TEMA
5: LA CELEBRACIÓN DE LA EUCARISTÍA
La eucaristía es
la mesa del cuerpo y sangre del Señor, cuya participación constituye para el
cristiano bautizado el término de la "iniciación". La eucaristía es
fuente y ápice de la vida y del culto de la Iglesia: en el misterio eucarístico
se realiza el culto debido a Dios; la Iglesia se manifiesta en la plenitud de
su esencia presente y escatológica; de ella toma impulso y en ella halla fuerza
y cumplimiento la misión evangelizadora.
1. De la "cena del Señor" a la
misa
El punto de
partida es naturalmente el dato bíblico. Los relatos de la institución
eucarística, que manifiestan un claro origen litúrgico, atestiguan ya una
cierta evolución de la misma celebración. Una primera fase corresponde a los
relatos más arcaicos de Pablo (1 Co 11,23-25) y de Lucas (22,15-20), que
podemos considerar que se remontan al cuarto decenio después de Cristo. En esta
primera fase la consagración del pan y la consagración del cáliz aparecen
separadas por la cena. Probablemente este primer esquema de la celebración
eucarística es el que ha conservado más fielmente las huellas de la cena
(pascual) judía en cuyo ámbito tuvo lugar la institución. En una segunda fase
la cena desaparece o, mejor aún, cambia de lugar; por tanto, la bendición del
cáliz sigue inmediatamente a la bendición del pan. Los relatos de Marcos
(14,22-24) y de Mateo (26,26-28) serían el testimonio de esta segunda
etapa.
Entre ambas
tradiciones hay otras diferencias pero no son sustancia- les. Ambas tienen como
base pensamientos sobre la muerte expiatoria del siervo de Dios derivados de
los respectivos cantos de Isaías (cf. en particu- lar Is 53), y sustancialmente
la expresión de Lucas -que el nuevo pacto se realiza "en mi sangre",
es decir, mediante la inmolación de Jesús- equivale a la afirmación de Marcos,
en que la muerte de Jesús aparece como muerte sacrificial y sello del pacto.
En todos los
relatos de la institución podemos detectar los elementos que han determinado la
estructura de la segunda parte de la misa: presentación
de los dones, plegaria eucarística,
fracción del pan, comunión. Pero el actual esquema
celebrativo de la eucaristía contiene una primera parte dedicada a la escucha
de la palabra de Dios. Hasta san Justino, hacia mediados del siglo II, no ha
llegado a nosotros ninguna información precisa que atestigüe la existencia de una celebración de la palabra
unida a la eucaristía. Sin embargo, tenemos algunos testimonios que pueden iluminar
esta praxis.
El episodio de
Emaús, referido sólo por Lucas (24,13-35), subraya el el vínculo entre palabra y eucaristía:
"Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo
partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron"
(Le 24,30-31). El reconocimiento de la presencia de Cristo se corresponde con
otro elemento que lo ha introducido y preparado, cuando Jesús iba de camino
con sus compañeros: "Y comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas,
les explicó lo que se refería a él en toda la Escritura" (Le 24,27).
En el libro de los Hechos tenemos dos
textos que pueden interpretarse de manera semejante: "Eran constantes en
escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la vida común, en la fracción del
pan y en las oraciones" (Hch 2,42). La "enseñanza de los
apóstoles" (Didaché) designa la instrucción o profundización que
sigue a la adhesión de fe inicial sellada por el bautismo.
2. Palabra y sacrificio
En el culto
cristiano palabra y sacramento, aun siendo dos modos
diversos de expresión, se completan mutuamente y constituyen una única acción
simbólico-sacramental en la que se hace presente y participada la obra de
salvación realizada en Cristo por Dios. Ello es verdad sobre todo en la
eucaristía, en la que Cristo, pan de vida bajado del cielo, se da a los hombres
como alimento espiritual y como nutrición sacramental en la doble mesa de la
palabra y del sacrificio (cf. DV 21; PO 4), de modo que la liturgia de la palabra y
la liturgia eucarística constituyen un único acto de culto (cf. SC 56; IGMR
8). No puede haber celebración sin proclamación de la palabra de Dios,
destinada a suscitar la fe y a motivar la oración y el gesto ritual del
sacramento. El sacramento es, como dice san Agustín, "palabra hecha visible"(Comentario
al evangelio de san Juan 80,3), en un signo o rito simbólico, el cual adquiere
fuerza santificadora precisamente porque es portador de la palabra.
2.1 Palabra y sacrificio en el Antiguo Testamento
En el Antiguo Testamento hay una
íntima relación entre palabra de Dios y rito sacrificial. Bastará recordar las
tres grandes asambleas que caracterizan tres momentos decisivos de la historia
del pueblo de Dios: la conclusión de la alianza al pie del monte Sinaí (Ex
24,3-8), la renovación de la alianza celebrada por Josías (2R 23,1-23) y la
reanudación de la vida nacional y religiosa después del exilio de Babilonia (Ne
8-9).
En la asamblea
del pueblo de Dios al pie del monte Sinaí, el sacrificio de comunión comporta
la lectura del libro de la alianza. Sólo después de que el pueblo ha prometido
obediencia a la palabra, Moisés toma la sangre del animal sacrificado y asperge
al pueblo diciendo: "Ésta es la sangre de la alianza que hace el Señor con
vosotros, sobre todos estos mandatos" (Ex 24,8). Sin la proclamación de
las palabras o mandatos, el pacto ratificado con la sangre no tendría pleno
sentido.
En tiempos del
rey Josías, la reforma religiosa empieza con el descubrimiento del libro de la
ley, la purificación del templo con el apartamiento del mismo de todos los
objetos de culto idolátrico y la destitución de los sacerdotes adscritos a
dicho culto. Momento culminante de la reforma es la lectura solemne de la ley
en presencia del pueblo reunido en asamblea y la consiguiente celebración del
sacrificio pascual. El rey ordenó a todo el pueblo: "Celebrad la Pascua en
honor del Señor, vuestro Dios, como esta prescrito en este libro de la
alianza" (2R 23,21). También aquí la relación palabra-sacramento es
evidente.
La tercera gran
asamblea en la historia de Israel la celebran los primeros judíos vueltos a
Jerusalén después del exilio de Babilonia. Todo el pueblo reunido en la plaza
escucha la lectura del libro de la ley. Es una lectura continua, que se alarga
durante todo un día, leyendo perícopa a perícopa y traduciendo las palabras
hebreas al pueblo que sólo conoce arameo. Siguen después la explicación y el
comentario a cargo de Esdras y de los levitas. En este caso, a la lectura no le
sigue el sacrificio porque el templo está destruido. Pero la respuesta a la
palabra de Dios proclamada se manifiesta en el sacrificio interior de expiación
y de la alabanza que se concreta en el ayuno, en la confesión de los pecados y
en la larga plegaria de bendición (cf. Ne 8-9). Por otra parte, el pueblo se
compromete a restablecer el culto del templo, una vez reconstruido: "No
descuidaremos el templo de nuestro Dios" (Ne 10,40).
Precisamente en
torno al culto de la Tora se constituyó el judaísmo al retorno del
exilio. El lugar de este culto fue la sinagoga. Las celebraciones
en la sinagoga no sustituían el culto
del templo; más bien lo integraban, de modo que con el tiempo las oraciones de
la sinagoga fueron consideradas por muchos como el equivalente espiritual de
los sacrificios del templo. De este modo preparaban la época en que en el
templo no habría sido posible ofrecer sacrificios. La asamblea sabática
sinagogal se abre con un conjunto de oraciones y con la proclamación del shema,
que resume la ley: "Escucha, Israel..." (Dt 6,4-9). Culmina en la
lectura de la ley y, luego, de un pasaje de los profetas, con el comentario de
uno de los presentes. Se cantan entonces unos salmos, y a cada versículo
proclamado por el lector el pueblo responde "aleluya". Sigue una
larga plegaria de bendición y de intercesión, con 18 intenciones, llamada shemoneh
esreh, que más tarde se coloca después del shema. Se concluye con la
bendición según la fórmula de Aarón (cf. Nm 6,24-26). En la celebración
sinagogal podemos reconocer las líneas esenciales de la estructura de nuestra
liturgia de la palabra.
2.2 Palabra y sacrificio en Jesucristo
La proclamación
sacrificial de la palabra alcanza su plena realización en la persona de Cristo:
"Es necesario que el mundo comprenda que yo amo al Padre, y que lo que el
Padre me manda, yo lo hago. ¡Levantaos, vámonos de aquí!" (Jn 14,31). Con
este estado de ánimo Jesús se dirige hacia Getsemaní, hacia su
"hora". En el sacrificio de la cruz proclamará ante el mundo el amor
del Padre. Cristo, palabra encarnada, es en su vida respuesta viva a la palabra
de Dios hasta el supremo sacrificio de su existencia terrena (cf. Jn 8,28-29)[1].
