lunes, 27 de julio de 2015

5. LA CELEBRACIÓN DE LA EUCARISTÍA



TEMA 5: LA CELEBRACIÓN DE LA EUCARISTÍA






La eucaristía es la mesa del cuerpo y sangre del Señor, cuya partici­pación constituye para el cristiano bautizado el término de la "iniciación". La eucaristía es fuente y ápice de la vida y del culto de la Iglesia: en el misterio eucarístico se realiza el culto debido a Dios; la Iglesia se manifiesta en la plenitud de su esencia presente y escatológica; de ella toma impulso y en ella halla fuerza y cumplimiento la misión evangelizadora.



1. De la "cena del Señor" a la misa



El punto de partida es naturalmente el dato bíblico. Los relatos de la institución eucarística, que manifiestan un claro origen litúrgico, atestiguan ya una cierta evolución de la misma celebración. Una primera fase corresponde a los relatos más arcaicos de Pablo (1 Co 11,23-25) y de Lucas (22,15-20), que podemos considerar que se remontan al cuarto decenio después de Cristo. En esta primera fase la consagración del pan y la consagración del cáliz aparecen separadas por la cena. Probablemente este primer esquema de la celebración eucarística es el que ha conservado más fielmente las huellas de la cena (pascual) judía en cuyo ámbito tuvo lugar la institución. En una segunda fase la cena desaparece o, mejor aún, cambia de lugar; por tanto, la bendición del cáliz sigue inmediatamente a la bendición del pan. Los relatos de Marcos (14,22-24) y de Mateo (26,26-28) serían el testimonio de esta segunda etapa.                                                                      



Entre ambas tradiciones hay otras diferencias pero no son sustancia- les. Ambas tienen como base pensamientos sobre la muerte expiatoria del siervo de Dios derivados de los respectivos cantos de Isaías (cf. en particu- lar Is 53), y sustancialmente la expresión de Lucas -que el nuevo pacto se realiza "en mi sangre", es decir, mediante la inmolación de Jesús- equivale a la afirmación de Marcos, en que la muerte de Jesús aparece como muerte sacrificial y sello del pacto.



En todos los relatos de la institución podemos detectar los elementos que han determinado la estructura de la segunda parte de la misa: presentación de los dones, plegaria eucarística, fracción del pan, comunión. Pero el actual esquema celebrativo de la eucaristía contiene una primera parte dedicada a la escucha de la palabra de Dios. Hasta san Justino, hacia mediados del siglo II, no ha llegado a nosotros ninguna información precisa que atestigüe la  existencia de una celebración de la palabra unida a la eucaristía. Sin embargo, tenemos algunos testimonios que pueden iluminar esta praxis.

El episodio de Emaús, referido sólo por Lucas (24,13-35), subraya el el  vínculo entre palabra y eucaristía: "Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron" (Le 24,30-31). El reconocimiento de la presencia de Cristo se corresponde con otro elemento que lo ha introducido y pre­parado, cuando Jesús iba de camino con sus compañeros: "Y comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas, les explicó lo que se refería a él en toda la Escritura" (Le 24,27).



En el libro de los Hechos tenemos dos textos que pueden interpretarse de manera semejante: "Eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones" (Hch 2,42). La "enseñanza de los apóstoles" (Didaché) designa la instrucción o profundización que sigue a la adhesión de fe inicial sellada por el bautismo.



2. Palabra y sacrificio



En el culto cristiano palabra y sacramento, aun siendo dos modos diversos de expresión, se completan mutuamente y constituyen una única acción simbólico-sacramental en la que se hace presente y participada la obra de salvación realizada en Cristo por Dios. Ello es verdad sobre todo en la eucaristía, en la que Cristo, pan de vida bajado del cielo, se da a los hombres como alimento espiritual y como nutrición sacramental en la doble mesa de la palabra y del sacrificio (cf. DV 21; PO 4), de modo que la liturgia de la palabra y la liturgia eucarística constituyen un único acto de culto (cf. SC 56; IGMR 8). No puede haber celebración sin proclamación de la palabra de Dios, destinada a suscitar la fe y a motivar la oración y el gesto ritual del sacramento. El sacramento es, como dice san Agustín, "palabra hecha visible"(Comentario al evangelio de san Juan 80,3), en un signo o rito simbólico, el cual adquiere fuerza santificadora precisamente porque es portador de la palabra.


 

2.1 Palabra y sacrificio en el Antiguo Testamento



En el Antiguo Testamento hay una íntima relación entre palabra de Dios y rito sacrificial. Bastará recordar las tres grandes asambleas que caracterizan tres momentos decisivos de la historia del pueblo de Dios: la conclusión de la alianza al pie del monte Sinaí (Ex 24,3-8), la renovación de la alianza celebrada por Josías (2R 23,1-23) y la reanudación de la vida nacional y religiosa después del exilio de Babilonia (Ne 8-9).



En la asamblea del pueblo de Dios al pie del monte Sinaí, el sacrificio de comunión comporta la lectura del libro de la alianza. Sólo después de que el pueblo ha prometido obediencia a la palabra, Moisés toma la sangre del animal sacrificado y asperge al pueblo diciendo: "Ésta es la sangre de la alianza que hace el Señor con vosotros, sobre todos estos mandatos" (Ex 24,8). Sin la proclamación de las palabras o mandatos, el pacto ratificado con la sangre no tendría pleno sentido.



En tiempos del rey Josías, la reforma religiosa empieza con el descu­brimiento del libro de la ley, la purificación del templo con el apartamiento del mismo de todos los objetos de culto idolátrico y la destitución de los sacerdotes adscritos a dicho culto. Momento culminante de la reforma es la lectura solemne de la ley en presencia del pueblo reunido en asamblea y la consiguiente celebración del sacrificio pascual. El rey ordenó a todo el pueblo: "Celebrad la Pascua en honor del Señor, vuestro Dios, como esta prescrito en este libro de la alianza" (2R 23,21). También aquí la relación palabra-sacramento es evidente.



La tercera gran asamblea en la historia de Israel la celebran los primeros judíos vueltos a Jerusalén después del exilio de Babilonia. Todo el pueblo reunido en la plaza escucha la lectura del libro de la ley. Es una lectura continua, que se alarga durante todo un día, leyendo perícopa a perícopa y traduciendo las palabras hebreas al pueblo que sólo conoce arameo. Siguen después la explicación y el comentario a cargo de Esdras y de los levitas. En este caso, a la lectura no le sigue el sacrificio porque el templo está destruido. Pero la respuesta a la palabra de Dios proclamada se manifiesta en el sacrificio interior de expiación y de la alabanza que se concreta en el ayuno, en la confesión de los pecados y en la larga plegaria de bendición (cf. Ne 8-9). Por otra parte, el pueblo se compromete a restablecer el culto del templo, una vez reconstruido: "No descuidaremos el templo de nuestro Dios" (Ne 10,40).



Precisamente en torno al culto de la Tora se constituyó el judaísmo al retorno del exilio. El lugar de este culto fue la sinagoga. Las celebraciones

en la sinagoga no sustituían el culto del templo; más bien lo integraban, de modo que con el tiempo las oraciones de la sinagoga fueron consideradas por muchos como el equivalente espiritual de los sacrificios del templo. De este modo preparaban la época en que en el templo no habría sido posible ofrecer sacrificios. La asamblea sabática sinagogal se abre con un conjunto de oraciones y con la proclamación del shema, que resume la ley: "Escucha, Israel..." (Dt 6,4-9). Culmina en la lectura de la ley y, luego, de un pasaje de los profetas, con el comentario de uno de los presentes. Se cantan entonces unos salmos, y a cada versículo proclamado por el lector el pueblo responde "aleluya". Sigue una larga plegaria de bendición y de intercesión, con 18 intenciones, llamada shemoneh esreh, que más tarde se coloca después del shema. Se concluye con la bendición según la fórmula de Aarón (cf. Nm 6,24-26). En la celebración sinagogal podemos reconocer las líneas esenciales de la estructura de nuestra liturgia de la palabra.



2.2 Palabra y sacrificio en Jesucristo



La proclamación sacrificial de la palabra alcanza su plena realización en la persona de Cristo: "Es necesario que el mundo comprenda que yo amo al Padre, y que lo que el Padre me manda, yo lo hago. ¡Levantaos, vámonos de aquí!" (Jn 14,31). Con este estado de ánimo Jesús se dirige hacia Getsemaní, hacia su "hora". En el sacrificio de la cruz proclamará ante el mundo el amor del Padre. Cristo, palabra encarnada, es en su vida respuesta viva a la palabra de Dios hasta el supremo sacrificio de su existencia terrena (cf. Jn 8,28-29)[1].



