no son tanto las formas, cuanto el
contenido y misterio. No son tanto los agentes humanos, cuanto el “agente
divino”. Todo lo que significamos, hacemos y decimos en la celebración
litúrgica y sacramental, no son formas humanas por las cuales expresamos la
presencia actuante y salvadora de Dios invisible, pero misteriosamente visible
a través de los signos.
2.2
Lo propio del hombre es
recordar y agradecer.
Además
de que, participando en la liturgia, el hombre significa y expresa esta
presencia de Dios, también hace algo que es muy humano y normal: recuerda y conmemora agradecido, con
palabras y gestos, aquellos acontecimientos por los que Dios ha realizado y
manifestado la salvación del hombre. Aquellos hechos no son para
olvidarlos. Necesitamos recordarlos y revivirlos, para encontrar el sentido de
nuestra vida, aquello que nos identifica y estimula nuestra esperanza. Se trata
de verdaderas celebraciones conmemorativas, en las que el encuentro, la palabra
y el rito tienen un puesto primordial. Por el encuentro manifestamos una
intención y deseo común que nos unifica. Por la palabra se refiere y relata lo
que sucedió (narratividad) y lo que en ese momento se renueva (memorial). Y por
el rito se representa simbólicamente, se dramatiza ritualmente (representación)
el mismo acontecimiento en un intento de revivirlo, traspasando las fronteras
del tiempo y del espacio.
2.3
Liturgia e historia de la salvación.
La liturgia cristiana no es un rito aislado sin historia,
sino una celebración en continuidad con otras celebraciones que a lo largo de
la historia celebró la comunidad creyente, tanto en el Antiguo como en el Nuevo
testamento, y en la amplia historia de la Iglesia. Las etapas son las
siguientes:
a)
Anuncio y preparación: el plan de salvación
de Dios es, como dice san Pablo, el “misterio escondido” desde la eternidad,
que fue anunciado por los profetas y comenzó a cumplirse en el pueblo de
Israel, pero que llegó a su verdadera
realización en Cristo, y ha sido dado a conocer por la predicación de los
apóstoles. Se trata de una etapa pedagógica, de preparación y anuncio, a la que
los padres de la Iglesia califican como “sombra” y “figura”, “anticipo” de una
realidad que todavía está por venir. En este tiempo de preparación también nos
encontramos con ritos y signos que preludian y preparan nuestras celebraciones
litúrgicas. Son, como dice el catecismo, “signo de alianza”, pues, “el pueblo
elegido recibe de Dios signos y símbolos distintivos que marcan su vida
litúrgica: no son ya solamente celebraciones de ciclos cósmicos y de
acontecimientos sociales, sino signos de Alianza, símbolos de las grandes
acciones de Dios a favor de su pueblo. Entre estos signos litúrgicos de la
Antigua Alianza se puede nombrar la circuncicisón, la unción y la consagración
de reyes y sacerdotes, la imposición de manos, los sacrificios, y sobre todo la
Pascua. La Iglesia ve en estos signos una prefiguración de los sacramentos de
la nueva Alianza” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1150).
b)
Verdad y realización: es la etapa en que se
cumple en Cristo y por Cristo. Pues, si “Dios habló de una manera fragmentaria
y de muchos modos en el pasado por medio de los profetas, en estos últimos
tiempos nos ha hablado por medio de su Hijo, a quien instituyó heredero de
todo, por quien también hizo los mundos” (Heb 1, 1-2). Es el tiempo en el cual
la palabra no sólo es el anuncio, se hace carne (Jn 1, 12-14). Cristo es quien
lleva a plenitud las promesas de salvación de Dios para con los hombres a lo
largo de su vida, su misión y su misterio. Pero sobre todo hay un momento
culmen en el que se manifiesta y realiza esta salvación: es el de su pasión,
muerte y resurrección, es el misterio pascual (Jn 19, 30-34).
c)
Continuidad y
actualización:
Con el envío del Espíritu en Pentecostés y la Ascensión comienza el tiempo de
la Iglesia, o la tercera gran etapa de la historia de la salvación. Se trata de
una etapa que tiene por misión la continuidad y la actualización permanente de
la salvación realizada de una vez por todas en Cristo, pero que es ofrecida a
todos los hombres de todas las épocas y lugares de la historia. Es ciertamente
el Espíritu Santo el agente principal, el impulsor interno que con su gracia y
su poder anima y mueve los corazones de los fieles y de los hombres para que se
realice su misión.
2.4
La liturgia “obra de la Trinidad”.
Por todo lo explicado, debemos decir que la liturgia y
los sacramentos son “obra de la Trinidad”. De la misma manera que la historia
de la salvación es la obra realizada por
el Dios único (etapa del Antiguo Testamento), que manifiesta y realiza
su plan salvador por Cristo (etapa del Nuevo Testamento), y la continúa por el
Espíritu Santo (etapa de la Iglesia), así la liturgia es la continuación actualizada de esa misma salvación de Dios Padre,
por Cristo y el Espíritu.