La íntima
relación entre palabra y sacrificio es especialmente clara en la última cena.
Mientras Jesús explica su sacrificio como obediencia a la palabra del Padre,
prepara a sus discípulos para el banquete eucarístico con enseñanzas que exigen
actitudes sacrificiales: ellos, siguiendo el ejemplo de su Maestro, tienen que
servir (cf. Jn 13,12-17); tienen que observar sus mandamientos con amor y
fidelidad, para poder permanecer en la intimidad del mismo Cristo y del Padre
(cf. Jn 14,15-24); si permanecen en él, renunciando a sí mismos, darán fruto
(cf. Jn 15,1-17); tienen que estar dispuestos a sufrir el odio y la persecución
del mundo a causa de su nombre (cf. Jn 15,18-25); tienen que aceptar la
tristeza de la separación para poder después gozar de su presencia gloriosa
(cf. Jn 16,16-23); han recibido la palabra y en ella tienen que ser consagrados
(= sacrificados) (cf. Jn 17,14-19).
2.3 Palabra y sacrificio en la misa
Según la enseñanza
clásica de santo Tomás de Aquino, (Cf. Summa theol., III q.73 a. 1 ad 3um.) el
sacrificio de la misa se realiza (perficitur) sustancialmente en la
consagración de la materia. Por otra parte, la consagración se realiza por
medio de las palabras de Cristo en la última cena. El sacerdote que consagra
actualiza las palabras materialiter, es decir, historice, y al
mismo tiempo las pronuncia formaliter, es decir, significative: para que
las palabras realicen lo que significan, actuando in persona Christi, es
decir, tomando activa y deliberadamente el lugar de Cristo. Recordemos que la Sacrosanctum
Concílium habla de una presencia dinámica, instrumental y pasajera, pero
efectiva, de Cristo "en la persona del ministro" (n° 7).
De algún modo,
la consagración eucarística proclama todo el misterio pascual, toda la
economía de la salvación sintetizada en un solo acto, en un solo signo. De
todas formas, el precepto de Cristo, "Haced esto en conmemoración
mía", no puede ser plenamente cumplido sin una cierta explicitación o
desarrollo. Dicho desarrollo se halla ante todo a lo largo de las celebraciones
del año litúrgico y, más concretamente, en el propio de la misa de cada día:
las lecturas bíblicas, sobre todo, "recuerdan" el acontecimiento
salvífico; no son una simple lectura de textos o un simple expediente
pedagógico para preparar la asamblea a la participación sacramental de la
eucaristía. Las lecturas están en íntima relación con la acción sacramental,
participan de la plenitud de realidad (de presencia real del misterio) que es
propia del misterio eucarístico. Por tanto, el hodie de la liturgia de
la palabra halla su plenitud de contenido en el misterio de Cristo
sacramentalmente presente en la eucaristía.
Además, la
colocación de las lecturas entre salmos y oraciones subraya todavía más el
valor activo y cultual de la proclamación de la palabra.
2.4 Eficacia de la palabra proclamada
El hombre
moderno tiene una valoración más bien negativa de la "palabra" en
contraposición con los "hechos". Esto hace difícil comprender la
función e importancia que la palabra tiene en la Biblia. Por tanto, hay que
recuperar una concepción vital y dinámica de la palabra (de Dios), que es la
propia de la Escritura. En el hebreo del Antiguo Testamento, el término técnico
por excelencia con el que se designa la palabra, dabar, es muy diverso
del logos griego. Mientras que el logos es ante todo la palabra
como indicación, es decir, portadora y mediadora de un significado (elemento
noético de la palabra), el dabar debe considerarse, en todo el antiguo
Oriente, como una potencia dinámica en dichos mágicos e imprecatorios, en
bendiciones y maldiciones, entendida como una palabra que salva o destruye, que
penetra en quien es alcanzado por ella como una sustancia sustitutiva, que actúa
desde el interior.
En Israel, la
palabra, purificada de toda idea mágica o emanativa, es vista como palabra de
Dios que plasma la historia con su consolación, sus exigencias y sus promesas.
La expresión dabar Yahvé significa tanto la acción como el mandato de
Dios. La palabra de Dios es como un mensajero que cumple puntualmente su
misión: "No volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi
encargo" (Is 55,11). Dabar podría traducirse en muchos casos como "acontecimiento": "Porque
él lo dijo y existió, él lo mandó, y surgió" (Sal 33(32), 9). La palabra
de Dios está en el origen de la creación (cf. Gn 1), de la vida humana (cf. Gn
1,26) y del mandamiento de la vida (cf. Dt 8,3; Sb 16,26). El Nuevo Testamento
hereda del Antiguo una concepción similar de la palabra de Dios, que "es
viva y eficaz" (Hb 4,12), y actúa sobre todo en los creyentes (cf. ITs
2,13). Podemos concluir diciendo que la concepción activa y concreta de la
palabra como acontecimiento es propia del espíritu semítico y que la concepción
griega y helenística de un logos puramente representativo constituye un
progreso de análisis filosófico, pero que corre el riesgo de perder la fuerza
inherente del hebreo dabar.
La liturgia de
la palabra evoca la historia sagrada con gran realismo, de modo que el misterio
del que se hace memoria se vuelve a proponer para que la asamblea lo acoja y lo
viva en la fe. La participación en la liturgia de la palabra se convierte así
en abierta y solemne profesión de fe de la comunidad cultual. Esta actitud de
fe prepara el momento de la anamnesis en que la asamblea reconoce en el signo
de la cena del Señor la presencia del memorial vivo y operante de la Pascua de
Jesús.
La liturgia de
la palabra no puede reducirse a función didáctica, aunque tenga la misión de
desempeñarla. Es auténtica celebración, en la que está ya presente el don de
Dios que salva y el creyente es llamado a abrirse a la relación que luego se
manifiesta y se realiza por el sacramento.
2.5 Visión unitaria de la misa
Es muy importante mantener una visión unitaria de la misa,
que sepa captar la íntima unidad del misterio que en la misma se celebra. Un
método válido puede ser el de poner en relación los diversos aspectos de la
liturgia eucarística con la palabra de Dios. A modo de ejemplo, ilustramos
sumariamente los aspectos de banquete y de acción de gracias.
Las dos mesas
La Sacrosanctum
Concilium habla de la "mesa de la palabra de Dios" (n° 51) que
debe ser preparada a los fieles con mayor abundancia. El pan de la palabra es un tema bíblico que
ilumina la comprensión del misterio eucarístico: "Mirad que llegan días -oráculo
del Señor- en que enviaré hambre al país: no hambre de pan ni sed de agua, sino
de oír la palabra del Señor" (Am 8,11). Anunciando el hambre de la palabra
de Dios, el profeta Amos compara el pan con la palabra (cf. Dt 8,3 a propósito
del maná). Luego, en la evocación del banquete mesiánico, profetas y sabios
hablan del pan que designa la palabra viva de Dios (cf. Is 55,l ss), la
sabiduría divina en persona: "Venid a comer mi pan y a beber el vino que
he mezclado; dejad la inexperiencia y viviréis, seguid el camino de la
prudencia" (Pr 9,5-6). También para Jesús el pan evoca la palabra divina
de la que se tiene que vivir cada día (cf. Mt 4,4). En el discurso eucarístico
en la sinagoga de Cafarnaúm, Jesús se presenta ante todo como la palabra a la
que hay que creer (cf. Jn 6,35-47). Ya que esta palabra encarnada (el Verbo
hecho carne) se ofrece en sacrificio, la adhesión de fe comportará
necesariamente la comunión con este sacrificio en el rito eucarístico (cf. Jn
6,49-58).
Las imágenes
bíblicas del banquete de la Sabiduría y del pan de la palabra de Dios pueden
ilustrar el significado de la primera parte de la misa en relación con la
liturgia eucarística. En un banquete familiar y festivo, los comensales no se
limitan a comer, sino que hablan, intercambian opiniones, etc. Terminado el
banquete, quedan satisfechos no sólo porque han comido, sino también porque se
han relajado en la conversación y en la relación con los demás.
Concebida la
misa como banquete -de la palabra y del pan-, queda más clara la unidad de toda
la celebración y, por tanto, la exigencia de una participación en ambas partes
de la misma.
2.6 De la
proclamación de la palabra a la acción de gracias.