La íntima relación entre palabra y sacrificio es especialmente clara en la última cena. Mientras Jesús explica su sacrificio como obediencia a la palabra del Padre, prepara a sus discípulos para el banquete eucarístico con enseñanzas que exigen actitudes sacrificiales: ellos, siguiendo el ejemplo de su Maestro, tienen que servir (cf. Jn 13,12-17); tienen que observar sus man­damientos con amor y fidelidad, para poder permanecer en la intimidad del mismo Cristo y del Padre (cf. Jn 14,15-24); si permanecen en él, renunciando a sí mismos, darán fruto (cf. Jn 15,1-17); tienen que estar dispuestos a sufrir el odio y la persecución del mundo a causa de su nombre (cf. Jn 15,18-25); tienen que aceptar la tristeza de la separación para poder después gozar de su presencia gloriosa (cf. Jn 16,16-23); han recibido la palabra y en ella tienen que ser consagrados (= sacrificados) (cf. Jn 17,14-19).



2.3 Palabra y sacrificio en la misa



Según la enseñanza clásica de santo Tomás de Aquino, (Cf. Summa theol., III q.73 a. 1 ad 3um.) el sacrificio de la misa se realiza (perficitur) sustancialmente en la consagración de la materia. Por otra parte, la consagración se realiza por medio de las palabras de Cristo en la última cena. El sacerdote que consagra actualiza las palabras materialiter, es decir, historice, y al mismo tiempo las pronuncia formaliter, es decir, significative: para que las palabras realicen lo que significan, actuando in persona Christi, es decir, tomando activa y deliberadamente el lugar de Cristo. Recordemos que la Sacrosanctum Concílium habla de una presencia dinámica, instrumental y pasajera, pero efectiva, de Cristo "en la persona del ministro" (n° 7).

De algún modo, la consagración eucarística proclama todo el miste­rio pascual, toda la economía de la salvación sintetizada en un solo acto, en un solo signo. De todas formas, el precepto de Cristo, "Haced esto en conmemoración mía", no puede ser plenamente cumplido sin una cierta explicitación o desarrollo. Dicho desarrollo se halla ante todo a lo largo de las celebraciones del año litúrgico y, más concretamente, en el propio de la misa de cada día: las lecturas bíblicas, sobre todo, "recuerdan" el acontec­imiento salvífico; no son una simple lectura de textos o un simple expediente pedagógico para preparar la asamblea a la participación sacramental de la eucaristía. Las lecturas están en íntima relación con la acción sacramental, participan de la plenitud de realidad (de presencia real del misterio) que es propia del misterio eucarístico. Por tanto, el hodie de la liturgia de la palabra halla su plenitud de contenido en el misterio de Cristo sacramentalmente presente en la eucaristía.

Además, la colocación de las lecturas entre salmos y oraciones subraya todavía más el valor activo y cultual de la proclamación de la palabra.

        

2.4 Eficacia de la palabra proclamada







El hombre moderno tiene una valoración más bien negativa de la "pa­labra" en contraposición con los "hechos". Esto hace difícil comprender la función e importancia que la palabra tiene en la Biblia. Por tanto, hay que recuperar una concepción vital y dinámica de la palabra (de Dios), que es la propia de la Escritura. En el hebreo del Antiguo Testamento, el término técnico por excelencia con el que se designa la palabra, dabar, es muy diverso del logos griego. Mientras que el logos es ante todo la palabra como indicación, es decir, portadora y mediadora de un significado (elemento noético de la palabra), el dabar debe considerarse, en todo el antiguo Oriente, como una potencia dinámica en dichos mágicos e imprecatorios, en bendiciones y maldiciones, entendida como una palabra que salva o destruye, que penetra en quien es alcanzado por ella como una sustancia sustitutiva, que actúa desde el interior.



En Israel, la palabra, purificada de toda idea mágica o emanativa, es vista como palabra de Dios que plasma la historia con su consolación, sus exigencias y sus promesas. La expresión dabar Yahvé significa tanto la acción como el mandato de Dios. La palabra de Dios es como un mensajero que cumple puntualmente su misión: "No volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo" (Is 55,11). Dabar podría traducirse en muchos casos como "acontecimiento": "Porque él lo dijo y existió, él lo mandó, y surgió" (Sal 33(32), 9). La palabra de Dios está en el origen de la creación (cf. Gn 1), de la vida humana (cf. Gn 1,26) y del mandamiento de la vida (cf. Dt 8,3; Sb 16,26). El Nuevo Testamento hereda del Antiguo una concepción similar de la palabra de Dios, que "es viva y eficaz" (Hb 4,12), y actúa sobre todo en los creyentes (cf. ITs 2,13). Podemos concluir diciendo que la concepción activa y concreta de la palabra como acontecimiento es propia del espíritu semítico y que la concepción griega y helenística de un logos puramente representativo constituye un progreso de análisis filosófico, pero que corre el riesgo de perder la fuerza inherente del hebreo dabar.



La liturgia de la palabra evoca la historia sagrada con gran realismo, de modo que el misterio del que se hace memoria se vuelve a proponer para que la asamblea lo acoja y lo viva en la fe. La participación en la liturgia de la palabra se convierte así en abierta y solemne profesión de fe de la comu­nidad cultual. Esta actitud de fe prepara el momento de la anamnesis en que la asamblea reconoce en el signo de la cena del Señor la presencia del memorial vivo y operante de la Pascua de Jesús.



La liturgia de la palabra no puede reducirse a función didáctica, aunque tenga la misión de desempeñarla. Es auténtica celebración, en la que está ya presente el don de Dios que salva y el creyente es llamado a abrirse a la relación que luego se manifiesta y se realiza por el sacramento.



2.5 Visión unitaria de la misa



Es muy importante mantener una visión unitaria de la misa, que sepa captar la íntima unidad del misterio que en la misma se celebra. Un método válido puede ser el de poner en relación los diversos aspectos de la liturgia eucarística con la palabra de Dios. A modo de ejemplo, ilustramos sumariamente los aspectos de banquete y de acción de gracias.



Las dos mesas



La Sacrosanctum Concilium habla de la "mesa de la palabra de Dios" (n° 51) que debe ser preparada a los fieles con mayor abundancia. El  pan de la palabra es un tema bíblico que ilumina la comprensión del misterio eucarístico: "Mirad que llegan días -oráculo del Señor- en que enviaré hambre al país: no hambre de pan ni sed de agua, sino de oír la palabra del Señor" (Am 8,11). Anunciando el hambre de la palabra de Dios, el profeta Amos compara el pan con la palabra (cf. Dt 8,3 a propósito del maná). Luego, en la evocación del banquete mesiánico, profetas y sabios hablan del pan que designa la palabra viva de Dios (cf. Is 55,l ss), la sabiduría divina en persona: "Venid a comer mi pan y a beber el vino que he mezclado; dejad la inexperiencia y viviréis, seguid el camino de la prudencia" (Pr 9,5-6). Tam­bién para Jesús el pan evoca la palabra divina de la que se tiene que vivir cada día (cf. Mt 4,4). En el discurso eucarístico en la sinagoga de Cafarnaúm, Jesús se presenta ante todo como la palabra a la que hay que creer (cf. Jn 6,35-47). Ya que esta palabra encarnada (el Verbo hecho carne) se ofrece en sacrificio, la adhesión de fe comportará necesariamente la comunión con este sacrificio en el rito eucarístico (cf. Jn 6,49-58).



Las imágenes bíblicas del banquete de la Sabiduría y del pan de la palabra de Dios pueden ilustrar el significado de la primera parte de la misa en relación con la liturgia eucarística. En un banquete familiar y fes­tivo, los comensales no se limitan a comer, sino que hablan, intercambian opiniones, etc. Terminado el banquete, quedan satisfechos no sólo porque han comido, sino también porque se han relajado en la conversación y en la relación con los demás.

Concebida la misa como banquete -de la palabra y del pan-, queda más clara la unidad de toda la celebración y, por tanto, la exigencia de una participación en ambas partes de la misma.