Esta dimensión o
estructura trinitaria de la liturgia y los sacramentos constituye la misma
esencia de su misterio, el principio fundamental de su sentido. Por eso, además
de recordarlo en Nuevo testamento, lo repetimos constantemente en la
celebración: “La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios Padre y la
comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros” (saludo inicial de la
misa, cf. 2 Cor 13, 13).
En
relación con el Padre
El Padre es el
principio y el fin de toda alabanza y bendición, de toda acción de gracias
litúrgica. De él procede toda “bendición”, es decir, todo bien, toda gracia,
toda salvación, todo amor. El es quien tiene la iniciativa de la salvación,
quien envía al Hijo y al Espíritu, quien impulsa la historia de la salvación a
su plenitud. “Desde el comienzo y hasta la consumación de los tiempos, toda la
obra de Dios es bendición” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1079). Esta bendición
divina es plenamente revelada y comunicada en la liturgia de la Iglesia: el
Padre es reconocido y adorado como la fuente y fin de todas las bendiciones de
la creación y de la salvación; en su Verbo encarnado, muerto y resucitado por
nosotros, nos colma de sus bendiciones y por él derrama en nuestros corazones
el don que contiene todos los dones: el Espíritu Santo.
En
relación con el Hijo
Cristo es la
revelación definitiva, la realización plena, el cumplimiento perfecto de la
obra de salvación querida por Dios. Por su encarnación, asumiendo nuestra
naturaleza humana, la divinidad se ha unido a la humanidad de un modo
extraordinario, y el hombre puede encontrar y relacionarse con Dios de modo
único. En la cruz y en la resurrección el acercamiento y el amor del Dios Trino
al hombre llega a su cima insuperable. Cristo es, desde su encarnación, por su
vida, muerte y resurrección, el verdadero y único sacerdote y mediador.
Cristo esta presente en la liturgia como mediador y como
salvador, que hace presente su obra y
nos hace partícipes de la misma, asociándonos a su dinámica sacerdotal y
redentora.
En
relación con el Espíritu Santo.
El Espíritu Santo es
el don prometido para los tiempos mesiánicos (Is 32,15; Ez 36, 26-27; Jl 3,
1-2), que actúa en Cristo de una forma privilegiada (encarnación, vida pública,
resurrección), y que es prometido por Cristo mismo como el gran bien para los
hombres (Jn 20, 21-23), en orden a continuar la obra de la salvación, de modo
especial por la confesión de fe, por la oración y por la alabanza (1 Cor 12,3;
Flp 2,11; Ef 5, 18-20; Col 3, 16-17). El Espíritu es como el alma de la
Iglesia. El que anima e impulsa el crecimiento personal en Cristo y la
extensión misionera del reino de Cristo, el que promueve y dinamiza los carismas
para la edificación de la Iglesia en la unidad y diversidad, y el que da
sentido y eficacia a la liturgia y los sacramentos de la iglesia.
Por eso, toda liturgia lo es “en la unidad” bajo el
impulso y acción del Espíritu de modo que sea una “adoración a Dios en Espíritu
y en verdad” (Jn 4, 23-24). Por eso, todo sacramento implica una invocación
especial al Espíritu Santo o bendición (epíclesis),
que expresa su acción transformante, su presencia vivificadora.
3. La liturgia, «obra de la Iglesia»
3.1 ¿De dónde procede la liturgia?
En la mentalidad de no pocas personas sencillas está la creencia
de que la liturgia, tal como la celebramos en la Iglesia, tiene su origen en
Dios mismo. Y esto es cierto en cuanto que el contenido y misterio, el sentido
y la verdad de nuestra liturgia es el mismo Dios, que ha realizado sus planes
de salvación en Cristo, y continúa su acción salvadora en el Espíritu por la
Iglesia. Pero no es cierto, en cuanto que, si exceptuamos aquellos aspectos
claros que al respecto se encuentran en la Escritura, las formas y estructuras litúrgicas, la concreción ritual y los textos
u oraciones son «obra de la Iglesia».
Es decir, la liturgia no nació ya configurada y ordenada en los
evangelios, tal como hoy la tenemos. Más aún, a lo largo de la historia ha
pasado por diversas etapas y evoluciones, según épocas, lugares y culturas. Aun
permaneciendo la misma en su estructura y contenido esencial, ha vivido
diversos procesos de adaptación e inculturación, como queda bien patente en la
reforma litúrgica del Vaticano II. Por eso en la Constitución de liturgia se
afirma: «Porque la liturgia consta de una parte que es inmutable, por ser de
institución divina, y de otras partes sujetas a cambio, que en el decurso del
tiempo pueden y aún deben variar, si es que en ellas se han introducido
elementos que o no responden a la naturaleza íntima de la misma liturgia o han
llegado a ser menos apropiados» (SC 21). El saber distinguir lo que en la
liturgia es esencial y lo que es secundario, es muy importante para mantener
nuestra identidad litúrgica, para valorar los posibles cambios, para no
sacralizar lo secundario, para mantener una actitud de adaptación bajo la guía
de la Iglesia.
3.2 La Iglesia se compromete en la liturgia.
Pero, ¿quién tiene la facultad de «cambiar algo» en la liturgia?