De suyo
"eucaristía" significa: reconocimiento, gratitud, y de ahí acción de
gracias. En relación con Dios la acción de gracias adopta ordinariamente la
forma de una oración (cf. Sb 16,28; ITs 5,17s; 2Co 1,11; Col 3,17; etc.). Se
vincula entonces naturalmente con la bendición que celebra las maravillas de
Dios, porque dichas maravillas se expresan para el hombre en beneficios que dan
a la alabanza el colorido del reconocimiento. De ahí que la espiritualidad de
la acción de gracias derive de la bíblica y judía de la bendición. Dios es
bendecido porque se ven cosas y hechos que el creyente considera que provienen
de él y por ello lo alaba como fuente de todo bien. La asamblea adquiere
conciencia de las obras admirables realizadas por Dios en la proclamación de la palabra. Por ello la
acción de gracias se expresa ya en el mismo ámbito de la liturgia de la
palabra; al final de cada lectura este sentimiento se expresa de
modos diversos: "Te alabamos, Señor" o "Gloria a ti,
Señor". El aleluya que precede la proclamación del evangelio es
también un elemento que hay que interpretar en este contexto. Todo ello hallará
después la más sublime expresión en la plegaria eucarística.
3. Desarrollo histórico de la liturgia de la
palabra.
Los siglos II-IV
Se indican solamente los testimonios de los documentos
más importantes de este período histórico.
Apología I de san Justino. Este
documento, escrito a mediados del siglo II, es el primero que ofrece un cuadro
completo de la celebración eucarística.
Nos interesan dos pasajes:
"El día que
se llama del sol se celebra una reunión de todos los que moran en las ciudades
o en los campos, y allí se leen, en cuanto el tiempo lo permite, los recuerdos
de los apóstoles o los escritos de los profetas. Luego, cuando el lector termina,
el presidente de la palabra, hace una exhortación e invitación a que imitemos
estos bellos ejemplos. Seguidamente nos levantamos todos a una y elevamos
nuestras preces...” (Justino, Apología, 1,67).
"Nosotros,
después de así lavado el que ha creído y se ha adherido a nosotros, lo llevamos
a los que se llaman hermanos, allí donde están reunidos, con el fin de elevar
oraciones en común por nosotros mismos, por el que acaba de ser iluminado y por
todos los otros esparcidos por todo el mundo, suplicando se nos conceda, ya que
hemos conocido la verdad, ser
hallados por las obras, hombres de buena
voluntad y guardadores de lo que se nos ha mandado, y consigamos así la
salvación eterna. Terminadas las oraciones, nos damos mutuamente el ósculo de
paz...". (Apología, 1,65).
La naturaleza
del documento no nos permite juzgar acerca de la presencia o ausencia de
algunos elementos secundarios. Si en el capítulo 65 la liturgia de la palabra
se reduce a la oración común y al ósculo de paz, es debido a que ha sido
precedida inmediatamente por la celebración bautismal.
Tradición apostólica de san Hipólito de
Roma. En este documento, escrito en la primera mitad del
siglo III, se habla por dos veces de la celebración eucarística: en el
contexto de la consagración de un obispo (cap. 4) y al final de la celebración
bautismal (cap. 21). Se confirma cuanto sabemos, es decir, que la liturgia de
la palabra se cierra con la oración común y el beso de paz.
Literatura
pseudoapostólica. Entre los documentos más representativos
de esta literatura, que se desarrolló sobre todo en Oriente en los siglos III-V,
están las Constituciones apostólicas, compilación que consta de ocho
libros, y fue hecha en Siria en el año 400 aproximadamente. Es de particular
interés el libro 8, en cuanto depende de la Tradición apostólica y
completa sus datos. La larga descripción de la liturgia de la palabra tiene el
siguiente esquema: lectura del Antiguo y del Nuevo Testamento (Ley, Profetas,
Cartas apostólicas y Hechos, Evangelios: o sea, cuatro lecturas); homilía;
oración por los diversos grupos de participantes y, luego, la despedida de los
grupos que no pueden participar en la liturgia eucarística; oración común; beso
de paz. Como vemos, hay un mayor desarrollo de los elementos, pero el esquema
celebrativo es el de antes.
En resumen, a
finales del siglo IV la liturgia de la palabra tiene los siguientes elementos
principales: lecturas bíblicas del Antiguo y del Nuevo Testamento, homilía,
oración común, beso de paz.
Los
siglos V-IX
Los documentos
principales para el estudio de este período son: el Líber pontificalis, (El Liber pontificalis consiste en
una serie de noticias esencialmene biográficas y de desigual valor, relativas a
los obispos de Roma. El LP propiamente dicho va desde san Pedro hasta Esteban
V, 885-886), los sacramentarios romanos (Veronense, Gelasiano,
Gregoriano) y los Ordines romanos.
Según el
testimonio de san Agustín, en 426 la liturgia de la palabra empezaba todavía
simplemente con el saludo del celebrante y las lecturas bíblicas. Pero
precisamente en ese siglo aparecen algunos elementos nuevos, aparentemente sin
relación entre sí, colocados antes de las lecturas bíblicas.
El "canto
de entrada". Según el Líber pontificalis, el
canto de entrada habría sido introducido por el papa Celestino I (422-432).
Aunque esta noticia no tenga un valor histórico, es verdad que el canto de
entrada existía a comienzos del siglo VI puesto que fue entonces cuando se
redactó la noticia. Después de la paz constantiniana, con la aparición y consolidación
del culto en las grandes basílicas, la asamblea eucarística tenía necesidad de
empezar la celebración de un modo más significativo de lo que antes se hacía en
las antiguas asambleas domésticas. El canto de entrada desempeña la función de
preparar la asamblea para la celebración.
El
"Gloria". El Gloria es una de las composiciones
más antiguas de la Iglesia. Se sabe que dicho himno se cantaba en la liturgia
bizantina en el oficio de la mañana, el orthros. En la liturgia romana
tenemos un primer testimonio válido del canto del Gloria, en la misa de
Navidad, en una de las homilías navideñas del papa León Magno (440-461). El
evangelio de Lucas (2,14) habría sugerido hacer cantar en aquel día este
antiguo himno al comienzo de la celebración. Se atribuye al papa Símaco
(498-514) la extensión del Gloria a
los domingos y a las fiestas de los mártires. Pero hasta el siglo XI sólo podía entonarlo el obispo en las misas
presididas por él. Desde punto de vista pastoral, la introducción de este
elemento festivo se debe a las razones indicadas anteriormente para la
introducción del canto de entrada. Por tanto, el Gloria es un himno adaptado a las grandes asambleas; su finalidad
es crear el ambiente festivo de la celebración.
La "oración
colecta". Es un elemento variable, característico
de la liturgia romana. Las colectas son formularios de gran intensidad en su
concisión, que aparecen ya en el Sacramentarlo Veronense con el nombre
de oratio. Probablemente debe considerarse como una oración personal de
los fieles que, invitados por la monición oremus, se recogen, y su
oración se concluye luego con la "colecta" que reúne de algún modo la
oración personal de cada uno. Se trata de una oración presidencial. El texto de
la oración generalmente se dirige al Padre y se refiere a la festividad del
día. El rito de entrada se cierra con la oración sacerdotal o colecta.
En conclusión, es
decir que canto de entrada, Gloria y colecta pertenecen al rito de entrada, nacido en un ambiente de liturgia basilical y
destinado a asambleas numerosas.
En este período
tenemos documentos que atestiguan la existencia de los cantos entre las
lecturas bíblicas. San Agustín, por ejemplo, habla del "salmo
responsorial” (Cf. Enarrationes in psalmos 119,1).
La "oración
común" o de los fieles. En el período que estamos
estudiando desaparece de la liturgia romana. En los cinco primeros siglos
tenemos algunos testimonios indirectos y otros directos sobre la existencia y
contenido de la oración común. La Sacrosanctum Concilium (SC 53), cuando
determina la restauración de esta oración "común" o "de los
fieles", alude a I Tm 2,1-2: "Te ruego, lo primero de todo, que
hagáis oraciones, plegarias, súplicas, acciones de gracias por todos los
hombres, por los reyes y por todos los que están en el mundo, para que podamos
llevar una vida tranquila y apacible, con toda piedad y decoro".
Es evidente que
no hay relación directa entre el texto paulino y la oración común de la
liturgia de la palabra. Pero sirve para indicar con precisión el espíritu de
dicha oración comunitaria y de la oración cristiana en general.
Una relación más
directa con la oración litúrgica en cuestión la hallarnos en la 1 Carta
a los Corintios del papa Clemente (+ 100) y en Policarpo de Esmirna
(+155), el cual escribe a los Filipenses: "Rogad por todos los santos.
Rogad también por los reyes y autoridades y príncipes, y por los que os
persiguen y aborrecen, y por los enemigos de la cruz, a fin de que vuestro
fruto sea manifiesto en todas las cosas y seáis perfectos en él" (Cf.