2.6 De la proclamación de la palabra a la acción de gracias.



De suyo "eucaristía" significa: reconocimiento, gratitud, y de ahí acción de gracias. En relación con Dios la acción de gracias adopta ordinariamente la forma de una oración (cf. Sb 16,28; ITs 5,17s; 2Co 1,11; Col 3,17; etc.). Se vincula entonces natural­mente con la bendición que celebra las maravillas de Dios, porque dichas maravillas se expresan para el hombre en beneficios que dan a la alabanza el colorido del reconocimiento. De ahí que la espiritualidad de la acción de gracias derive de la bíblica y judía de la bendición. Dios es bendecido porque se ven cosas y hechos que el creyente considera que provienen de él y por ello lo alaba como fuente de todo bien. La asamblea adquiere conciencia de las obras admirables realizadas por Dios en la proclamación de la palabra. Por ello la acción de gracias se expresa ya en el mismo ámbito de la liturgia de la palabra; al final de cada lectura este sentimiento se expresa de modos diversos: "Te alabamos, Señor" o "Gloria a ti, Señor". El aleluya que precede la proclamación del evangelio es también un elemento que hay que interpretar en este contexto. Todo ello hallará después la más sublime expresión en la plegaria eucarística.










3. Desarrollo histórico de la liturgia de la palabra.



Los siglos II-IV



Se indican  solamente los testimonios de los documentos más importantes de este período histórico.



Apología I de san Justino. Este documento, escrito a mediados del siglo II, es el primero que ofrece un cuadro completo de la celebración eucarística.



 Nos interesan dos pasajes:



"El día que se llama del sol se celebra una reunión de todos los que moran en las ciudades o en los campos, y allí se leen, en cuanto el tiempo lo permite, los recuerdos de los apóstoles o los escritos de los profetas. Luego, cuando el lector termina, el presidente de la palabra, hace una exhortación e invitación a que imitemos estos bellos ejemplos. Seguidamente nos levantamos todos a una y elevamos nuestras preces...” (Justino, Apología, 1,67).



"Nosotros, después de así lavado el que ha creído y se ha adherido a nosotros, lo llevamos a los que se llaman hermanos, allí donde están re­unidos, con el fin de elevar oraciones en común por nosotros mismos, por el que acaba de ser iluminado y por todos los otros esparcidos por todo el mundo, suplicando se nos conceda, ya que hemos conocido la verdad, ser

hallados por las obras, hombres de buena voluntad y guardadores de lo que se nos ha mandado, y consigamos así la salvación eterna. Terminadas las oraciones, nos damos mutuamente el ósculo de paz...". (Apología, 1,65).



La naturaleza del documento no nos permite juzgar acerca de la pres­encia o ausencia de algunos elementos secundarios. Si en el capítulo 65 la liturgia de la palabra se reduce a la oración común y al ósculo de paz, es debido a que ha sido precedida inmediatamente por la celebración bautismal.



Tradición apostólica de san Hipólito de Roma. En este documento, escrito en la primera mitad del siglo III, se habla por dos veces de la celebración eu­carística: en el contexto de la consagración de un obispo (cap. 4) y al final de la celebración bautismal (cap. 21). Se confirma cuanto sabemos, es decir, que la liturgia de la palabra se cierra con la oración común y el beso de paz.



Literatura pseudoapostólica. Entre los documentos más representativos de esta literatura, que se desarrolló sobre todo en Oriente en los siglos III-V, están las Constituciones apostólicas, compilación que consta de ocho libros, y fue hecha en Siria en el año 400 aproximadamente. Es de particular interés el libro 8, en cuanto depende de la Tradición apostólica y completa sus datos. La larga descripción de la liturgia de la palabra tiene el siguiente esque­ma: lectura del Antiguo y del Nuevo Testamento (Ley, Profetas, Cartas apostólicas y Hechos, Evangelios: o sea, cuatro lecturas); homilía; oración por los diversos grupos de participantes y, luego, la despedida de los grupos que no pueden participar en la liturgia eucarística; oración común; beso de paz. Como vemos, hay un mayor desarrollo de los elementos, pero el esquema celebrativo es el de antes.



En resumen, a finales del siglo IV la liturgia de la palabra tiene los siguientes elementos principales: lecturas bíblicas del Antiguo y del Nuevo Testamento, homilía, oración común, beso de paz.



Los siglos V-IX



Los documentos principales para el estudio de este período son: el Líber pontificalis, (El Liber pontificalis consiste en una serie de noticias esencialmene biográficas y de desigual valor, relativas a los obispos de Roma. El LP propiamente dicho va desde san Pedro hasta Esteban V, 885-886), los sacramentarios romanos (Veronense, Gelasiano, Gregoriano) y los Ordines romanos.



Según el testimonio de san Agustín, en 426 la liturgia de la palabra empezaba todavía simplemente con el saludo del celebrante y las lecturas bíblicas. Pero precisamente en ese siglo aparecen algunos elementos nuevos, aparentemente sin relación entre sí, colocados antes de las lecturas bíblicas.



El "canto de entrada". Según el Líber pontificalis, el canto de entrada habría sido introducido por el papa Celestino I (422-432). Aunque esta noticia no tenga un valor histórico, es verdad que el canto de entrada existía a co­mienzos del siglo VI puesto que fue entonces cuando se redactó la noticia. Después de la paz constantiniana, con la aparición y consolidación del culto en las grandes basílicas, la asamblea eucarística tenía necesidad de empezar la celebración de un modo más significativo de lo que antes se hacía en las antiguas asambleas domésticas. El canto de entrada desempeña la función de preparar la asamblea para la celebración.



El "Gloria". El Gloria es una de las composiciones más antiguas de la Iglesia. Se sabe que dicho himno se cantaba en la liturgia bizantina en el oficio de la mañana, el orthros. En la liturgia romana tenemos un primer testimonio válido del canto del Gloria, en la misa de Navidad, en una de las homilías navideñas del papa León Magno (440-461). El evangelio de Lucas (2,14) habría sugerido hacer cantar en aquel día este antiguo himno al comienzo de la celebración. Se atribuye al papa Símaco (498-514) la extensión del Gloria a los domingos y a las fiestas de los mártires. Pero hasta el siglo XI sólo  podía entonarlo el obispo en las misas presididas por él. Desde punto de vista pastoral, la introducción de este elemento festivo se debe a las razones indicadas anteriormente para la introducción del canto de en­trada. Por tanto, el Gloria es un himno adaptado a las grandes asambleas; su finalidad es crear el ambiente festivo de la celebración.



La "oración colecta". Es un elemento variable, característico de la liturgia romana. Las colectas son formularios de gran intensidad en su concisión, que aparecen ya en el Sacramentarlo Veronense con el nombre de oratio. Prob­ablemente debe considerarse como una oración personal de los fieles que, invitados por la monición oremus, se recogen, y su oración se concluye luego con la "colecta" que reúne de algún modo la oración personal de cada uno. Se trata de una oración presidencial. El texto de la oración generalmente se dirige al Padre y se refiere a la festividad del día. El rito de entrada se cierra con la oración sacerdotal o colecta.



En conclusión, es decir que canto de entrada, Gloria y colecta pertenecen al rito de entrada, nacido en un ambiente de liturgia basilical y destinado a asambleas numerosas.

En este período tenemos documentos que atestiguan la existencia de los cantos entre las lecturas bíblicas. San Agustín, por ejemplo, habla del "salmo responsorial” (Cf. Enarrationes in psalmos 119,1).



La "oración común" o de los fieles. En el período que estamos estudiando desaparece de la liturgia romana. En los cinco primeros siglos tenemos algunos testimonios indirectos y otros directos sobre la existencia y contenido de la oración común. La Sacrosanctum Concilium (SC 53), cuando determina la restauración de esta oración "común" o "de los fieles", alude a I Tm 2,1-2: "Te ruego, lo primero de todo, que hagáis oraciones, plegarias, súplicas, acciones de gracias por todos los hombres, por los reyes y por todos los que están en el mundo, para que podamos llevar una vida tranquila y apacible, con toda piedad y decoro".



Es evidente que no hay relación directa entre el texto paulino y la oración común de la liturgia de la palabra. Pero sirve para indicar con precisión el espíritu de dicha oración comunitaria y de la oración cristiana en general.