Evidentemente, la autoridad eclesiástica competente, como afirma la misma
Constitución de liturgia: «La reglamentación de la sagrada liturgia es
competencia exclusiva de la autoridad eclesiástica; esta reside en la Sede
apostólica y, en la medida que determine la ley, en el obispo... y dentro de
los límites establecidos, a las asambleas territoriales competentes de obispos
de distintas clases, legítimamente constituidas» (SG 22). Y esto es así, por
varias razones: porque es la autoridad, orientada por los expertos, la que
determina qué es lo esencial inmutable y qué lo más accidental variable; porque
la Iglesia expresa su propia identidad en lo que se dice y hace en la
celebración; porque en ello compromete la expresión de su fe (lex credendi) y la verdad de la oración
(lex orandi); porque de este modo
quiere garantizar la unidad y la comunión entre las diversas iglesias y con la
Iglesia universal. Ahora bien, esto no quiere decir que en la celebración de la
liturgia y los sacramentos no haya posibilidad de elección y de adaptación.
a)
Los orígenes del culto cristiano.
Los orígenes del culto cristiano se encuentran en el culto judío. Este culto se desarrolla en
dos centros: el templo y la sinagoga. El templo, en torno al cual está la clase
sacerdotal, es el lugar del sacrificio y las ofrendas, de la oración tres veces
al día, de la celebración de las fiestas (v.gr. Pascua) y de las
peregrinaciones. La sinagoga es el
lugar de la Ley y la Palabra, de la reunión y la predicación. La familia será
el lugar más común de la celebración del Sabbat (sábado judío).
Jesús es un judío piadoso y orante. Respeta las costumbres y
tradiciones del pueblo judío. Va a la sinagoga y al templo. Celebra las
fiestas, cumple con las peregrinaciones establecias y con el Sabbat. Pero
también se distancia y en ocasiones adopta una actitud crítica ante estas
prácticas y la esclavitud a la Ley que pueden suponer: así expulsa a los
vendedores del templo (Jn 2, 13-22), cura el día del Sábado (Mt 12, 9-14),
rechaza la apariencia en el ayuno, limosna y oración (Mt 6, 1-21), se acerca a
los leprosos (Me 1, 40-45), come con los pecadores (Le 7, 29-32)... Y sobre
todo anuncia un culto nuevo, basado en la sinceridad y el amor (Mt 15, 1-20), y
en el «Espíritu y la verdad» (Jn 4, 19-24).
Al principio, la comunidad
apostólica frecuenta el templo y la sinagoga (Hch 3, Iss; 9, 20-22; 18, 7).
Pero, ya desde el principio, comienza a tener sus propias celebraciones, sobre
todo la del bautismo (Hch 2, 38-40), y la de la eucaristía o fracción del pan
«por las casas» (Hch 2, 41-42). Pronto se instaura la celebración «el primer
día de la semana» o «día del Señor» (Ap 1, 11), y comienza a extenderse la
«ecclesia doméstica» como lugar de reunión y celebración de los cristianos (cf.
Hch 20, 7-12), donde se lee y comenta la Palabra y se celebra la eucaristía
junto con un ágape (1 Cor 11, 2-12.31 y 14, 1-40).
Los siglos II y III son
un momento de continuidad con la liturgia del Nuevo Testamento, y de comienzo
de cierta configuración ritual, como aparece en el catecumenado, la evolución
del rito eucarístico, la penitencia, la pascua anual con su preparación
(triduo), el culto a los mártires, y una cierta ordenación de la liturgia de
las horas (testimonios de la Didajé, Justino, Hipólito de Roma...). Se
preocuparon por marcar las diferencias, tanto con el legalismo judío como con
el ritualismo pagano, desde una creatividad específicamente cristiana.
b)
Etapas de una configuración eclesial.
- La primera etapa de la liturgia cristiana
(siglos IV-VII): se caracterizó por un gran desarrollo y creatividad.
Abarca desde el Edicto de Milán (313), promulgado por el Emperador Constantino,
hasta san Gregorio Magno (590-604). El hecho de gozar de una mayor libertad y
reconocimiento, permitió a la Iglesia una manifestación pública y una
solemnización de su liturgia. El domingo fue declarado festivo. La eucaristía
se enriqueció con cantos, oraciones y ritos. Se organizó el año litúrgico en
sus diversos tiempos. La celebración de los diversos sacramentos se fue
configurando ritualmente (penitencia, matrimonio, ministerios, unción). Se da
una gran creatividad literaria en las diversas iglesias locales, en donde se
combina la unidad y la variedad. Así nacen los primeros «fascículos» o
«libelos» (libelli), que contienen colecciones de formularios para la
celebración, y que luego darán lugar a los llamados «sacramentarios», que eran
como los «rituales» de la época. La liturgia romana comienza a gozar de gran
prestigio entre las iglesias. Por otro lado, el arte cristiano tiene una gran
expansión: se construyen basílicas, la escultura y la pintura cristianas se
promueven, los ornamentos y los objetos de celebración se enriquecen bajo la
influencia del arte romano.