Carta primera a los Corintios, 59,1: en: Padres
Apostólicos, Madrid 1950, 231)
En el Sacramentario
Gelasiano encontramos las "oraciones solemnes" que concluyen la
liturgia de la palabra del viernes santo. Son una forma antiquísima de la
oración común en la liturgia romana.
La liturgia
romana abandona muy pronto este tipo de oración en la celebración cotidiana de
la liturgia de la palabra. No así en Oriente, donde seguirá conservándose y
desmelándose. El porqué de dicho abandono se halla, según algunos autores, en
la introducción del Kyrie eleison.
El Kyrie eleison. La
aclamación Kyrie era conocida ya en el paganismo como aclamación de
honor dirigida al emperador o a un dios. En la versión de los LXX del Antiguo
Testamento hallamos frecuentemente la expresión eleison dirigida a Dios,
sobre todo en el libro de los Salmos (cf. Sal 6,3; 41(40),5.11).
En el culto
cristiano, el Kyrie eleison aparece por primera vez en la "liturgia
de las horas" de Jerusalén a fines del siglo IV. En la misa romana, la
introducción del Kyrie eleison es una cuestión histórica todavía no
aclarada. Una de las teorías propuestas afirma que el papa Gelasio (492-496)
habría cambiado la estructura de la oración común introduciendo en su lugar una
especie de oración litánica con las respuestas: Kyrie o Christi. A continuación esta oración
habría pasado antes de las lecturas bíblicas y
san Gregorio Magno (590-604) habría suprimido más tarde las
intenciones para dejar subsistir sólo
las respuestas, como aclamación. La restauración de la oración común después del
Vaticano II es, por tanto, un retorno al antiguo uso romano.
Del
siglo X al concilio de Trento.
Los últimos
elementos de la liturgia de la palabra que aparecen son las oraciones del
comienzo de la misa y el credo.
Las
"oraciones iniciales". Se puede
estudiar el desarrollo de estas oraciones, recitadas primero ante el altar, en
los Ordines. Son oraciones que manifiestan una mentalidad que se
complace en la multiplicación de las llamadas apologías, fórmulas de
reconocimiento del propio pecado y de la indignidad del celebrante con petición
de gracia y perdón. Las primeras apologías aparecen en la liturgia galicana. En
el siglo IX las encontramos en la liturgia francorromana. En el siglo XI adquieren
una gran importancia y extensión. A continuación, la mayor parte de estas
fórmulas desaparecen. Pero ya el Ordo romanus X, de la primera mitad del
siglo X, es testigo de la importancia de las apologías; en efecto, se expresa
en estos términos: "El Pontífice... inclinándose ruegue a Dios por sus
pecados". En el Misal de Pío V se conservarán el confíteor y
el salmo 42, oraciones siempre de carácter privado.
El "acto
penitencial" de la actual liturgia de la palabra de suyo es una novedad,
ya que afecta a toda la asamblea, ministros y fieles.
El "credo".
Este símbolo de la fe no fue compuesto para la misa. Al principio se
usó en la liturgia bautismal de Jerusalén. Su texto proviene del concilio de
Calcedonia (451), que lo consideró un resumen de la fe propuesta y profesada
por los concilios anteriores de Nicea (325) y de Constantinopla I (381). Por
eso se llama "símbolo nicenoconstantinopolitano".
El
"credo" se usó por primera vez en la misa en Constantinopla a
comienzos del siglo VI. Poco después aparece en España, en la franja costera
mediterránea sometida entonces al dominio bizantino. Carlomagno lo introdujo en
la capilla palatina de Aquisgrán. En el norte de Europa no se impone hasta el
siglo X. En Roma se introdujo, a comienzos del siglo XI, por Benedicto VIII bajo
la presión del emperador germánico Enrique II. Téngase presente que con la
introducción del "credo" en Roma, perdió el carácter un poco polémico
que tenía en las otras Iglesias, que pretendían proclamar la verdadera fe
contra las herejías. En Roma se convierte sencillamente en una respuesta
ferviente de fe a la palabra de Dios proclamada.
4. La celebración de la liturgia de la palabra después del Vaticano II
Después del
Vaticano II, los libros fundamentales para la celebración de la misa romana
son: el Missale romanum, promulgado por Pablo VI el 3 de abril de 1969 y
publicado el 26 de marzo de 1970, y el Ordo lectionum missae, publicado
el 25 de mayo de 1969. Hay ediciones ulteriores de ambos libros.
La estructura y
el significado de la liturgia de la palabra de la actual misa romana son
ilustrados detalladamente por la Institutio generalis Mis-salis romani en
los números 24-27.
Ritos de introducción
Hay una serie de ritos introductorios, que van
desde el comienzo hasta la oración colecta. Dichos ritos tienen una doble
finalidad: promover el sentido de comunión de los fieles que
se reúnen y suscitar en ellos la adecuada
disposición para escuchar convenientemente la palabra de Dios y para
celebrar la eucaristía. Se trata, por tanto, de una preparación a toda la
liturgia de la misa.
Elemento nuevo,
y quizá el más característico, de los ritos de introducción es el "acto
penitencial". Este rito puede considerarse el resultado de la evolución de
los elementos penitenciales que desde comienzos de la Edad Media aparecen al
principio de la misa.
Según algunos
autores, el hecho de que el acto penitencial se coloque al principio de la
celebración, proviene de un modo de considerar la penitencia cristiana más
desde la perspectiva de la religión natural que desde la de la revelación.
Efectivamente, los profetas en el Antiguo Testamento, y Cristo y los apóstoles
en el Nuevo, primero anuncian la palabra de Dios que invita a la conversión y
luego, en un segundo tiempo y como respuesta a la palabra, viene la penitencia
que conduce a la conversión. Según este esquema, el lugar más adecuado para el
acto penitencial sería después de
la proclamación de la palabra y como
respuesta a la misma. De este modo, sería más evidente que es Dios quien tiene
la iniciativa de nuestra conversión.
Sin embargo, se
puede revalorar el actual acto penitencial como preparación a la escucha de la
palabra. La liturgia romana no tiene una introducción específica a las
lecturas, tal como, en cambio, tienen algunas liturgias orientales. No
obstante, hay que evitar que el acto penitencial sea un momento fuerte de la
celebración, dándole una tal importancia que provoque lo que se ha llamado una
"conversión inicial". En todo caso un gesto penitencial como
preparación a la celebración eucarística lo hallamos ya en la Didaché: "Reunidos
cada día del Señor, romped el pan y dad gracias, después de haber confesado
vuestros pecados, a fin de que vuestro sacrificio sea puro".
Proclamación de la palabra
Es la parte
central de la liturgia de la palabra. El misterio de la palabra de Dios se
celebra de un modo vivo, existencial. Es un diálogo entre personas. La palabra
resuena en el aire, es proclamada con voz clara e inteligible para que la
asamblea pueda acogerla con todo su frescor. A continuación, esta palabra es
explicada y aplicada a la situación concreta de la asamblea en la homilía.
La reforma del
Vaticano II revalorizó los cantos entre las lecturas. El salmo responsorial es
una especie de meditación de la palabra escuchada, una repetición contemplativa
en clave poética e intuitiva. En concreto, la función de clave interpretativa
de la lectura proclamada se expresa en el estribillo. Ha de ser siempre
cantado. El canto anterior al evangelio con el aleluya requiere de suyo
que se cante efectivamente. Es una aclamación gozosa y comunitaria al Señor que
viene en su palabra.
La
historia nos enseña que en el origen de los ritos para la lectura y la escucha
de la palabra está la proclamación de la Escritura con la explicación y la
escucha con la respuesta. Por tanto, se pueden distinguir dos polos en esta
celebración: propositivo y receptivo. Al polo
propositivo pertenecen: la primera lectura, el salmo responsorial, la
segunda lectura, el versículo aleluyatico, el evangelio, la homilía; mientras
que al polo receptivo o reactivo
pertenecen las aclamaciones después de las lecturas, el estribillo del salmo responsorial, el aleluya, eventuales
resonancias durante la homilía, la recitación del credo y la oración común o de
los fieles.
El diálogo
ritual, que se establece entre los dos polos de la celebración, tiene que ser
auténtico, de modo que pueda realizarse el significado propio de la liturgia
de la palabra, en la cual "Dios habla a su pueblo: Cristo sigue anunciando
el evangelio. El pueblo responde a Dios con cánticos y oraciones" (SC 33).
Es la estructura fundamental de la alianza: Dios habla, ama, crea,
salva; el hombre acoge, recibe, se deja fecundar; el hombre responde,
actúa.