Una relación más directa con la oración litúrgica en cuestión la hallarnos en la 1 Carta a los Corintios del papa Clemente (+ 100) y en Policarpo de Esmirna (+155), el cual escribe a los Filipenses: "Rogad por todos los santos. Rogad también por los reyes y autoridades y príncipes, y por los que os persiguen y aborrecen, y por los enemigos de la cruz, a fin de que vuestro fruto sea manifiesto en todas las cosas y seáis perfectos en él" (Cf. Carta primera a los Corintios, 59,1: en: Padres Apostólicos, Madrid 1950, 231)



En el Sacramentario Gelasiano encontramos las "oraciones solemnes" que concluyen la liturgia de la palabra del viernes santo. Son una forma antiquísima de la oración común en la liturgia romana.



La liturgia romana abandona muy pronto este tipo de oración en la celebración cotidiana de la liturgia de la palabra. No así en Oriente, donde seguirá conservándose y desmelándose. El porqué de dicho abandono se halla, según algunos autores, en la introducción del Kyrie eleison.



El Kyrie eleison. La aclamación Kyrie era conocida ya en el paganismo como aclamación de honor dirigida al emperador o a un dios. En la versión de los LXX del Antiguo Testamento hallamos frecuentemente la expresión eleison dirigida a Dios, sobre todo en el libro de los Salmos (cf. Sal 6,3; 41(40),5.11).



En el culto cristiano, el Kyrie eleison aparece por primera vez en la "liturgia de las horas" de Jerusalén a fines del siglo IV. En la misa ro­mana, la introducción del Kyrie eleison es una cuestión histórica todavía no aclarada. Una de las teorías propuestas afirma que el papa Gelasio (492-496) habría cambiado la estructura de la oración común introduciendo en su lugar una especie de oración litánica con las respuestas: Kyrie o Christi. A continuación esta oración habría pasado antes de las lecturas bíblicas y  san Gregorio Magno (590-604) habría suprimido más tarde las intenciones  para dejar subsistir sólo las respuestas, como aclamación. La restauración de la oración común después del Vaticano II es, por tanto, un retorno al antiguo uso romano.





Del siglo X al concilio de Trento.



Los últimos elementos de la liturgia de la palabra que aparecen son las oraciones del comienzo de la misa y el credo.



Las "oraciones iniciales". Se puede estudiar el desarrollo de estas oraciones, recitadas primero ante el altar, en los Ordines. Son oraciones que manifies­tan una mentalidad que se complace en la multiplicación de las llamadas apologías, fórmulas de reconocimiento del propio pecado y de la indignidad del celebrante con petición de gracia y perdón. Las primeras apologías aparecen en la liturgia galicana. En el siglo IX las encontramos en la liturgia francorromana. En el siglo XI adquieren una gran importancia y extensión. A continuación, la mayor parte de estas fórmulas desaparecen. Pero ya el Ordo romanus X, de la primera mitad del siglo X, es testigo de la importancia de las apologías; en efecto, se expresa en estos términos: "El Pontífice... inclinán­dose ruegue a Dios por sus pecados". En el Misal de Pío V se conservarán el confíteor y el salmo 42, oraciones siempre de carácter privado.



El "acto penitencial" de la actual liturgia de la palabra de suyo es una novedad, ya que afecta a toda la asamblea, ministros y fieles.



El "credo". Este símbolo de la fe no fue compuesto para la misa. Al principio se usó en la liturgia bautismal de Jerusalén. Su texto proviene del concilio de Calcedonia (451), que lo consideró un resumen de la fe propuesta y profesada por los concilios anteriores de Nicea (325) y de Constantinopla I (381). Por eso se llama "símbolo nicenoconstantinopolitano".



El "credo" se usó por primera vez en la misa en Constantinopla a comienzos del siglo VI. Poco después aparece en España, en la franja cos­tera mediterránea sometida entonces al dominio bizantino. Carlomagno lo introdujo en la capilla palatina de Aquisgrán. En el norte de Europa no se impone hasta el siglo X. En Roma se introdujo, a comienzos del siglo XI, por Benedicto VIII bajo la presión del emperador germánico Enrique II. Téngase presente que con la introducción del "credo" en Roma, perdió el carácter un poco polémico que tenía en las otras Iglesias, que pretendían proclamar la verdadera fe contra las herejías. En Roma se convierte sencillamente en una respuesta ferviente de fe a la palabra de Dios proclamada.







4. La celebración de la liturgia de la palabra después del Vaticano II



Después del Vaticano II, los libros fundamentales para la celebración de la misa romana son: el Missale romanum, promulgado por Pablo VI el 3 de abril de 1969 y publicado el 26 de marzo de 1970, y el Ordo lectionum missae, publicado el 25 de mayo de 1969. Hay ediciones ulteriores de ambos libros.



La estructura y el significado de la liturgia de la palabra de la actual misa romana son ilustrados detalladamente por la Institutio generalis Mis-salis romani en los números 24-27.



Ritos de introducción



Hay  una serie de ritos introductorios, que van desde el comienzo hasta la oración colecta. Dichos ritos tienen una doble finalidad: promover  el sentido de comunión de los fieles que se reúnen y suscitar en ellos la adecuada disposición para escuchar convenientemente la palabra de Dios y para celebrar la eucaristía. Se trata, por tanto, de una preparación a toda la liturgia de la misa.



Elemento nuevo, y quizá el más característico, de los ritos de introduc­ción es el "acto penitencial". Este rito puede considerarse el resultado de la evolución de los elementos penitenciales que desde comienzos de la Edad Media aparecen al principio de la misa.



Según algunos autores, el hecho de que el acto penitencial se coloque al principio de la celebración, proviene de un modo de considerar la peni­tencia cristiana más desde la perspectiva de la religión natural que desde la de la revelación. Efectivamente, los profetas en el Antiguo Testamento, y Cristo y los apóstoles en el Nuevo, primero anuncian la palabra de Dios que invita a la conversión y luego, en un segundo tiempo y como respuesta a la palabra, viene la penitencia que conduce a la conversión. Según este esquema, el lugar más adecuado para el acto penitencial sería después de

la proclamación de la palabra y como respuesta a la misma. De este modo, sería más evidente que es Dios quien tiene la iniciativa de nuestra conver­sión.



Sin embargo, se puede revalorar el actual acto penitencial como preparación a la escucha de la palabra. La liturgia romana no tiene una introducción específica a las lecturas, tal como, en cambio, tienen algu­nas liturgias orientales. No obstante, hay que evitar que el acto penitencial sea un momento fuerte de la celebración, dándole una tal importancia que provoque lo que se ha llamado una "conversión inicial". En todo caso un gesto penitencial como preparación a la celebración eucarística lo hallamos ya en la Didaché: "Reunidos cada día del Señor, romped el pan y dad gra­cias, después de haber confesado vuestros pecados, a fin de que vuestro sacrificio sea puro".



Proclamación de la palabra



Es la parte central de la liturgia de la palabra. El misterio de la palabra de Dios se celebra de un modo vivo, existencial. Es un diálogo entre perso­nas. La palabra resuena en el aire, es proclamada con voz clara e inteligible para que la asamblea pueda acogerla con todo su frescor. A continuación, esta palabra es explicada y aplicada a la situación concreta de la asamblea en la homilía.



La reforma del Vaticano II revalorizó los cantos entre las lecturas. El salmo responsorial es una especie de meditación de la palabra escuchada, una repetición contemplativa en clave poética e intuitiva. En concreto, la función de clave interpretativa de la lectura proclamada se expresa en el estribillo. Ha de ser siempre cantado. El canto anterior al evangelio con el aleluya requiere de suyo que se cante efectivamente. Es una aclamación gozosa y comunitaria al Señor que viene en su palabra.



         La historia nos enseña que en el origen de los ritos para la lectura y la escucha de la palabra está la proclamación de la Escritura con la explicación y la escucha con la respuesta. Por tanto, se pueden distinguir dos polos en esta celebración: propositivo y receptivo. Al polo propositivo pertenecen: la primera lectura, el salmo responsorial, la segunda lectura, el versículo aleluyatico, el evangelio, la homilía; mientras que al polo receptivo o reac­tivo pertenecen las aclamaciones después de las lecturas, el estribillo del salmo responsorial, el aleluya, eventuales resonancias durante la homilía, la recitación del credo y la oración común o de los fieles.



El diálogo ritual, que se establece entre los dos polos de la celebración, tiene que ser auténtico, de modo que pueda realizarse el significado pro­pio de la liturgia de la palabra, en la cual "Dios habla a su pueblo: Cristo sigue anunciando el evangelio. El pueblo responde a Dios con cánticos y oraciones" (SC 33). Es la estructura fundamental de la alianza: Dios habla, ama, crea, salva; el hombre acoge, recibe, se deja fecundar; el hombre responde, actúa.