- La segunda etapa de encuentro con el mundo
franco-germánico (siglos VIl-XI): abarca desde el final del pontificado del
papa Gregorio Magno (604) hasta Gregorio VII (1073-1085). Los libros litúrgicos
romanos se extienden por todo el occidente, llevados por los monjes y
peregrinos que acudían a Roma. A esto se une la admiración por la liturgia
romana y el interés de la corte de Aquisgrán, que pretendía una unificación
litúrgica, también como apoyatura a la unificación política de Europa. Debido a
este encuentro de lo romano con lo franco-germánico, y a la tarea desarrollada
por los expertos de Aquisgrán, se produce una fusión de ritos, una elaboración
de textos, que dan lugar a nuevos libros litúrgicos (Gelasianos del siglo VIII,
Ordines, Pontifical romano-germánico), donde se manifiesta más la emoción, el
dramatismo, la interioridad. Por otro lado, se da una evolución sacramental
considerable: desaparece el catecumenado y se generaliza el bautismo de niños;
la penitencia pasa de hacerse más en la publicidad a hacerse más en privado; la
unción de enfermos pasa a ser «extremaunción» al final de la vida; en la
eucaristía se multiplican las «apologías» u oraciones privadas para el
sacerdote. Entretanto se reduce la participación del pueblo, que ya no entiende
la lengua, ni los ritos reservados al clero.
-La tercera etapa de decadencia en la baja Edad Media (siglos
XI-XIV):
Los libros litúrgicos vuelven a Roma. Al proceso de unificación
promovido por Carlomagno, se une ahora la imposición del papa Gregorio Vil (f
1085), que impone la liturgia romana, suprime la liturgia hispánica, y exige
fidelidad a eclesiásticos y políticos. A esto se une una cierta revisión de los
libros litúrgicos al estilo de la Curia romana, de la que nacen el Misal y el
Breviario, que serán adoptados por los franciscanos y los extenderán por toda
Europa. Varios fenómenos marcan esta época: la influencia del monacato; la
extensión de las ordenes mendicantes (franciscanos, dominicos); la
reivindicación laical del ministerio de la predicación. Pero en el campo
litúrgico y sacramental se da muy poca creatividad y avance. Será la teología
de los escolásticos (v.gr. santo Tomás de Aquino, san Buenaventura...) la que
más aporte a la reflexión teológica, aunque desligada de la celebración. En
cuanto a la eucaristía se multiplican las misas privadas, se impone la comunión
bajo una sola especie, crece la devoción al Santísimo (nace la fiesta del
Corpus Christi). Y, mientras crece la devoción privada y el intimismo centrado
en la humanidad de Cristo, se extiende el asociacionismo y la fraternidad por
las Cofradías y Hermandades. En cuanto al arte alcanza un gran esplendor con el
románico y el gótico.
-La cuarta etapa de
conflicto con los Reformadores y de uniformidad litúrgica (siglos XV-XIX): a partir del siglo XV se extiende la «devotio moderna», que pone
el acento en lo individual, lo afectivo e íntimo, la imitación de Cristo, la
contemplación y meditación de sus misterios. Esto, junto con el ritualismo
reinante y ciertos abusos en relación con el culto (sufragios,
indulgencias...), provocó la reacción de la Reforma protestante, que sólo
reconocía dos sacramentos (bautismo y eucaristía), rechazaba la misa privada y
su carácter sacrificial, los sufragios e indulgencias... De este modo, la
liturgia quedaba reducida a la Palabra y los sacramentos a «acontecimientos de
la Palabra». Como reacción, el concilio de Trento defiende lo que los
protestantes negaban, manda revisar los libros litúrgicos, se propone evitar
los abusos existentes dentro de la misma Iglesia, insiste en la necesidad de
catequesis. Fruto de ello fue la publicación del Misal (Pío V 1570), del
Pontifical Romano (Clemente VIII, 1600), y del Ritual romano (Paulo V 1614).
Ciertamente, Trento logró la uniformidad y unidad litúrgicas, pero descuidó la
necesaria variedad, adaptación, inculturación. En cambio, en el arte se vivió
un momento de exaltación y creatividad con el barroco.
- La quinta etapa es la que comprende el
«movimiento litúrgico» hasta el Vaticano II (siglos XIX-XX). Es un momento
de gran renovación litúrgica, promovida por el mismo cambio social
participativo, por la renovación en otros sectores de la Iglesia (bíblico,
patrístico, eclesiológico, teológico...), por las investigaciones e impulso
dado en diversos monasterios de Europa (Solesmes, María Lach, Mont Cesar, Silos...),
por la acogida de los documentos de los papas Pío X, Pío XII (Mediator Deí), y en fin por la
multiplicación de estudios al respecto. Se insiste en la liturgia como culto
público del Cuerpo total de Cristo, cabeza y miembros; en la espiritualidad y pastoral
litúrgicas; en la necesaria participación del pueblo. De este modo, el ambiente
estaba preparado para la reforma litúrgica del Vaticano II (1962-1965), cuyo
documento principal es la Constitución de liturgia (Sacrosanctum Concilium, promulgada el 4.12.1963). Este es el
referente principal de renovación y acción litúrgica para nosotros hoy. En él
encontramos los centros de sentido de la liturgia y los sacramentos; los
«grandes principios» para la renovación y aplicación; los exigitivos de
formación y participación verdaderas... Después del Concilio vino la tarea de
ejecutar y llevar a cumplimiento sus propuestas. Es lo que realizó el llamado
«Consejo» (Consilium) para la aplicación de la liturgia, a través de diversas
comisiones, que dieron como resultado la publicación de los diversos libros
litúrgicos actuales (Rituales, Liturgia de las Horas, Calendario,
Pontifical...). Todo esto completado con otros documentos posteriores con
importantes aportaciones en relación con la liturgia y los sacramentos: sobre
la eucaristía, la penitencia, el matrimonio, otras celebraciones...