A la diversidad
de los participantes corresponde también una diversa función que la liturgia de
la palabra desempeña en la asamblea. La palabra tiene una función kerigmática
o de anuncio de la salvación realizada por Jesús y proclamada a los
hombres. Este anuncio se acompaña también con una enseñanza, que la tradición
llama "catequesis": se trata de explicar la buena nueva, de demostrar
sus consecuencias prácticas para la vida. Finalmente, la palabra tiene una
función mistagógica o de iniciación al misterio. Es sobre todo el
cometido de la homilía.
5. La «preparación de los dones»
Este
rito, que en el Missale romanum da comienzo a la segunda parte de la
misa o "liturgia eucarística", se llamó durante mucho tiempo
"ofertorio". El término sobrevaloraba la importancia de este momento
ritual, que además en el Misal de Pío V iba acompañado de oraciones de
ofrenda sacrificial. El pan y el vino, antes de la consagración, pueden ser
designados como sacrificio sólo en un sentido traslaticio, ya que el Nuevo
Testamento no conoce ningún otro sacrificio visible, en sentido cultual, fuera
del sacrificio de Cristo. Estas dificultades eran ya evidentes a los Padres del
concilio de Trento, los cuales desearon que tales textos fuesen sustituidos.
Pero no fue así, ya que se creía que pertenecían a la tradición de los Padres,
ignorando que sólo se remontaban a la alta o tardía Edad Media. Acertadamente,
por tanto, la reforma del Vaticano II eliminó estas plegarias sustituyéndolas
por otras más adecuadas, y dio al rito el nombre de "preparación de los
dones", expresión que indica mejor su función en el contexto de la
celebración.
Desarrollo
histórico
La historia de
la preparación de los dones va desde la simplicidad ritual más escueta hasta un
desarrollo solemne y farragoso. Al principio se trataba de un gesto como
cualquier otro. Justino lo describe así: "Luego (después del ósculo de
paz), al que preside a los hermanos, se le presenta pan y un vaso de agua y
vino..." Hipólito precisa un poco más tarde que este servicio es confiado
a los diáconos. El gesto adquiere poco a poco una cierta importancia y valor
simbólico. En el Ordo romanus I (siglos VII-VIII) hallamos una
descripción minuciosa del rito ofertorial: las ofrendas que traen los fieles
son recogidas por los diversos ministros, y mientras tanto se canta un salmo;
la schola, al no poder tomar parte en la ceremonia, manifiesta su
participación dando al subdiácono el agua que hay que derramar en el cáliz.
Hasta el siglo VIII
hallamos una sola oración al final del rito: la oración super oblata, llamada
más tarde secreta porque se recitaba ya en voz baja. En el siglo IX aparecen
las apologías. Los misales registran un gran número de ellas hacia el
siglo XIII. El Misal de
Pío V conservará bastantes. Acompañaban los gestos de la ofrenda, incluidos los
de la incensación y del lavatorio de las manos.
Significado
actual
Es naturalmente
legítimo entender los dones del pan y del vino (y otros eventuales) como
símbolo de la ofrenda de sí mismos por parte de los participantes, El pueblo de
Dios debe en todo tiempo abandonarse enteramente al Padre en total obediencia y
confianza, y unirse así al único sacrificio redentor de Cristo. Por tanto, las
ofrendas son un modo de expresar la
entrada activa en el misterio de intercambio del sacrificio de la nueva alianza.
Aunque hoy los fieles no aportan por sí mismos el pan y el vino para la celebración
eucarística, como sucedía antes, sin embargo este gesto mantiene su fuerza
expresiva. La aportación por parte de los fieles o la recolecta de dinero u
otros dones para los pobres o para la Iglesia tienen aquí su colocación más
significativa (Cf. IGMR 49).
6. La «Plegaria eucarística»
La
plegaria eucarística de la misa romana es el conjunto de los textos
comprendidos entre el prefacio y la doxología que precede al Padrenuestro. Se
trata, sin embargo, de una unidad literaria, que es densa de contenido
teológico. Estamos en el momento central de toda la celebración.
La
plegaria eucarística no es sólo plegaria, puro "sacrificio de
alabanza", sino que es actualización
de un hecho: el sacrificio pascual de Jesús; sus palabras no son sólo
evocadoras de un acontecimiento pasado, sino que realizan un misterio en el
presente: la muerte y resurrección de Cristo, y por ello expresan la más alta
acción de gracias y la súplica más profunda al Padre por Cristo en el Espíritu.
Son
diversos los términos usados para designar la plegaria eucarística. Cada uno de
ellos subraya un aspecto del misterio. Los griegos hablan de
"anáfora" (de anaphorá = llevar arriba, ofrecer). En latín
hallamos la expresión similar omtio oblationis. Pero el mejor
correlativo de anaphorá en Occidente sería illatio, que es usado
en la liturgia hispánica aunque sólo para indicar el primero de los elementos
que componen la plegaria eucarística (el que corresponde al prefacio romano y
que la tradición galicana llama immolatio o contestatio). En el Sacramentaría
gelasiano encontramos la expresión canon actionis, que luego,
abreviada, será canon (= regla o norma). En la tradición romana se halla
también el término prex. Cuando la liturgia romana tenía un solo
formulario, era conveniente llamarlo canon romano. Hoy que tenemos
diversos formularios, se prefiere la expresión plegaria eucarística.
Contexto
judío
El
origen de la plegaria eucarística hay que buscarlo en los gestos y en las
palabras del mismo Jesús en la última cena, transmitidos a nosotros por los
relatos de la institución. Dado que Jesús instituyó la eucaristía durante una
cena, la relación entre la eucaristía y
la cena judía es de suyo evidente. Hoy todos afirman que dicha relación se
extiende también a la estructura ritual y a los mismos textos de oración de la
liturgia eucarística.
Hay una cuestión sobre
el ritual usado por Jesús: ¿utilizó el ritual de la Pascua o, más
sencillamente, el rito de la cena festiva? Según la descripción de los
sinópticos fue una cena pascual, mientras que según el evangelio de Juan
(especialmente Jn 18,28) la cena de la Pascua hebrea fue posterior a la muerte
de Jesús. En todo caso, se trató de una comida que obedecía a la lógica de la
comida ritual judía que, en cuanto tal, concluía con una oración de acción de
gracias, la Urkat ha~mazon (o "bendición (de Dios) por el alimento (que se ha
tomado"), que no tenía que
faltar nunca. Dicha oración se considera el origen de la plegaria eucarística
cristiana. Sin embargo, la confrontación de los textos resulta difícil a causa
de la tardía tradición de las plegarias
judías.
La Urkat ha-mazon es un texto tripartito, compuesto de tres
estrofas: una estrofa breve de bendición que tiene por objeto el alimento que
Dios concede al pueblo de Israel; una amplia acción de gracias que tiene por
objeto la tierra buena y deseable que Dios ha dado a Israel (acción de gracias
que se hace recordando la historia de la salvación desde Egipto hasta la cena
acabada de celebrar); y una estrofa de súplica por la subsistencia de Israel, por
Jerusalén, por la dinastía davídica, por el templo. Se trata, en sustancia, de
una acción de gracias introducida por una bendición y concluida por una
súplica. Notemos que no se trata de una fórmula fija, sino de una fórmula
cañamazo que sirve como guía para componer la plegaria.
La plegaria eucarística, aun derivando de la Urkat ha-mazon se revela absolutamene original: ha
integrado las estructuras antiguas perfeccionándolas y enriqueciéndolas. La
composición de la plegaria hebrea en tres perícopas (bendición-memorial, acción
de gracias y súplica) ha adquirido en la plegaria eucarística cristiana un
carácter totalmente nuevo, en el que se podría descubrir incluso el ritmo
trinitario.
Estructura
general
En los primeros
siglos no existía un texto rigurosamente prescrito, la plegaria eucarística se
formulaba libremente, aunque siempre se mantenía fiel a algunos contenidos
tradicionales. Esto es atestiguado por ejemplo por Hipólito de Roma, el cual
nos ofrece la más antigua plegaria eucarística completa. Esta plegaria
permaneció en uso entre los etíopes y está en la base de la actual plegaria
eucarística segunda de la liturgia romana. El gran desarrollo de los formularios
eucarísticos cristianos coincide con el apogeo de la patrística, es decir,
aquel período que se extiende aproximadamente desde mediados del siglo IV hasta
mediados del VI.
Tradición siro-occidental y
galicano-hispánica.