A la diversidad de los participantes corresponde también una diversa función que la liturgia de la palabra desempeña en la asamblea. La palabra tiene una función kerigmática o de anuncio de la salvación realizada por Jesús y proclamada a los hombres. Este anuncio se acompaña también con una enseñanza, que la tradición llama "catequesis": se trata de explicar la buena nueva, de demostrar sus consecuencias prácticas para la vida. Finalmente, la palabra tiene una función mistagógica o de iniciación al misterio. Es sobre todo el cometido de la homilía.




5. La «preparación de los dones»



         Este rito, que en el Missale romanum da comienzo a la segunda parte de la misa o "liturgia eucarística", se llamó durante mucho tiempo "ofertorio". El término sobrevaloraba la importancia de este momento ritual, que además en el Misal de Pío V iba acompañado de oraciones de ofrenda sacrificial. El pan y el vino, antes de la consagración, pueden ser designados como sacrificio sólo en un sentido traslaticio, ya que el Nuevo Testamento no conoce ningún otro sacrificio visible, en sentido cultual, fuera del sacrificio de Cristo. Estas dificultades eran ya evidentes a los Padres del concilio de Trento, los cuales desearon que tales textos fuesen sustituidos. Pero no fue así, ya que se creía que pertenecían a la tradición de los Padres, ignorando que sólo se remontaban a la alta o tardía Edad Media. Acertadamente, por tanto, la reforma del Vaticano II eliminó estas plegarias sustituyéndolas por otras más adecuadas, y dio al rito el nombre de "preparación de los dones", expresión que indica mejor su función en el contexto de la celebración.



Desarrollo histórico



La historia de la preparación de los dones va desde la simplicidad ritual más escueta hasta un desarrollo solemne y farragoso. Al principio se trataba de un gesto como cualquier otro. Justino lo describe así: "Luego (después del ósculo de paz), al que preside a los hermanos, se le presenta pan y un vaso de agua y vino..." Hipólito precisa un poco más tarde que este servicio es confiado a los diáconos. El gesto adquiere poco a poco una cierta importancia y valor simbólico. En el Ordo romanus I (siglos VII-VIII) hallamos una descripción minuciosa del rito ofertorial: las ofrendas que traen los fieles son recogidas por los diversos ministros, y mientras tanto se canta un salmo; la schola, al no poder tomar parte en la ceremo­nia, manifiesta su participación dando al subdiácono el agua que hay que derramar en el cáliz.



Hasta el siglo VIII hallamos una sola oración al final del rito: la oración super oblata, llamada más tarde secreta porque se recitaba ya en voz baja. En el siglo IX aparecen las apologías. Los misales registran un gran número de ellas hacia el siglo XIII. El Misal de Pío V conservará bastantes. Acompañaban los gestos de la ofrenda, incluidos los de la incensación y del lavatorio de las manos.



Significado actual



Es naturalmente legítimo entender los dones del pan y del vino (y otros eventuales) como símbolo de la ofrenda de sí mismos por parte de los participantes, El pueblo de Dios debe en todo tiempo abandonarse enteramente al Padre en total obediencia y confianza, y unirse así al único sacrificio redentor de Cristo. Por tanto, las ofrendas son un modo de expresar la entrada activa en el misterio de intercambio del sacrificio de la nueva alianza. Aunque hoy los fieles no aportan por sí mismos el pan y el vino para la celebración eucarística, como sucedía antes, sin embargo este gesto mantiene su fuerza expresiva. La aportación por parte de los fieles o la recolecta de dinero u otros dones para los pobres o para la Iglesia tienen aquí su colocación más significativa (Cf. IGMR 49).



6. La «Plegaria eucarística»



La plegaria eucarística de la misa romana es el conjunto de los textos comprendidos entre el prefacio y la doxología que precede al Padrenuestro. Se trata, sin embargo, de una unidad literaria, que es densa de contenido teológico. Estamos en el momento central de toda la celebración.

La plegaria eucarística no es sólo plegaria, puro "sacrificio de alabanza", sino que es actualización de un hecho: el sacrificio pascual de Jesús; sus palabras no son sólo evocadoras de un acontecimiento pasado, sino que realizan un misterio en el presente: la muerte y resurrección de Cristo, y por ello expresan la más alta acción de gracias y la súplica más profunda al Padre por Cristo en el Espíritu.



Son diversos los términos usados para designar la plegaria eucarística. Cada uno de ellos subraya un aspecto del misterio. Los griegos hablan de "anáfora" (de anaphorá = llevar arriba, ofrecer). En latín hallamos la expresión similar omtio oblationis. Pero el mejor correlativo de anaphorá en Occidente sería illatio, que es usado en la liturgia hispánica aunque sólo para indicar el primero de los elementos que componen la plegaria eucarística (el que corresponde al prefacio romano y que la tradición galicana llama immolatio o contestatio). En el Sacramentaría gelasiano encontramos la expresión canon actionis, que luego, abreviada, será canon (= regla o norma). En la tradición romana se halla también el término prex. Cuando la liturgia romana tenía un solo formulario, era conveniente llamarlo canon romano. Hoy que tenemos diversos formularios, se prefiere la expresión plegaria eucarística.



Contexto judío



El origen de la plegaria eucarística hay que buscarlo en los gestos y en las palabras del mismo Jesús en la última cena, transmitidos a nosotros por los relatos de la institución. Dado que Jesús instituyó la eucaristía durante una cena, la relación entre la eucaristía y la cena judía es de suyo evidente. Hoy todos afirman que dicha relación se extiende también a la estructura ritual y a los mismos textos de oración de la liturgia eucarística.

Hay una cuestión sobre el ritual usado por Jesús: ¿utilizó el ritual de la Pascua o, más sencillamente, el rito de la cena festiva? Según la descripción de los sinópticos fue una cena pascual, mientras que según el evangelio de Juan (especialmente Jn 18,28) la cena de la Pascua hebrea fue posterior a la muerte de Jesús. En todo caso, se trató de una comida que obedecía a la lógica de la comida ritual judía que, en cuanto tal, concluía con una oración de acción de gracias, la Urkat ha~mazon (o "bendición (de Dios) por el ali­mento (que se ha tomado"), que no tenía que faltar nunca. Dicha oración se considera el origen de la plegaria eucarística cristiana. Sin embargo, la confrontación de los textos resulta difícil a causa de la tardía tradición de las plegarias judías.



La Urkat ha-mazon es un texto tripartito, compuesto de tres estrofas: una estrofa breve de bendición que tiene por objeto el alimento que Dios concede al pueblo de Israel; una amplia acción de gracias que tiene por objeto la tierra buena y deseable que Dios ha dado a Israel (acción de gracias que se hace recordando la historia de la salvación desde Egipto hasta la cena acabada de celebrar); y una estrofa de súplica por la subsistencia de Israel, por Jerusalén, por la dinastía davídica, por el templo. Se trata, en sustancia, de una acción de gracias introducida por una bendición y concluida por una súplica. Notemos que no se trata de una fórmula fija, sino de una fórmula cañamazo que sirve como guía para componer la plegaria.

La plegaria eucarística, aun derivando de la Urkat ha-mazon se revela absolutamene original: ha integrado las estructuras antiguas perfeccionándolas y enriqueciéndolas. La composición de la plegaria hebrea en tres perícopas (bendición-memorial, acción de gracias y súplica) ha adquirido en la plegaria eucarística cristiana un carácter totalmente nuevo, en el que se podría descubrir incluso el ritmo trinitario.



Estructura general



En los primeros siglos no existía un texto rigurosamente prescrito, la plegaria eucarística se formulaba libremente, aunque siempre se mantenía fiel a algunos contenidos tradicionales. Esto es atestiguado por ejemplo por Hipólito de Roma, el cual nos ofrece la más antigua plegaria eucarística completa. Esta plegaria permaneció en uso entre los etíopes y está en la base de la actual plegaria eucarística segunda de la liturgia romana. El gran desarrollo de los formularios eucarísticos cristianos coincide con el apogeo de la patrística, es decir, aquel período que se extiende aproxi­madamente desde mediados del siglo IV hasta mediados del VI.



Tradición siro-occidental y galicano-hispánica.