c)
Aplicación a la celebración y la vida.
a- Unidad
y diversidad litúrgicas
La liturgia y los sacramentos celebran no muchos misterios, sino
un único misterio, una única salvación y amor de Dios, por Cristo y en el
Espíritu, desde la misma fe y comunión eclesial. Es este único misterio el que
constituye y garantiza la unidad de cualquier verdadera celebración litúrgica
de la Iglesia.
Pero la unidad en el mismo misterio no se opone a la diversidad.
Ahora bien, junto a este principio de unidad hay que recordar el exigitivo de
diversidad. Pues la liturgia es una realidad viva y dinámica, que se celebra
por hombres concretos, en épocas, culturas y situaciones diferentes. Esta
simple constatación nos dice que, dada la variedad y riqueza que existe entre
los hombres en los distintos pueblos, culturas y épocas, también las formas de
expresión y celebración litúrgica tendrán que ser diferentes. Y, en efecto, así
ha sido desde el principio de la Iglesia. Ya en la época apostólica pueden
distinguirse distintas tradiciones: la más judeocristiana, la más helenista.
Después, con el extenderse de la Iglesia a todos los pueblos, estas tradiciones
se multiplicarían, dando lugar a una riqueza ritual. «Las diversas tradiciones
litúrgicas nacieron por razón misma de la misión de la Iglesia. Las iglesias de
una misma área geográfica y cultural llegaron a celebrar el misterio de Cristo
a través de expresiones particulares, culturalmente tipificadas: en la
tradición del 'depósito de la fe' (2 Tim 1, 14), en el simbolismo litúrgico, en
la organización de la comunión fraterna» (Catecismo
de la Iglesia católica, 1202). Así, hoy existe una variedad de tradiciones
litúrgicas de rito latino, además del rito romano, como son el rito ambrosiano,
el rito hispánico; y otras orientales, como las de rito bizantino, copto,
siríaco, armenio, maronita, caldeo. La Iglesia, lejos de oponerse a esta
variedad, desea que tales ritos «en el futuro se conserven y fomenten por todos
los medios» (SC 4; Catecismo de la
Iglesia católica, 1203).
b- Liturgia y culturas
La variedad de tradiciones litúrgicas, unida al cumplimiento de la
misión de predicar el evangelio a todas las gentes, al respeto debido a las
distintas culturas, a la necesidad de «encarnación» en palabras y signos que
sean elocuentes y accesibles a aquellos a quienes se dirigen... nos está
hablando de que la liturgia también debe «encarnarse» en cada cultura, sin
perder su propia identidad cristiana y eclesial, es decir, manteniendo aquello
que en ella hay de permanente e inmutable (SC 21). El principio lo ha formulado
de forma muy precisa el nuevo Catecismo: «Por tanto, la celebración de la
liturgia debe corresponder al genio y a la cultura de los diferentes pueblos (cf.
SC 37-40). Para que el misterio de Cristo sea 'dado a conocer a todos los
gentiles por obediencia de la fe' (Rom 16, 26), debe ser anunciado, celebrado y
vivido en todas las culturas, de modo que estas no son abolidas, sino
rescatadas y realizadas por él (cf. CT 53).
El problema puede residir, no en formular el principio, sino en
aplicarlo a los diversos lugares, pueblos o culturas; en discernir con
verdadero criterio aquello que se puede o no adaptar o inculturar. La Iglesia
nos recuerda los aspectos o elementos más adecuados para la inculturación, como
son el «lenguaje, la música y el canto, los gestos y actitudes del celebrante,
de la asamblea, la expresión artística de los diversos lugares litúrgicos
(sede, ambón, baptisterio...), los ritos de la piedad popular y las prácticas
de devoción, algunos ritos complementarios en la celebración de los
sacramentos... En todo caso, hay que evitar todo aquello que suponga un cierto
sincretismo religioso, magia, superstición, espiritismo, y que se oponga a la verdadera
naturaleza de la liturgia.
c- Creatividad y liturgia.