En esta
tradición la plegaria eucarística tiene una estructura lineal: una primera
parte de acción de gracias que conduce hacia el sanctus; una segunda
parte de acción de gracias que conduce hacia el relato de la institución; una
parte anamnética que parece una ampliación de las palabras: "Haced esto en
conmemoración mía"- una parte epiclética, es decir, una invocación del
Espíritu Santo para consagrar
el pan y el vino y convertirlos en el cuerpo y la sangre del Salvador y,
secundariamente, para la aceptación, por parte de Dios, del sacrificio
ofrecido y la comunicación de su gracia a los participantes; intercesiones por
todas las necesidades de la Iglesia y del mundo y conmemoración de los santos
(este elemento no figura en los ritos galicano e hispánico); una doxologia
final, de forma trinitaria.
Característica
propia de esta estructura es que el contenido de la plegaria eucarística se
divide fácilmente en tres grandes secciones que pueden atribuirse
respectivamente a cada una de las tres personas divinas consideradas en
particular.
Tradición alejandrina y romana (canon).
En esta
tradición encontramos un orden de elementos completamente diverso que, después
de la simplicidad y armonía precedentes, puede parecer desconcertante: una
acción de gracias que conduce al sanctus: una primera fórmula que
recuerda el sacrificio; una primera serie de intercesiones por los vivos y de
conmemoración de los santos; dos fórmulas distintas, pero vinculadas, que piden
la aceptación del sacrificio, y una invocación formal por la consagración de
los elementos eucarísticos (una especie de epíclesis consecratoria); el relato
de la institución; una anamnesis bastante sobria; una última invocación para
que el sacrificio ofrecido sea aceptado y produzca en nosotros todo su efecto
de gracia (una especie de epíclesis de comunión); nuevas intercesiones por los
difuntos y por los vivos, acompañadas -estas últimas- por otra conmemoración de
los santos; la doxologia final.
Adviértase que
en Alejandría todas las intercesiones están reagrupadas al principio, así como
las conmemoraciones, y este bloque, con la oración que precede en el rito
romano, se coloca incluso antes del sanctus.
La plegaria eucarística segunda de la liturgia romana
A) ANÁFORA
a) Generalidades
La
anáfora II concuerda sustancialmente con la de San Hipólito, en la que se
inspira en contenidos, brevedad y orientación. Sin embargo, no es una mera
adaptación, pues, además de otros detalles de menor importancia, se han
incorporado el Sanctus-Benedictus, la
epíclesis preconsecratoria, la transición, la aclamación postconsecratoria y
las intercesiones.
Es
una anáfora clara y sencilla en la que no existen cortes ni
yuxtaposiciones; y cristocéntrica, pues
toda la historia salvífica, desde la misma Creación, es contemplada desde
Cristo. Es también la más breve de las cuatro plegarias eucarísticas de
adultos.
Tiene
prefacio propio, pero se puede usar cualquiera de los existentes en el Misal Romano, sobre todo aquellos que
expresan de modo sintético el misterio salvífico. «por sus mismas características,
la anáfora II se emplea mejor los días ordinarios de entre semana y en
circunstancias particulares» (OGMR, 322-b)
b) El prefacio
El
diálogo introductorio es idéntico al
de Hipólito y del Canon Romano. El protocolo
inicial es una acción de gracias al Padre por Jesucristo. El cuerpo del prefacio, más breve que el de
Hipólito, recoge sus temas: la creación por el Verbo, la encarnación, la
redención y la Iglesia, como fruto de la misma. La relación que se establece
entre la entrega voluntaria de Cristo y el designio salvífico del Padre orienta
de modo inequívoco a la Eucaristía como actualización -en los signos
sacramentales- de la pasión salvadora de Cristo; lo cual conlleva la
acentuación de la fe de la comunidad en la Eucaristía como acción de Cristo en
su Iglesia. El protocolo final o
escatólogo, que no se encuentra en la de Hipólito, se refiere a toda la Iglesia
celeste, representada por «todos los ángeles y santos», a la cual se asocia la
Iglesia peregrina para entonar el cántico solemne de alabanza. Literariamente
es una pieza muy lograda. Con relación a la fuente, el prefacio ha ganado en densidad
y ha perdido en sencillez y sabor.
c) El Sanctus
Este
texto es de nueva creación y concuerda literalmente con el de las otras tres
plegarias eucarísticas. Es positiva tanto la inclusión como la ubicación, pues
el prefacio desemboca espontáneamente en el Sanctus.
d) La transición
Esta
pieza, que no se encuentra en Hipólito y que, en cambio, no falta en las
anáforas orientales y en las occidentales independientes de Roma, da unidad a
la plegaria eucarística. Se trata de un embolismo sencillo: Veré Sanctus, que sirve de enlace con el
prefacio a través del Sanctus y de
paso lógico y natural a la epíclesis y a la consagración. Porque el Señor que es santo y fuente de toda santidad, se le
pide que santifique los dones presentados. La fórmula «fuente de toda santidad»
procede de la Liturgia Hispánica. En esta brevísima fórmula se retoma el tema
de la alabanza a la santidad de Dios, expresada en el inicio del prefacio con
las palabras «Padre Santo» y después en el trisagio.
e) Epíclesis pre-consecratoria
La
anáfora de Hipólito no contiene este elemento. Su introducción en la plegaria
eucarística II se debe al deseo de conservar el «genio romano» anaforal. Es una
epíclesis en sentido estricto, pues se menciona expresamente al Espíritu Santo
y se implora su acción para que los dones de pan y vino se conviertan en «el
Cuerpo y Sangre de Jesucristo, nuestro Señor». La santificación de los dones se
atribuye al Padre, aunque su acción
está unida a la efusión del Espíritu.
La
expresión «con la efusión de tu Espíritu» procede del Missale Gothicum (galicano). Las palabras «de manera que sean para
nosotros» no se refieren a que su transformación sea fruto de la fe personal,
sino que piden que, a la realidad objetiva del Cuerpo y Sangre de Cristo,
corresponda nuestra actitud subjetiva que haga operante en nosotros la
Eucaristía.
Lo
que en el Canon Romano estaba implícito se explícita en esta anáfora y en las
III y IV. Ello se debe al desarrollo pneumatológico posterior, al menos en
Occidente, a la época de composición del Canon Romano.
f) Relato
de la institución
Al
contrario de lo que ocurría en el prefacio, el relato institucional se ha
alargado con relación al de Hipólito. Se han introducido algunas importantes
referencias neotestamentarias que se encuentran en casi todas las liturgias, a
saber: la Nueva Alianza y la Sangre que se derrama por la muchedumbre en
remisión de los pecados. Por otra parte, se ha logrado una redacción más
pastoral que la de Hipólito, al dotar al relato institucional de una
característica que no debe faltar: la solemnidad. Esta mayor riqueza es
consecuencia de las aportaciones de diversas tradiciones litúrgicas.
Las
palabras introductorias a la fórmula consecratoria ponen en relación la
Eucaristía con la Pasión y subrayan la voluntariedad
del sacrificio redentor de Cristo. Están inspiradas en Jn. 10, 18. En
cuanto a las palabras inmediatamente preconsecratorias, a diferencia del Canon
Romano, donde se unen la tradición de Mt-Mc y la de Lc-Pablo, se opta por la
línea lucano-paulina, mencionando únicamente, tanto en las palabras relativas
al pan como en las referidas al vino, gratias
agens (dándote gracias). También se omiten las expresiones del Canon Romano
in sánelas ac venerabiles manus suas y
elevatis oculis in coelum, lo cual se
ajusta mejor a la sobriedad de los pasajes bíblicos.
g) Anamnesis
La
fórmula es substancialmente idéntica a la de Hipólito, aunque la expresión
«offerimus tibi panem et calicem» de aquella se ha cambiado por otra más
bíblica: (offerimus) «panem vitae» (Jn. 6, 35-44) y «calicem salutis» (Ps. 115,
13).
El
sentido es claro: se hace el memorial objetivo
del misterio pascual de la muerte y resurrección y la Iglesia se lo ofrece
al Padre. Es una anamnesis muy sobria, puesto que sólo se mencionan la muerte y
la resurrección. Mientras en el Canon Romano y en la anáfora IV el ofrecimiento
del sacrificio, que sigue inmediatamente a la anamnesis, aparecen unidos memorial y ofrecimiento (celebramos el
memorial y te lo ofrecemos), en las plegarias eucarísticas II y III, la anamnesis
(celebrando el memorial... te ofrecemos) está subordinada al ofrecimiento. Por
otra parte, se pone en relación el offerimus
(te ofrecemos) con el gratias
referentes (te darnos gracias), explicitando, una vez más, que la
Eucaristía es una acción de gracias; aunque el motivo que aquí se aduce es el
servicio sacerdotal (nos haces dignos de estar en tu Presencia), realidad que
debe ser resaltada.
g) La
epíclesis de comunión
También
aquí se trata de una epíclesis en sentido estricto. Con mayor claridad que la
de Hipólito pide la presencia actuante del Espíritu para que la comunión sea
eficaz en orden a realizar la unidad de la Iglesia.