En esta tradición la plegaria eu­carística tiene una estructura lineal: una primera parte de acción de gracias que conduce hacia el sanctus; una segunda parte de acción de gracias que conduce hacia el relato de la institución; una parte anamnética que parece una ampliación de las palabras: "Haced esto en conmemoración mía"- una parte epiclética, es decir, una invocación del Espíritu Santo para consagrar el pan y el vino y convertirlos en el cuerpo y la sangre del Salvador y, se­cundariamente, para la aceptación, por parte de Dios, del sacrificio ofrecido y la comunicación de su gracia a los participantes; intercesiones por todas las necesidades de la Iglesia y del mundo y conmemoración de los santos (este elemento no figura en los ritos galicano e hispánico); una doxologia final, de forma trinitaria.



Característica propia de esta estructura es que el contenido de la plegaria eucarística se divide fácilmente en tres grandes secciones que pueden atribuirse respectivamente a cada una de las tres personas divinas consideradas en particular.



Tradición alejandrina y romana (canon).



En esta tradición encontramos un or­den de elementos completamente diverso que, después de la simplicidad y armonía precedentes, puede parecer desconcertante: una acción de gracias que conduce al sanctus: una primera fórmula que recuerda el sacrificio; una primera serie de intercesiones por los vivos y de conmemoración de los santos; dos fórmulas distintas, pero vinculadas, que piden la aceptación del sacrificio, y una invocación formal por la consagración de los elementos eucarísticos (una especie de epíclesis consecratoria); el relato de la institución; una anamnesis bastante sobria; una última invocación para que el sacrificio ofrecido sea aceptado y produzca en nosotros todo su efecto de gracia (una especie de epíclesis de comunión); nuevas intercesiones por los difuntos y por los vivos, acompañadas -estas últimas- por otra conmemoración de los santos; la doxologia final.



Adviértase que en Alejandría todas las intercesiones están reagrupadas al principio, así como las conmemoraciones, y este bloque, con la oración que precede en el rito romano, se coloca incluso antes del sanctus.




La plegaria eucarística segunda de la liturgia romana



A) ANÁFORA



a) Generalidades



La anáfora II concuerda sustancialmente con la de San Hipólito, en la que se inspira en contenidos, brevedad y orientación. Sin embargo, no es una mera adaptación, pues, además de otros detalles de menor importancia, se han incorporado el Sanctus-Benedictus, la epíclesis preconsecratoria, la transición, la aclamación postconsecratoria y las intercesiones.



Es una anáfora clara y sencilla en la que no existen cortes ni yuxtaposiciones; y cristocéntrica, pues toda la historia salvífica, desde la misma Creación, es contemplada desde Cristo. Es también la más breve de las cuatro plegarias eucarísticas de adultos.



Tiene prefacio propio, pero se puede usar cualquiera de los existentes en el Misal Romano, sobre todo aquellos que expresan de modo sintético el misterio salvífico. «por sus mismas características, la anáfora II se emplea mejor los días ordinarios de entre semana y en circunstancias particulares» (OGMR, 322-b)



b) El prefacio



El diálogo introductorio es idéntico al de Hipólito y del Canon Romano. El protocolo inicial es una acción de gracias al Padre por Jesucristo. El cuerpo del prefacio, más breve que el de Hipólito, recoge sus temas: la creación por el Verbo, la encarnación, la redención y la Iglesia, como fruto de la misma. La relación que se establece entre la entrega voluntaria de Cristo y el designio salvífico del Padre orienta de modo inequívoco a la Eucaristía como actualización -en los signos sacramentales- de la pasión salvadora de Cristo; lo cual conlleva la acentuación de la fe de la comunidad en la Eucaristía como acción de Cristo en su Iglesia. El protocolo final o escatólogo, que no se encuentra en la de Hipólito, se refiere a toda la Iglesia celeste, representada por «todos los ángeles y santos», a la cual se asocia la Iglesia peregrina para entonar el cántico solemne de alabanza. Literariamente es una pieza muy lograda. Con relación a la fuente, el prefacio ha ganado en densidad y ha perdido en sencillez y sabor.



c) El Sanctus



Este texto es de nueva creación y concuerda literalmente con el de las otras tres plegarias eucarísticas. Es positiva tanto la inclusión como la ubicación, pues el prefacio desemboca espontáneamente en el Sanctus.



d) La transición



Esta pieza, que no se encuentra en Hipólito y que, en cambio, no falta en las anáforas orientales y en las occidentales independientes de Roma, da unidad a la plegaria eucarística. Se trata de un embolismo sencillo: Veré Sanctus, que sirve de enlace con el prefacio a través del Sanctus y de paso lógico y natural a la epíclesis y a la consagración. Porque el Señor  que es santo y fuente de toda santidad, se le pide que santifique los dones presentados. La fórmula «fuente de toda santidad» procede de la Liturgia Hispánica. En esta brevísima fórmula se retoma el tema de la alabanza a la santidad de Dios, expresada en el inicio del prefacio con las palabras «Padre Santo» y después en el trisagio.



e) Epíclesis pre-consecratoria



La anáfora de Hipólito no contiene este elemento. Su introducción en la plegaria eucarística II se debe al deseo de conservar el «genio romano» anaforal. Es una epíclesis en sentido estricto, pues se menciona expresamente al Espíritu Santo y se implora su acción para que los dones de pan y vino se conviertan en «el Cuerpo y Sangre de Jesucristo, nuestro Señor». La santificación de los dones se atribuye al Padre, aunque su acción está unida a la efusión del Espíritu.



La expresión «con la efusión de tu Espíritu» procede del Missale Gothicum (galicano). Las palabras «de manera que sean para nosotros» no se refieren a que su transformación sea fruto de la fe personal, sino que piden que, a la realidad objetiva del Cuerpo y Sangre de Cristo, corresponda nuestra actitud subjetiva que haga operante en nosotros la Eucaristía.



Lo que en el Canon Romano estaba implícito se explícita en esta anáfora y en las III y IV. Ello se debe al desarrollo pneumatológico posterior, al menos en Occidente, a la época de composición del Canon Romano.



f)      Relato de la institución



Al contrario de lo que ocurría en el prefacio, el relato institucional se ha alargado con relación al de Hipólito. Se han introducido algunas importantes referencias neotestamentarias que se encuentran en casi todas las liturgias, a saber: la Nueva Alianza y la Sangre que se derrama por la muchedumbre en remisión de los pecados. Por otra parte, se ha logrado una redacción más pastoral que la de Hipólito, al dotar al relato institucional de una característica que no debe faltar: la solemnidad. Esta mayor riqueza es consecuencia de las aportaciones de diversas tradiciones litúrgicas.



Las palabras introductorias a la fórmula consecratoria ponen en relación la Eucaristía con la Pasión y subrayan la voluntariedad del sacrificio redentor de Cristo. Están inspiradas en Jn. 10, 18. En cuanto a las palabras inmediatamente preconsecratorias, a diferencia del Canon Romano, donde se unen la tradición de Mt-Mc y la de Lc-Pablo, se opta por la línea lucano-paulina, mencionando únicamente, tanto en las palabras relativas al pan como en las referidas al vino, gratias agens (dándote gracias). También se omiten las expresiones del Canon Romano in sánelas ac venerabiles manus suas y elevatis oculis in coelum, lo cual se ajusta mejor a la sobriedad de los pasajes bíblicos.



g) Anamnesis



La fórmula es substancialmente idéntica a la de Hipólito, aunque la expresión «offerimus tibi panem et calicem» de aquella se ha cambiado por otra más bíblica: (offerimus) «panem vitae» (Jn. 6, 35-44) y «calicem salutis» (Ps. 115, 13).



El sentido es claro: se hace el memorial objetivo del misterio pascual de la muerte y resurrección y la Iglesia se lo ofrece al Padre. Es una anamnesis muy sobria, puesto que sólo se mencionan la muerte y la resurrección. Mientras en el Canon Romano y en la anáfora IV el ofrecimiento del sacrificio, que sigue inmediatamente a la anamnesis, aparecen unidos memorial y ofrecimiento (celebramos el memorial y te lo ofrecemos), en las plegarias eucarísticas II y III, la anamnesis (celebrando el memorial... te ofrecemos) está subordinada al ofrecimiento. Por otra parte, se pone en relación el offerimus (te ofrecemos) con el gratias referentes (te darnos gracias), explicitando, una vez más, que la Eucaristía es una acción de gracias; aunque el motivo que aquí se aduce es el servicio sacerdotal (nos haces dignos de estar en tu Presencia), realidad que debe ser resaltada.



g)    La epíclesis de comunión



También aquí se trata de una epíclesis en sentido estricto. Con mayor claridad que la de Hipólito pide la presencia actuante del Espíritu para que la comunión sea eficaz en orden a realizar la unidad de la Iglesia.