Los documentos litúrgicos del Vaticano II hablan con cierta
frecuencia de «adaptación», y menos de «creatividad». Bien entendido, no son
realidades opuestas sino complementarias. La verdadera adaptación implica una
cierta creatividad; y la auténtica creatividad supone la capacidad de
adaptación. Por «adaptación» se entiende la capacidad
de tener en cuenta los diversos tipos de comunidad, aplicando las formas o
ritos más adaptados a la situación, según lo previsto por la ordenación
litúrgica oficial de la Iglesia (v.gr. diversos formas de hacer el «rito
penitencial» de la misa; elección del rito del «efetá» o no en el bautismo;
elección de una u otra forma de celebración penitencial etc.).
Por «creatividad» se entiende la capacidad de proponer, donde lo exige la necesidad pastoral y lo
permite la Iglesia, nuevos textos y palabras, nuevos signos o ritos, de
manera que ayude y posibilite una mayor y mejor expresión del misterio, y
participación de la asamblea (v.gr. en las moniciones presidenciales; en las
ofrendas de la misa; en los símbolos del adviento y la Navidad; en algunos
ritos de Semana santa etc.).
La creatividad no es «invento», ni «cambio arbitrario», ni
marginación de lo oficial o establecido. Es y supone conocimiento de las
posibilidades y preparación, capacidad de sintonía con la asamblea celebrante,
sensibilidad y preocupación porque se de una comunicación y diálogo de fe
verdaderos, atención esmerada a las situaciones de edad, tiempo y situación de
los participantes. Hay una creatividad externa, que se manifiesta en la
elección de uno u otro elemento externo (palabra o signo). Pero más importante
es la creatividad interna, que se manifiesta en el talante litúrgico del
celebrante, en el tono y el estilo de celebrar, en la armonía y estética, en la
capacidad de vivir y sentir, haciendo vivir y sentir a los demás la grandeza
del misterio que celebramos.
4. La liturgia, «obra de la asamblea
celebrante»
4.1 La asamblea «imagen»
de la Iglesia.
Con
frecuencia hemos pensado que la liturgia y los sacramentos son asunto del
sacerdote, del sujeto que los recibe, o más lejanamente de la asamblea que
celebra. Nos ha faltado asimilar y vivir la dimensión eclesial y comunitaria de
la liturgia y los sacramentos. Sin embargo, tenemos que afirmar que los
sacramentos son de la Iglesia, por la Iglesia y para la Iglesia. Esto significa
que la Iglesia es al mismo tiempo
«sujeto» de la celebración, mediación de la celebración, y objeto de la
celebración. La asamblea eucarística «representa», no a un grupo o
colectividad de un lugar concreto, sino a la Iglesia universal. Por eso, se
debe evitar en lo posible la «misa privada», así como superar el individualismo
celebrativo o participativo. La
comunitariedad deriva directamente de la eclesialidad. Y, si esto es así,
surge inevitable la cuestión sobre las formas como se expresa o debe expresarse
esta dimensión eclesial, la cuestión sobre la importancia que damos a los
diversos servicios y ministerios litúrgicos. En ello está implicado no sólo un
estilo de celebrar, sino la misma imagen de la Iglesia. Pues se puede afirmar:
«dime cómo celebras, y te diré cómo crees y haces Iglesia».
4.2 La liturgia «obra de
la asamblea celebrante»
La liturgia y los sacramentos existen sobre todo en cuanto son celebrados en y por una
asamblea. ¿Qué queremos decir con esto? Es evidente que la fuente y el
sentido de la liturgia y los sacramentos es Dios
mismo: son «obra de la Trinidad». También es claro que es la Iglesia la que ha
configurado las formas concretas de celebración a lo largo de la historia. Y
no menos claro es que la misma celebración, en cuanto acto externo, es obra
conjunta del ministro que preside o sacerdote, del sujeto o sujetos que
reciben un sacramento, y en definitiva, de la asamblea entera, llamada a participar,
a co-hacer o de alguna manera a concelebrar. Aunque debemos distinguir en esta
acción diversos servicios o ministerios, cada uno de los cuales intervendrá
según la función que le corresponde por vocación, carisma, consagración. Sin
embargo, siempre es cierto que nadie es «dueño» ni de la celebración ni de los
sacramentos. Pues, siendo un don «ofrecido» por Dios, y «mediado» por la
Iglesia, son también una acción común, o con otras palabras, el «bien común»
más hermoso que tenemos los cristianos. Y de este bien común nadie es excluido
o marginado. Todos somos invitados, todos tomamos parte, de todos depende que
la celebración sea de verdad acción participada, fiesta gozosa.
a)
Los sacramentos, sobre
todo la eucaristía, manifiestan la naturaleza de la Iglesia.
El Vaticano recoge algunos principios fundamentales en la relación
eucaristía-Iglesia. La eucaristía es la manifestación privilegiada de la
naturaleza de la Iglesia; (SC 2). ¿Cómo se explica esta afirmación? En
primer lugar, porque aunque la liturgia no agota la acción de la Iglesia, sí es
su «culmen y su fuente» (SC 10). En segundo lugar porque expresa la vida de los
fieles y porque es acción de Cristo y de la Iglesia (Christus totus). Más
aún, la liturgia, los sacramentos, y en especial la eucaristía son expresión
de un pueblo participante: la participación y la acción común del pueblo de
Dios en la liturgia son el concepto catalizador de una concepción de Iglesia
toda ella sujeto, mediación y objeto de la acción litúrgica, según la
diversidad de oficios y ministerios, como pueblo «jerárquicamente constituido».