Esta
gracia está relacionada directamente con la potencia del Espíritu Santo pero no
en el sentido de que su acción unificadora sea resultado de comer y beber el
Cuerpo y la Sangre de Cristo sino requisito para que la comunión realice dicha
unificación. «Que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos
participamos del Cuerpo y la Sangre de Cristo», dice la fórmula. La redacción
es mucho más clara que la de Hipólito y las de las anáforas III y IV.
i)
Intercesiones
Las
intercesiones son un nuevo elemento desconocido por la anáfora de Hipólito. Se
las ha incluido por ser un elemento que se encuentra en todas las liturgias.
Sin embargo, se ha variado el clásico esquema romano, agrupándolas en un solo
bloque después de la epíclesis de comunión y no en dos grupos, uno anterior y
otro posterior a la consagración. Sujetos concretos de las intercesiones son:
la Iglesia universal (Iglesia extendida por toda la tierra), el Papa, el propio
obispo, todos los obispos y sacerdotes, aquellos por quienes se ofrece de modo
particular la Eucaristía, los difuntos y el pueblo allí congregado.
En
la mención de los difuntos se ha adoptado una fórmula muy en consonancia con la
eclesiología del Vaticano II y la sensibilidad actual: que murieron «in spe
resurrectionis» (los bautizados) y en los diversos ámbitos de acercamiento a la
unidad de la Iglesia: «in spe resurrectionis, om-niumque defunctorum».
La
lista de los santos, que se incluye para potenciar el valor de las súplicas, es
mucho más breve que en el Canon Romano, pues sólo se mencionan la Santísima
Virgen, los Apóstoles y todos los santos. La agrupación en una única lista es
una exigencia del único bloque de intercesiones.
j)
Doxología final
La
decisión de adoptar el mismo texto doxológico en las cuatro plegarias
eucarísticas ha supuesto que la anáfora no mencione explícitamente a la
Iglesia, como hace la de Hipólito: «Por Él, gloria y honor al Padre y al Hijo
con el Espíritu en la santa Iglesia, ahora y por los siglos” (TA).
7. La comunión Eucarística
Los ritos de comunión
Estos ritos, así
como la preparación de los dones y la plegaria eucarística, se basan en la
acción de Cristo en la última cena. Los ritos de comunión están construidos
alrededor de un núcleo central, formado por el rito de la fracción del pan y de la comunión propiamente dicha; existe además el rito que comprende el Padrenuestro
y el rito de la paz. Los ritos de comunión tienden a reforzar la expresión
del misterio de intercambio de un bien dado y recibido, ofrecido y acogido,
partido y distribuido, en humilde reconocimiento y gozosa caridad fraterna.
El
"Padrenuestro"
Antiguamente en
Roma, como en las demás Iglesias occidentales y gran parte de las orientales,
el Padrenuestro se recitaba después de la fracción del pan. Gregorio
Magno, aproximadamente en el año 600, lo trasladó al puesto actual,
inmediatamente después del canon, para vincularlo de algún modo al mismo centro
de la celebración. Por tanto, Gregorio no piensa en una oración para la
comunión, sino en un complemento del canon. Pero los Padres de la Iglesia habían ya
interpretado la súplica: "Danos hoy nuestro pan de cada día" en
relación con el pan celeste de la comunión. Podemos decir que el Padrenuestro
es actualmente un puente entre la plegaria eucarística y el banquete del
Señor.
En general, en
las diversas liturgias de Oriente y Occidente, después de la oración dominical
se halla una especie de epílogo o amplificación, que en la liturgia romana ha
tomado el nombre de "embolismo". El embolismo de la liturgia romana, que puede remontarse a la época de
Gregorio Magno, se vincula sólo a la última petición del Padrenuestro; pide
la liberación de todo mal y la paz para el tiempo presente. Con esta última
referencia el embolismo establece un vínculo entre la oración dominical y el
rito de la paz que sigue después. La verdadera paz es la que hace al hombre
libre del pecado y de la inquietud.
El beso de paz.
El rito de la
paz comprende: la oración del sacerdote por la paz, inspirada en la promesa de
paz de Jesús (cf. Jn 14,27); el deseo de paz por parte del sacerdote dirigido a
la comunidad y la respuesta de esta última; un gesto de paz del sacerdote y de
los fieles entre sí. Al final de las cartas apostólicas hallamos muchas veces
el beso fraterno: Pablo habla del "beso santo" como saludo, y Pedro
del "beso de caridad" (Rm 16,16; ICo 16,20; 2Co 13,12; ITs 5,26; 1P
5,14).
En la liturgia
romana el rito de la paz no siempre ha ocupado este lugar. Vimos que ya Justino
escribía, a mediados del siglo II, que, terminada la oración común, "nos
damos mutuamente el ósculo de paz". De este modo terminaba la liturgia de
la palabra.
El beso de paz
fue colocado, probablemente en tiempo del papa Inocencio I, al final de la
liturgia eucarística, para que el pueblo pudiese atestiguar su aprobación a lo
que antecedía: reaparece así la función originaria de confirmación o consenso.
Cuando más tarde Gregorio Magno hizo recitar el Padrenuestro inmediatamente
después de la plegaria eucarística y la invitación al beso de paz se puso
después del embolismo, resultó natural que el rito de la paz se considerase,
por una parte, como una expresión ritual ulterior del "como también nosotros
perdonamos a los que nos ofenden" del Padrenuestro (así como el
embolismo era una elaboración del "líbranos del mal") y, por otra
parte, como una preparación directa a la comunión.
En los siglos
posteriores el vínculo entre el beso de la paz y la comunión se fue haciendo
cada vez más estrecho: en algunos casos la "paz" se daba sólo a quien
comulgaba; más a menudo el sacerdote besaba una de las especies eucarísticas y
luego daba el beso de paz al diácono, el cual lo comunicaba a los demás. Llegó
el caso en que el beso de paz se realizó en sustitución de la comunión. De este
modo empezó a convertirse en algo autónomo y en aquel período la frecuencia de
la comunión disminuyó notablemente. Cuando la liturgia se convirtió cada vez
más en un hecho clerical, el beso de paz se reservó casi siempre al clero; el
pueblo no tomaba parte en el mismo.
En el Missale
romanum, a diferencia del Misal tridentino, se afirma explícitamente
que los fieles pueden darse mutuamente el beso de la paz. No se determina el
modo con que se tiene que efectuar. Se limita a afirmar que corresponde a las
conferencias episcopales el determinar concretamente la forma más adecuada a la
índole y costumbre de los diversos pueblos.
Para la
comprensión de este gesto, conviene recordar que la participación en la
eucaristía, especialmente en el momento de la comunión sacramental, no es sólo
un encuentro exclusivo y personal con Cristo, la Cabeza, sino también con los
miembros de su Cuerpo, la Iglesia, presente de modo concreto en la asamblea
local reunida en torno al altar. El rito de la paz pone claramente de
manifiesto la dimensión social,
horizontal de la eucaristía.
La fracción del
pan
El rito de la
fracción se remonta al mismo Cristo y es recordado en cada uno de los cuatro
relatos de la institución. La expresión "partir el pan" fue muy
pronto usada para indicar el rito eucarístico. Los cristianos de Jerusalén
"eran constantes... en la fracción del pan" (Hch 2,42) y
"celebraban la fracción del pan en las casas" (Hch 2,46). El mismo
arte cristiano primitivo representó la eucaristía con la imagen de la fracción
del pan, como puede verse en la capilla griega de las catacumbas de Priscila en
Roma (siglo III).
Desde el
comienzo, a la fracción del pan se le atribuyó un significado simbólico, que en
el curso de los siglos ha tenido diversos subrayados. San Pablo afirma que el
único pan, que es partido y en el que todos pueden participar, es el símbolo de
la unidad y de la comunión de los fieles entre sí como miembros de la Iglesia
y, también y sobre todo, de la unión con Cristo (cf. ICo 10,16-17).
La historia del
rito de la fracción en la misa romana es muy compleja. Según el testimonio del Ordo
romanus I, en la misa papal de los siglos VII-VIII, celebrante y
presbíteros parten todos los panes consagrados, que unos acólitos les aportan
en pequeños sacos de lino. Con la fracción se obtienen trozos irregulares que
se utilizan para la comunión de los fieles. Se conserva un fragmento para la
celebración de la misa siguiente. El fragmento de la misa anterior se deja caer
en el vino. Este gesto es apto para hacer evidente la vinculación entre misa y
misa (rito de los sánela). Otros fragmentos se conservan para la
comunión a los enfermos. El rito de los sánela está probablemente en
relación con el precedente del fermenlum, descrito en el siglo V por
Inocencio I en la carta a Decencio, citada anteriormente: los sacerdotes,
obligados los domingos a celebrar en los títulos o "parroquias" de
Roma a causa de la cura pastoral de los fieles, no podían participar en la misa
solemne del papa; pero recibían un fragmento del pan eucarístico (fermenlum)
o fermentum consagrado por el papa, que depositaban en el cáliz. En este
caso el simbolismo subrayaba la unidad de la comunidad local que celebra la
única eucaristía, sacramento de unidad.