Esta gracia está relacionada directamente con la potencia del Espíritu Santo pero no en el sentido de que su acción unificadora sea resultado de comer y beber el Cuerpo y la Sangre de Cristo sino requisito para que la comunión realice dicha unificación. «Que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y la Sangre de Cristo», dice la fórmula. La redacción es mucho más clara que la de Hipólito y las de las anáforas III y IV.



i) Intercesiones



Las intercesiones son un nuevo elemento desconocido por la anáfora de Hipólito. Se las ha incluido por ser un elemento que se encuentra en todas las liturgias. Sin embargo, se ha variado el clásico esquema romano, agrupándolas en un solo bloque después de la epíclesis de comunión y no en dos grupos, uno anterior y otro posterior a la consagración. Sujetos concretos de las intercesiones son: la Iglesia universal (Iglesia extendida por toda la tierra), el Papa, el propio obispo, todos los obispos y sacerdotes, aquellos por quienes se ofrece de modo particular la Eucaristía, los difuntos y el pueblo allí congregado.



En la mención de los difuntos se ha adoptado una fórmula muy en consonancia con la eclesiología del Vaticano II y la sensibilidad actual: que murieron «in spe resurrectionis» (los bautizados) y en los diversos ámbitos de acercamiento a la unidad de la Iglesia: «in spe resurrectionis, om-niumque defunctorum».



La lista de los santos, que se incluye para potenciar el valor de las súplicas, es mucho más breve que en el Canon Romano, pues sólo se mencionan la Santísima Virgen, los Apóstoles y todos los santos. La agrupación en una única lista es una exigencia del único bloque de intercesiones.



j) Doxología final



La decisión de adoptar el mismo texto doxológico en las cuatro plegarias eucarísticas ha supuesto que la anáfora no mencione explícitamente a la Iglesia, como hace la de Hipólito: «Por Él, gloria y honor al Padre y al Hijo con el Espíritu en la santa Iglesia, ahora y por los siglos” (TA).






7. La comunión Eucarística



Los ritos de comunión



Estos ritos, así como la preparación de los dones y la plegaria eucarística, se basan en la acción de Cristo en la última cena. Los ritos de comunión están construidos alrededor de un núcleo central, formado por el rito de la fracción del pan y de la comunión propiamente dicha; existe además el rito que comprende el Padrenuestro y el rito de la paz. Los ritos de comunión tienden a reforzar la expresión del misterio de intercambio de un bien dado y recibido, ofrecido y acogido, partido y distribuido, en humilde recono­cimiento y gozosa caridad fraterna.



El "Padrenuestro"



Antiguamente en Roma, como en las demás Iglesias oc­cidentales y gran parte de las orientales, el Padrenuestro se recitaba después de la fracción del pan. Gregorio Magno, aproximadamente en el año 600, lo trasladó al puesto actual, inmediatamente después del canon, para vincularlo de algún modo al mismo centro de la celebración. Por tanto, Gregorio no piensa en una oración para la comunión, sino en un complemento del canon. Pero los Padres de la Iglesia habían ya interpretado la súplica: "Danos hoy nuestro pan de cada día" en relación con el pan celeste de la comunión. Podemos decir que el Padrenuestro es actualmente un puente entre la plegaria eucarística y el banquete del Señor.



En general, en las diversas liturgias de Oriente y Occidente, después de la oración dominical se halla una especie de epílogo o amplificación, que en la liturgia romana ha tomado el nombre de "embolismo". El embolismo de la liturgia romana, que puede remontarse a la época de Gregorio Magno, se vincula sólo a la última petición del Padrenuestro; pide la liberación de todo mal y la paz para el tiempo presente. Con esta última referencia el embolismo establece un vínculo entre la oración dominical y el rito de la paz que sigue después. La verdadera paz es la que hace al hombre libre del pecado y de la inquietud.



El beso de paz.



El rito de la paz comprende: la oración del sacerdote por la paz, inspirada en la promesa de paz de Jesús (cf. Jn 14,27); el deseo de paz por parte del sacerdote dirigido a la comunidad y la respuesta de esta última; un gesto de paz del sacerdote y de los fieles entre sí. Al final de las cartas apostólicas hallamos muchas veces el beso fraterno: Pablo habla del "beso santo" como saludo, y Pedro del "beso de caridad" (Rm 16,16; ICo 16,20; 2Co 13,12; ITs 5,26; 1P 5,14).



En la liturgia romana el rito de la paz no siempre ha ocupado este lugar. Vimos que ya Justino escribía, a mediados del siglo II, que, terminada la oración común, "nos damos mutuamente el ósculo de paz". De este modo terminaba la liturgia de la palabra.



El beso de paz fue colocado, probablemente en tiempo del papa Inocencio I, al final de la liturgia eucarística, para que el pueblo pudiese atestiguar su aprobación a lo que antecedía: reaparece así la función origi­naria de confirmación o consenso. Cuando más tarde Gregorio Magno hizo recitar el Padrenuestro inmediatamente después de la plegaria eucarística y la invitación al beso de paz se puso después del embolismo, resultó natural que el rito de la paz se considerase, por una parte, como una expresión ritual ulterior del "como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden" del Padrenuestro (así como el embolismo era una elaboración del "líbranos del mal") y, por otra parte, como una preparación directa a la comunión.



En los siglos posteriores el vínculo entre el beso de la paz y la comunión se fue haciendo cada vez más estrecho: en algunos casos la "paz" se daba sólo a quien comulgaba; más a menudo el sacerdote besaba una de las especies eucarísticas y luego daba el beso de paz al diácono, el cual lo comunicaba a los demás. Llegó el caso en que el beso de paz se realizó en sustitución de la comunión. De este modo empezó a convertirse en algo autónomo y en aquel período la frecuencia de la comunión disminuyó notablemente. Cuando la liturgia se convirtió cada vez más en un hecho clerical, el beso de paz se reservó casi siempre al clero; el pueblo no tomaba parte en el mismo.



En el Missale romanum, a diferencia del Misal tridentino, se afirma ex­plícitamente que los fieles pueden darse mutuamente el beso de la paz. No se determina el modo con que se tiene que efectuar. Se limita a afirmar que corresponde a las conferencias episcopales el determinar concretamente la forma más adecuada a la índole y costumbre de los diversos pueblos.



Para la comprensión de este gesto, conviene recordar que la participación en la eucaristía, especialmente en el momento de la comunión sacramental, no es sólo un encuentro exclusivo y personal con Cristo, la Cabeza, sino también con los miembros de su Cuerpo, la Iglesia, presente de modo concreto en la asamblea local reunida en torno al altar. El rito de la paz pone claramente de manifiesto la dimensión social, horizontal de la eucaristía.



La fracción del pan



El rito de la fracción se remonta al mismo Cristo y es recordado en cada uno de los cuatro relatos de la institución. La expresión "partir el pan" fue muy pronto usada para indicar el rito eucarístico. Los cristianos de Jerusalén "eran constantes... en la fracción del pan" (Hch 2,42) y "celebraban la fracción del pan en las casas" (Hch 2,46). El mismo arte cristiano primitivo representó la eucaristía con la imagen de la fracción del pan, como puede verse en la capilla griega de las catacumbas de Priscila en Roma (siglo III).



Desde el comienzo, a la fracción del pan se le atribuyó un significado simbólico, que en el curso de los siglos ha tenido diversos subrayados. San Pablo afirma que el único pan, que es partido y en el que todos pueden participar, es el símbolo de la unidad y de la comunión de los fieles entre sí como miembros de la Iglesia y, también y sobre todo, de la unión con Cristo (cf. ICo 10,16-17).



La historia del rito de la fracción en la misa romana es muy compleja. Según el testimonio del Ordo romanus I, en la misa papal de los siglos VII-VIII, celebrante y presbíteros parten todos los panes consagrados, que unos acólitos les aportan en pequeños sacos de lino. Con la fracción se obtienen trozos irregulares que se utilizan para la comunión de los fieles. Se conserva un fragmento para la celebración de la misa siguiente. El fragmento de la misa anterior se deja caer en el vino. Este gesto es apto para hacer evidente la vinculación entre misa y misa (rito de los sánela). Otros fragmentos se conservan para la comunión a los enfermos. El rito de los sánela está probablemente en relación con el precedente del fermenlum, descrito en el siglo V por Inocencio I en la carta a Decencio, citada anteriormente: los sacerdotes, obligados los domingos a celebrar en los títulos o "parroquias" de Roma a causa de la cura pastoral de los fieles, no podían participar en la misa solemne del papa; pero recibían un fragmento del pan eucarístico (fermenlum) o fermentum consagrado por el papa, que depositaban en el cáliz. En este caso el simbolismo subrayaba la unidad de la comunidad local que celebra la única eucaristía, sacramento de unidad.