Por eso afirma la Constitución de liturgia: «Las acciones litúrgicas no son
acciones privadas, sino celebraciones de la Iglesia, que es 'sacramento de
unidad', pueblo santo y congregado y ordenado bajo la dirección de los obispos.
Por eso, pertenecen a todo el cuerpo de la Iglesia, lo manifiestan y lo
implican; pero cada uno de los miembros de este cuerpo recibe un influjo diverso
según la diversidad de órdenes, funciones y participación actual» (SC 26). De
ahí que se exija el que «en las celebraciones litúrgicas, cada cual, ministro
o simple fiel, al desempeñar su oficio, hará todo y sólo aquello que le
corresponde por la naturaleza de la acción y las normas litúrgicas» (SC 28).
b)
La asamblea
eucarística «es» Iglesia.
La asamblea eucarística es la Iglesia en un lugar concreto. A la
eucaristía se le llama «asamblea eucarística (synaxis), porque la eucaristía es celebrada en la asamblea de los
fieles, expresión visible de la Iglesia».
Por tanto, la asamblea eucarística es manifestación espacio-temporal
privilegiada de la Iglesia. Es epifanía de la naturaleza íntima y de la
estructura de la Iglesia (SC 2). Ni la Iglesia existe sin asamblea, ni la
asamblea existe sin Iglesia.
c)
Participación y
ministerios litúrgicos.
La asamblea debe ser manifestación de la Iglesia a través de la
participación y del ejercicio de los ministerios que expresen la misma
estructura ministerial de la Iglesia, es decir, la estructura de un ministerio
de la Palabra, de un ministerio cultual, de un ministerio de la caridad. No
hay verdadera y plena celebración sin la participación, porque el sujeto es la
Iglesia en la asamblea total; porque la celebración implica a la comunidad
entera y reclama su respuesta; porque es en la participación donde aparece la
naturaleza verdadera de la Iglesia.
Y esta
participación, además de cumplir las notas que la caracterizan en toda la
asamblea: interna y externa, de cuerpo y alma, activa y consciente... también
debe realizarse a través del ejercicio de los diversos servicios y ministerios
litúrgicos, sobre todo en el orden de la Palabra, del culto y de la caridad.
En la medida en que en la misma eucaristía se ejercen estos tres
ministerios, en esa medida la Iglesia se manifiesta en su naturaleza y en su
misión (triple «munus»; profético, sacerdotal, real) (IGMR 58). Al que preside
le pertenece representar y animar estos ministerios. A los fieles les
corresponde también desempeñarlos a su nivel: el ministerio de la Palabra será
ejerciendo la función de lector, «profeta» o testigo, monitor o, en su caso,
predicador; el ministerio del culto, ofreciendo y ofreciéndose, y
alabando a Dios con el canto (organista, cantor, salmista, director del
canto); y el ministerio de la caridad, sirviendo al altar de acólitos,
responsabilizándose de la colecta y comunicación de bienes, ejerciendo el
ministerio extraordinario de la comunión.
d) La estructura ministerial de la asamblea celebrante.
Teniendo esto en cuenta
creemos pueden distinguirse:
- Servicios y
ministerios en el orden de la Palabra: que serían todos los que ejercen una
función relacionada con la introducción, proclamación, explicación o aplicación
de la Palabra: así el lector, el monitor, el profeta rectamente entendido.
- Servicios y
ministerios en el orden del «culto» (= canto): serían los que tienen
relación con el canto, bien sea en su preparación, acompañamiento o ejecución:
así el organista, el director del coro o del canto de la asamblea, el salmista
o cantor.
- Servicios
o ministerios en el orden de la caridad: serían todos aquellos que guardan
relación con el servicio a los hermanos en el contexto de la celebración y en
torno a las ofrendas: así el acólito, el ministro extraordinario de la
comunión, el responsable de la colecta o de la comunicación de bienes.
d)
El ministerio del animador litúrgico.
En la
liturgia, como en la vida de la Iglesia, no todo el que desempeña un «servicio»
tiene por qué recibir un «ministerio». Todo
ministerio es un servicio, pero no todo servicio es un ministerio. El
ministerio supone asumir un servicio importante para la comunidad, de forma
permanente y estable en un más o un menos, por un mandato de la Iglesia, que
suele expresarse por un signo público, que lo compromete y lo hace reconocible
ante la comunidad cristiana. Supuesto esto, pensamos que en una comunidad los
laicos que desempeñan servicios litúrgicos pueden ser muchos, en cambio los
que desempeñan un verdadero ministerio litúrgico tendrán que ser pocos.
La Ministerio Quaedam habla
del ministerio del lector y del acólito, lo cual debe considerarse y valorarse.
Pero creemos que, sobre todo en nuestro contexto hispano, podría tener mayor
acogida y sentido para el pueblo, el potenciar y perfilar la figura del «animador
litúrgico», en lugar de la del «acólito», aunque en continuidad con ella.