Cuando,
aproximadamente en el siglo IX, se introdujeron las pequeñas hostias en lugar
del pan, se conservó el uso de partir una sola hostia, la del sacerdote, de
tamaño un poco mayor; las diversas partes en que ésta era dividida generalmente
no se daban a los fieles, sino que eran totalmente consumidas por el sacerdote.
De este modo se perdieron la función y el significado originarios de la
fracción del pan, que fue explicada de maneras nuevas y diversas, por ejemplo,
como memoria de la separación del cuerpo y del alma de Jesús en el momento de
su muerte en la cruz. Apareció el uso de partir la hostia en tres partes.
Durante el rito de la conmixtión el sacerdote ponía la parte más pequeña en el
cáliz. También esta división tripartita de la hostia se explicaba
simbólicamente. Las tres partes de la única hostia representaban la Iglesia
militante, purgante y triunfante.
En la misa
romana actual, el rito de la fracción se vincula con la tradición primitiva. En
efecto, la Institutio generalis Missalis romani alude al texto paulino
citado anteriormente (n° 56c).
Agnus Dei
La introducción
del Agnus Dei en Occidente se remonta al papa sirio Sergio I (687-701),
que probablemente lo tomó del Oriente. Se introdujo como canto que acompañaba
la fracción. Precisamente por esta función se repetía a lo largo de todo el
rito. Pero cuando en Occidente se pasó de los panes grandes a las hostias
individuales, la fracción del pan perdió su significado originario y la
repetición del canto se limitó al número sagrado de tres. El Agnus
Dei empezó entonces a tener una existencia autónoma.
Hasta el siglo XI
el final de cada invocación del Agnus Dei era siempre: miserere
nobis. A partir del siglo XI, como final de la tercera y última invocación
se usó: dona nobis pacerá. Perdido su significado primitivo, el Agnus
Dei se puso en relación especialmente con el beso de la paz. También en el
siglo XI, en las misas exequiales el final de cada invocación era: dona eis
réquiem; la tercera y última: dona eis réquiem sempiternam.
El Missale
romanum considera el Agnus Dei explícitamente como un canto que hay
que ejecutar durante la fracción del pan y puede repetirse mientras dura el
rito. De este modo, este canto ha recuperado su significado y su función
primitiva. Por explícita voluntad de Pablo VI, fue conservado en la última
invocación el dona nobis pacem.
La conmixtión
Después de la
fracción del pan el sacerdote deja caer un fragmento de la hostia en el cáliz
diciendo: "El Cuerpo y la Sangre de nuestro Señor Jesucristo, unidos en
este cáliz, sean para nosotros alimento de vida eterna". Este rito tiene
una historia muy compleja a la que ya hemos aludido. Ahora nos fijamos en su
significado simbólico.
La unión de los
dos dones eucarísticos se considera como signo de la reunificación del Cuerpo y
de la Sangre del Señor separados con su muerte en la cruz, es decir, como
imagen de su resurrección. Por medio de las palabras consecratorias el pan y el
vino se convierten, en las especies separadas, en el Cuerpo y la Sangre del
Señor sufriente y dispuesto a la muerte; antes de recibirlos en comunión, estos
dones sagrados tienen que ser representados simbólicamente como el Señor
resucitado, alimento para la vida eterna de los fieles. El Cuerpo y la Sangre
de Cristo forman esencialmente una única cosa, por lo que quien recibe a Cristo
bajo una sola especie sabe que recibe al único Señor resucitado. Por ello la
conmixtión es el símbolo del Resucitado que promete, a cuantos reciben su
Cuerpo y su Sangre, la participación en su vida gloriosa.
La comunión
"El
sacerdote se prepara con una oración en secreto para recibir con fruto el
Cuerpo y la Sangre de Cristo; los fieles hacen lo mismo, orando en
silencio" (IGMR 56f). De estas palabras se deduce que la preparación
inmediata a la comunión es un acto de toda la asamblea, y no sólo del
sacerdote. En el mismo documento se subraya también la gran importancia de la
comunión con hostias consagradas en la misma misa. La reflexión sobre la
fracción del pan ha puesto de
manifiesto la importancia de la participación en el pan consagrado en
la misma celebración (IGMR 56h).
El "canto
de comunión" o "antífona de comunión" es uno de los elementos
más antiguos de la liturgia de la misa. En el siglo IV lo hallamos bajo forma
de canto responsorial: el cantor canta los versículos del salmo y cada vez el
pueblo responde con el mismo estribillo. Tanto en Oriente como en Occidente es
objeto de numerosos testimonios el uso del salmo 34(33). El canto de comunión
es por su origen un canto procesional. A partir de Gregorio Magno, en las
fiestas principales hay correspondencia entre contenido del evangelio del día y
texto del canto de comunión: lo anunciado en la proclamación del evangelio es
luego dado en la eucaristía.
La "oración después de la
comunión" es una oración presidencial que presenta una estructura idéntica
a la de las otras oraciones presidenciales de la misa: invitación a la
oración, silencio, plegaria presidencial, y finalmente el amén de
aclamación por parte del pueblo. Es una oración de agradecimiento por los dones
recibidos y contiene a menudo elementos de teología eucarística. Aparece
también como el compendio y la conclusión de toda la acción litúrgica.
8. Ritos de conclusión
Para la asamblea
ha llegado el momento de disolver su reunión visible para llevar la caridad de
Cristo a cuantos están fuera. Se quitan los signos (cf. Jn 20,17 y Hch 1,9-11)
para que en el mundo se manifieste más ampliamente el reino que viene.
La bendición del
sacerdote al final de la misa se introdujo tardíamente. En los Ordines
romani más antiguos el obispo, después de abandonar el altar, respondía a
los fieles que le pedían la bendición con las palabras: Benedicat nos (vos)
Dominus. En el uso romano la bendición de la asamblea se reservó durante
mucho tiempo al obispo; el presbítero no daba nunca al final de la misa la
bendición a todos los fieles, sino sólo a quien se la pedía; usaba para esto
objetos litúrgicos: el cáliz, la patena y sobre todo el corporal. Hasta el siglo XII los
libros litúrgicos no mencionan una bendición final general por parte del
sacerdote al fin de la misa.
Además de la
bendición habitual, en el nombre de la Trinidad y con la señal de la cruz,
tenemos como apéndice del actual "ordinario" de la misa las
"Bendiciones solemnes y oraciones sobre el pueblo", que se pueden
usar, a juicio del sacerdote, al final de la celebración de la misa, o incluso
de una liturgia de la palabra, o de la liturgia de las horas, o de los
sacramentos. La oración sobre el pueblo (super populum) se encuentra ya
en el Sacramentaría Veronense como oración de bendición al final de la
misa.
Ya en el Ordo
romanus I, el diácono, antes de que el pontífice abandone el altar, dice Ite,
missa est. .Cuando más tarde la bendición se dé desde el altar,
el Ite, missa est precederá también la bendición. Así en el Misal tridentino.
En el Missale romanum dicho orden ha sido más coherentemente invertido.
En las liturgias orientales, las fórmulas de despedida tienen expresiones
diversas, generalmente: "Id en paz" (cf. Me 5,32; Le 7,50).
Luego el
sacerdote, después de besar el altar, sale del presbiterio. El primero y el
último acto de la celebración eucarística tienen lugar en el altar; son actos
sin palabras, actos de veneración. El beso
enmarca por así decir e incluye toda la celebración eucarística. El sacerdote
se dirige, ante todo y al final de todo, no hacia el pueblo reunido, sino hacia
el altar. Este altar es venerado como centro de la reunión eucarística y de la
acción eucarística. Al venerarlo, el sacerdote saluda la mesa del Señor y, en
ella y por ella, al mismo Señor, de quien el altar es símbolo.
[1]
Cuando hablamos del sacrificio de
Cristo, e incluso de su sacerdocio,
no debemos olvidar referirlo no sólo al acontecimento de su muerte en Cruz
-verdadero culmen del mismo- sino también a toda su exsitencia terrena, es
decir, el sacrificio de Cristo es una vida entrega por amor hasta el extremo
(Jn 13,1), una vida entendida como “pro-existencia” (vivir y ser para los
demás).
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