Cuando, aproximadamente en el siglo IX, se introdujeron las peque­ñas hostias en lugar del pan, se conservó el uso de partir una sola hostia, la del sacerdote, de tamaño un poco mayor; las diversas partes en que ésta era dividida generalmente no se daban a los fieles, sino que eran totalmente consumidas por el sacerdote. De este modo se perdieron la función y el significado originarios de la fracción del pan, que fue expli­cada de maneras nuevas y diversas, por ejemplo, como memoria de la separación del cuerpo y del alma de Jesús en el momento de su muerte en la cruz. Apareció el uso de partir la hostia en tres partes. Durante el rito de la conmixtión el sacerdote ponía la parte más pequeña en el cáliz. También esta división tripartita de la hostia se explicaba simbólicamente. Las tres partes de la única hostia representaban la Iglesia militante, purgante y triunfante.

En la misa romana actual, el rito de la fracción se vincula con la tradición primitiva. En efecto, la Institutio generalis Missalis romani alude al texto paulino citado anteriormente (n° 56c).





Agnus Dei



La introducción del Agnus Dei en Occidente se remonta al papa sirio Sergio I (687-701), que probablemente lo tomó del Oriente. Se introdujo como canto que acompañaba la fracción. Precisamente por esta función se repetía a lo largo de todo el rito. Pero cuando en Occidente se pasó de los panes grandes a las hostias individuales, la fracción del pan perdió su significado originario y la repetición del canto se limitó al número sagrado de tres. El Agnus Dei empezó entonces a tener una existencia autónoma.



Hasta el siglo XI el final de cada invocación del Agnus Dei era siempre: miserere nobis. A partir del siglo XI, como final de la tercera y última invo­cación se usó: dona nobis pacerá. Perdido su significado primitivo, el Agnus Dei se puso en relación especialmente con el beso de la paz. También en el siglo XI, en las misas exequiales el final de cada invocación era: dona eis réquiem; la tercera y última: dona eis réquiem sempiternam.



El Missale romanum considera el Agnus Dei explícitamente como un canto que hay que ejecutar durante la fracción del pan y puede repetirse mientras dura el rito. De este modo, este canto ha recuperado su significado y su función primitiva. Por explícita voluntad de Pablo VI, fue conservado en la última invocación el dona nobis pacem.



La conmixtión



Después de la fracción del pan el sacerdote deja caer un frag­mento de la hostia en el cáliz diciendo: "El Cuerpo y la Sangre de nuestro Señor Jesucristo, unidos en este cáliz, sean para nosotros alimento de vida eterna". Este rito tiene una historia muy compleja a la que ya hemos aludido. Ahora nos fijamos en su significado simbólico.



La unión de los dos dones eucarísticos se considera como signo de la reunificación del Cuerpo y de la Sangre del Señor separados con su muerte en la cruz, es decir, como imagen de su resurrección. Por medio de las palabras consecratorias el pan y el vino se convierten, en las especies separadas, en el Cuerpo y la Sangre del Señor sufriente y dispuesto a la muerte; antes de recibirlos en comunión, estos dones sagrados tienen que ser representados simbólicamente como el Señor resucitado, alimento para la vida eterna de los fieles. El Cuerpo y la Sangre de Cristo forman esencialmente una única cosa, por lo que quien recibe a Cristo bajo una sola especie sabe que recibe al único Señor resucitado. Por ello la conmixtión es el símbolo del Resucitado que promete, a cuantos reciben su Cuerpo y su Sangre, la participación en su vida gloriosa.



La comunión



"El sacerdote se prepara con una oración en secreto para recibir con fruto el Cuerpo y la Sangre de Cristo; los fieles hacen lo mismo, orando en silencio" (IGMR 56f). De estas palabras se deduce que la preparación inmediata a la comunión es un acto de toda la asamblea, y no sólo del sacerdote. En el mismo documento se subraya también la gran importancia de la comunión con hostias consagradas en la misma misa. La reflexión sobre la fracción del pan ha puesto de manifiesto la importancia de la participación en el pan consagrado en la misma celebración (IGMR 56h).



El "canto de comunión" o "antífona de comunión" es uno de los elementos más antiguos de la liturgia de la misa. En el siglo IV lo hal­lamos bajo forma de canto responsorial: el cantor canta los versículos del salmo y cada vez el pueblo responde con el mismo estribillo. Tanto en Oriente como en Occidente es objeto de numerosos testimonios el uso del salmo 34(33). El canto de comunión es por su origen un canto procesional. A partir de Gregorio Magno, en las fiestas principales hay correspondencia entre contenido del evangelio del día y texto del canto de comunión: lo anunciado en la proclamación del evangelio es luego dado en la eucaristía.

La "oración después de la comunión" es una oración presidencial que presenta una estructura idéntica a la de las otras oraciones presiden­ciales de la misa: invitación a la oración, silencio, plegaria presidencial, y finalmente el amén de aclamación por parte del pueblo. Es una oración de agradecimiento por los dones recibidos y contiene a menudo elementos de teología eucarística. Aparece también como el compendio y la conclusión de toda la acción litúrgica.



8. Ritos de conclusión



Para la asamblea ha llegado el momento de disolver su reunión visible para llevar la caridad de Cristo a cuantos están fuera. Se quitan los signos (cf. Jn 20,17 y Hch 1,9-11) para que en el mundo se manifieste más amplia­mente el reino que viene.



La bendición del sacerdote al final de la misa se introdujo tardíamente. En los Ordines romani más antiguos el obispo, después de abandonar el altar, respondía a los fieles que le pedían la bendición con las palabras: Benedicat nos (vos) Dominus. En el uso romano la bendición de la asamblea se reservó durante mucho tiempo al obispo; el presbítero no daba nunca al final de la misa la bendición a todos los fieles, sino sólo a quien se la pedía; usaba para esto objetos litúrgicos: el cáliz, la patena y sobre todo el corporal. Hasta el siglo XII los libros litúrgicos no mencionan una bendición final general por parte del sacerdote al fin de la misa.



Además de la bendición habitual, en el nombre de la Trinidad y con la señal de la cruz, tenemos como apéndice del actual "ordinario" de la misa las "Bendiciones solemnes y oraciones sobre el pueblo", que se pueden usar, a juicio del sacerdote, al final de la celebración de la misa, o incluso de una liturgia de la palabra, o de la liturgia de las horas, o de los sacramentos. La oración sobre el pueblo (super populum) se encuentra ya en el Sacramentaría Veronense como oración de bendición al final de la misa.

Ya en el Ordo romanus I, el diácono, antes de que el pontífice abandone el altar, dice Ite, missa est. .Cuando más tarde la bendición se dé desde el altar, el Ite, missa est precederá también la bendición. Así en el Misal tridentino. En el Missale romanum dicho orden ha sido más coherentemente invertido. En las liturgias orientales, las fórmulas de despedida tienen expresiones diversas, generalmente: "Id en paz" (cf. Me 5,32; Le 7,50).

Luego el sacerdote, después de besar el altar, sale del presbiterio. El primero y el último acto de la celebración eucarística tienen lugar en el altar; son actos sin palabras, actos de veneración. El beso enmarca por así decir e incluye toda la celebración eucarística. El sacerdote se dirige, ante todo y al final de todo, no hacia el pueblo reunido, sino hacia el altar. Este altar es venerado como centro de la reunión eucarística y de la acción eucarística. Al venerarlo, el sacerdote saluda la mesa del Señor y, en ella y por ella, al mismo Señor, de quien el altar es símbolo.








[1] Cuando hablamos del sacrificio de Cristo, e incluso de su sacerdocio, no debemos olvidar referirlo no sólo al acontecimento de su muerte en Cruz -verdadero culmen del mismo- sino también a toda su exsitencia terrena, es decir, el sacrificio de Cristo es una vida entrega por amor hasta el extremo (Jn 13,1), una vida entendida como “pro-existencia” (vivir y ser para los demás).

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