¿Cuáles serían en concreto estas funciones:
- la animación y coordinación de los diversos servidos-ministerios que desempeñan los fieles en la celebración litúrgica, siendo el principal responsable laico del equipo litúrgico.
- la realización de aquellas funciones que la Iglesia atribuye al acólito: servir al altar y asistir al sacerdote, distribuir la sagrada comunión, exponer el Santísimo, instruir a otras personas que pueden servir al altar.
- dirigir, sobre todo en caso de falta o ausencia del sacerdote, la reunión de la asamblea del domingo, la celebración de la Palabra, una celebración común de la penitencia, las exequias... y otros tipos de celebración, excepto la eucaristía y la reconciliación sacramental.
- elegir y ofrecer (juntamente con el sacerdote) materiales de formación y de utilización para las celebraciones, revisar y corregir lo que se ha preparado, buscar la unidad y coordinación entre todos los que ejercen un servicio-ministerio con el presbítero.
e)
El «equipo
litúrgico», su estructura y sus funciones.
El «equipo
litúrgico» es el grupo de personas que ejercen los diversos servicios y
ministerios en la celebración litúrgica y que periódicamente o cada semana se
reúnen, no sólo para preparar coordinadamente la celebración y realizar
dignamente sus diversas funciones, sino también para compartir su fe, alimentar
su vida desde la acción y el espíritu litúrgico y así ayudarse a dar un
testimonio verdaderamente cristiano. El equipo litúrgico se define por su
unidad y su pluralidad. Teniendo como objetivo común la celebración ideal y la
participación plena de toda la asamblea, cada uno de sus miembros sirve a este
objetivo realizando diversas funciones, según su capacidad y su carisma: unos
como lectores, otros como acólitos, monitores... o como presidente.
El equipo
litúrgico tiene una estructura peculiar, dada la diversidad de
servicios y ministerios que desempeñan sus miembros. Podemos distinguir como
tres estratos:
- Existen, en primer lugar,
diversos servicios que pueden desempeñar los fieles y deben ser suficientes
para el número de celebraciones de cada comunidad: monitor, responsable de
la colecta, encargado de la acogida, organista, director de coro, cantor o
salmista, «profeta» o intérprete de la Palabra.
- Además existen tres ministerios
laicales instituidos por la Iglesia, que es preciso respetar y poner en
servicio cuando la situación lo requiere: el lector, el acólito y el ministro
extraordinario de la comunión.
- Finalmente, creemos que
debería existir el ministerio litúrgico laical instituido del animador
litúrgico, como ministerio mayor y más realizable en la mayoría de los
casos, que cumpliría las funciones que en otro lugar le asignábamos. De
cualquier forma, sería este ministro el que estaría encargado y animaría a la
diversidad de personas que ejercen los distintos servicios señalados de
monitor, responsable de la colecta, cantor...
- Igualmente, habría que situar en este estrato
al presbítero que, si debe presidir la asamblea, no puede estar ajeno a
la formación y preparación del equipo litúrgico. Entre el animador litúrgico y
el presbítero debe existir una relación y conexión permanente, ya que es en
definitiva el presbítero quien impulsa y anima, corrige y preside, coordina y
conduce a la unidad los diversos servicios y ministerios que se dan en los
distintos grupos de la comunidad cristiana.
En cuanto a las
funciones que en conjunto se pueden atribuir al equipo litúrgico, pueden
distinguirse:
- Formación litúrgica: difícilmente se podrán ejercer con dignidad los servicios y ministerios, si no existe esta formación. Una formación que debe llevar a saber y a vivir.
- Maduración y crecimiento en la fe: el equipo litúrgico sólo llega a ser y permanecer cuando deviene verdadero «grupo de fe», es decir, cuando se crean unos vínculos no sólo de función, sino también de amor y comunión, de acogida y pertenencia, de relación interpersonal y de compromiso cristiano compartido.
- Preparación de la celebración: al equipo litúrgico le corresponde estudiar y dialogar sobre la liturgia del día, a partir sobre todo de las lecturas y según las características de la fiesta, así como preparar y ordenar la misma puesta en escena de la celebración.
- Ejecución armónica de servicios y ministerios: es el momento de la actuación del equipo litúrgico por parte de algunos de sus miembros. Dos cosas deben tenerse siempre en cuenta en estos momentos: la ejecución armónica, atendiendo al conjunto, a las otras intervenciones, a los otros momentos de la celebración; y el servicio humilde a la asamblea reunida, sabiendo que lo importante no es la «figura personal», sino el bien común.
- Revisión permanente: el equipo litúrgico tiene que hacer revisiones para mejorar permanentemente. Cada celebración tiene su limitación, su peculiaridad. En concreto, hay que revisar cuál ha sido el ambiente y participación de la asamblea; cómo se han desempeñado todos y cada uno de los servicios y ministerios, desde el de la presidencia hasta el de la acogida; cuál ha sido el efecto de los diversos medios (palabras o gestos) que se han puesto en escena...
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